El siglo XX es llamado a menudo el “siglo del sexo”. Aunque los cambios culturales son mucho más sutiles y complejos, se podría poner la fecha de inicio del “siglo del sexo” en 1905. Ese año se plasma por primera vez en un texto qué es el sexo “normal”. Lo hace Freud en ‘Tres Ensayos sobre una Teoría sexual': “La unión de los genitales es considerada la meta sexual normal en el acto que se designa como coito y que lleva al alivio de la tensión sexual y a la extinción temporaria de la pulsión sexual (satisfacción análoga a la saciedad en el caso del hambre)”, escribió Freud. Fuera de esa unión de genitales (una vagina y un pene, por supuesto), todo era perversión: “El uso de la boca como órgano sexual es considerado perversión”, decía unas líneas más abajo.
En Europa, durante el siglo XX, el sexo —un sexo muy concreto, no degenerado— pasó a ser algo central en nuestra vida, algo necesario para ser feliz, para realizarse. Ya no es suficiente dejarlo escondido en el cajón y no prestarle atención, como tuvieron que hacer muchas de nuestras abuelas y una larga historia de mujeres y personas con gustos poco convencionales de las que nunca se supo qué les gustaba y qué no.
Ese interés devino en la primera revolución sexual del siglo. Wilhelm Reich convirtiendo el orgasmo en fundamental, Hirschfeld y la reforma sexual en lo público y lo privado, la libertad de las noches berlinesa y parisina, el travestismo (se inventa el término), la transexualidad (Lili Elbe), luchas por los derechos para las personas homosexuales, los debates sobre la educación sexual… Todo parecía posible hasta que llegó el fascismo a Europa de la mano del catolicismo.
Eso, junto con otros factores, hizo que toda esa libertad emigrara a EEUU y que en los años 60 y 70 volviese a darse otra “liberación sexual” para las mujeres (la “píldora”), para gais, lesbianas, transexuales (la comunidad leather, Stonewall) y para heterosexuales (aunque parezca increíble hoy día, se convirtieron en aceptables las relaciones “prematrimoniales”). Se buscaba la experimentación y la transgresión (orgías, tríos, comunas, orgamos simultáneos…) y se popularizó la idea de abrir “las puertas de la percepción “ (Aldous Huxley, alucinógenos…).
Todo ese recorrido, que se suele relatar, a modo bíblico, como un camino de liberación hacia un paraíso final, en realidad ha ido dejando al mismo tiempo un montón de asuntos sin resolver que se han ido acumulando. La salvación nacida de su propia condena.
La patologización de la frecuencia
El sexo se convierte en central de mano de la psiquiatría. Freud identifica la sexualidad con un inconsciente que hay que “desvelar”, descifrar, descubrir qué se oculta detrás del deseo… y hoy en día seguimos viéndolo igual. Se sigue pensando que detrás de un deseo erótico masoquista, detrás de la elección del trabajo sexual, que detrás de cualquier práctica poco convencional, siempre hay algún problema que resolver.
Krafft-Ebing, otro psiquiatra, había creado la lista de perversiones que hasta hace tres años ha seguido en los manuales de psiquiatría (y la OMS las sigue incluyendo en su lista de enfermedades). La diversidad del deseo condenada a ser vista como una enfermedad. Aunque se tolera a gais, lesbianas, transexuales, bisexuales, se les/nos sigue viendo como excepciones frente a la normalidad. Con el fascismo esa diversidad se convierte en delito. En España hasta hace poco tiempo, el 28 de diciembre de 1978. No ha sido un camino fácil.
Wilhelm Reich, discípulo de Freud, es el primero en convertir, en 1927, el orgasmo en indicador de salud mental. Y a eso se une, en los 60, el establecimiento de un nuevo sexo “normal”: el estadísticamente normal, el que hace la mayoría. Pero ¿cómo se puede medir estadísticamente? Por la frecuencia: cuántos orgasmos, cuántas cópulas, cuántas experiencias homosexuales, cuántas parejas sexuales. Y eso hace que la normalidad sea una determinada frecuencia por debajo o encima de la cual nos estamos saliendo de la norma. Y ahí seguimos, entendiendo que salirse de la media indica que se tiene un problema: por encima de un determinado número de veces es adicción, que por debajo es “deseo hipoactivo”.
La frecuencia unida a un nuevo “modelo recreativo” en esas mismas décadas lleva a que la experimentación se convierta en algo deseado socialmente: ¿Cuánta gente ha tenido experiencias sexuales desde entonces sólo por evitar que ser considerada “anticuada”? ¿Cuántas veces se ha ido contra el propio deseo para agradar, para cubrir las expectativas del grupo, de nuestras amistades, de una nueva pareja? Quizá nos hemos maltratado más de lo que hacía falta…
Asuntos sin resolver
Y así llegamos a los años 80 con un montón de asuntos sin resolver. Se seguía creyendo que en la vejez desaparece la actividad sexual. Se seguía creyendo que hay identidades, prácticas y sexualidades alternativas… porque hay una “normal”. Se seguía pensando en la masturbación como una experiencia sexual de segunda categoría. Se seguía considerando mejor tener “mucho de todo” (orgasmos, experiencias, tríos, orgías, etc.). Se seguía provocando unos problemas inmensos intentando encajar en los estrechos moldes de ser hombre o de ser mujer, sin más opciones. Se seguía pensado que una mujer que habla abiertamente de su deseo era algo extraño. Se seguía pensando en la obligatoriedad del orgasmo. Se seguía sin conocer bien, en detalle, los genitales propios y ajenos. ¿Cuántas de esas creencias siguen ahí desde los 80, desde hace casi 40 años?
Como si los asuntos no resueltos en nuestra sexualidad durante el siglo XX no fueran suficientes, en los 80 comienza el tsunami conservador en el que todavía seguimos. Se arrasa poco a poco con la educación sexual (la LOMCE ha conseguido eliminarla en un 100% en nuestro país), que ya se había limitado a “la charla del condón”, como si todo el alumnado fuera heterosexual, como si la sexualidad se redujese al “acto sexual normal” que había descrito Freud.
Desaparece la educación y lo único que queda en su lugar es el porno, algo tan fácil de criticar. El porno no ha hecho más que recoger lo que se habla en la calle desde mucho antes de que estuviese disponible 24 horas al día en internet: que todo el mundo folla durante horas, todos los días, con unos orgasmos inmensos. Ese —falso— listón que está colocado tan alto y al que nadie llega. Pero es que no queremos ser felices, queremos ser normales. Y se nos ofrece un único modelo.
Al mismo tiempo, el tsunami neoliberal y conservador nos ha hecho interiorizar la idea de que lo que nos pasa en nuestra vida es solo nuestra responsabilidad. Que si no conseguimos tener una vida sexual satisfactoria es algo que debemos solucionar, como si estuviese en nuestra mano tener más tiempo, tener menos trabajo, tener menos estrés, buscar nuestra propia educación sexual, resolver todas nuestras dudas… La idea de que todo el mundo tiene que ser perfecto al llegar a la cama y no importarle demasiado lo que suceda, que no haya demasiado drama, supone llegar a la cama con todas las prevenciones puestas… antes de elegir una pareja en la que depositamos todas nuestras expectativas.
¿El siglo de los amores?
Y así, década tras década, nos encontramos sin saber muy bien cómo resolver las complicaciones normales de todo el mundo… Seguimos creyendo que las complicaciones con las erecciones o para llegar al orgasmo de una manera concreta son extraordinariamente raras. Parece increíble que hayamos pasado por el “siglo del sexo” y que cientos de preguntas, a las que ya se les ha dado respuesta, se hayan mantenido igual de opacas un siglo más tarde, quizá gracias a una nula educación sexual y a la omnipresencia y peso simbólico de un único modelo de “sexualidad”.
Podría ilustrarse este proceso con el cambio que ha sufrido una tienda erótica de la calle Montera en Madrid: ha sustituido el nombre “sexshop” por “loveshop”. Habiéndose complicado todo “lo sexual” de semejante manera… ¿será el siglo XXI el siglo de los amores? Los amores frente al amor idealizado y reproductivo. Amores de muchos tipos, monógamos y no monógamos, con mil opciones abiertas a todas las identidades y prácticas, un afecto que no signifique necesariamente sentir atracción sexual, sin obligación de que haya que cumplir con una frecuencia de relaciones sexuales, sin que sea obligatorio tener un orgasmo.
Optar por el afecto quizá sea la respuesta a la insistencia durante un siglo en el que, al principio, se aseguró que una vida sexual activa —como si fuese una batería cargada— nos aseguraba la salud. Después se pasó a insistir en que nos haría felices si la practicábamos con una frecuencia “correcta”. Y se terminó diciendo que lo más deseable era tener todas las experiencias sexuales posibles. A la pregunta tantas veces repetida de si es posible el sexo sin amor, se ha terminado contestando que lo que también es posible es el amor sin sexo.
Sobre el autor:
Activista de las identidades, prácticas sexuales y relaciones no convencionales como "la mosca cojonera" desde 2006 en su blog en Golfxs con principios. Ha traducido numerosos textos sobre sexualidad no convencional, incluyendo dos libros, 'Ética promiscua' (2013) y 'Opening Up' (2015), las dos únicas guías prácticas para las relaciones abiertas en castellano, publicadas por editorial Melusina. Terapeuta sexual y de relaciones.
Este artículo fue publicado originalmente en Pikara Magazine y ha sido reproducido en este espacio bajo licencia Creative Commons.