24 de mayo 2022
La cuestión del aburrimiento lleva preocupando a la humanidad desde la Antigüedad. Los guerreros de las gestas homéricas lo sufrían en los periodos entre batallas. Platón temía ser aburrido para los demás, como se rumoreaba que lo era su maestro. Séneca se torturaba pensando en la posibilidad de que el aburrimiento desatase una oleada de suicidios entre los romanos.
Los Padres del Desierto se horrorizaban ante la expectativa de que los monjes, hastiados a la sexta hora del día, descuidasen las obligaciones contemplativas, y a los de la Iglesia les asustaba que el aburrimiento apartase a los hombres de fe de la senda de la virtud cristiana. Escolásticos como Santo Tomás creían que el aburrimiento podía causar una tristeza infinita en el alma.
El calvinismo alertaba de que cuando aparecía el aburrimiento se revelaba la ausencia de la gracia divina. Los ilustrados, después, pensaron que el que se aburría estaba desperdiciando el tiempo. A la altura del XIX, la aristocracia europea lo consideró como el mal du siècle, y, a principios del siglo pasado, se convirtió en un lamento generalizado entre los muros de las fábricas.
¿Nos aburrimos más que antes?
Desde hace algunas décadas, además, los expertos en salud mental destacan su vertiente patológica, y proponen terapias contra un mal que ha sido el lugar común de toda la historia de Occidente. ¡El gran castigo que nos enviaron los dioses para su divertimento!
No es un tema de actualidad; no nos aburrimos ahora más que antes. Al contrario, en los tiempos que corren, contamos con la mayor oferta de entretenimiento para evitar el aburrimiento que jamás se haya conocido. Una tan amplia que nos abruma, y ante la que, a menudo, dejamos que sea un algoritmo el que decida por nosotros cómo llenar el tiempo para no desperdiciarlo pensando en qué es aquello que deseamos verdaderamente.
Un malestar compartido
Sí es cierto, sin embargo, que en el siglo XXI disponemos de más medios para expresarnos acerca de su experiencia, y los aprovechamos para compartir nuestra desdicha en busca de consuelo. Cualquiera puede escribir una entrada de blog sobre el aburrimiento o usar las redes sociales para hacer patente su malestar.
Lo curioso es que las abundantes quejas a las que asistimos hoy no persiguen denunciar lo fastidioso o lo peligroso que es caer en sus garras, como se hizo antaño. En su lugar, se construyen sobre el anhelo de gozar de más tiempo para estar aburridos. No tenemos tiempo para el aburrimiento.
Desajuste entre necesidades y estímulos
Pero ¿quién en su sano juicio puede querer pasar el tiempo aburriéndose? Como explico en mi libro La enfermedad del aburrimiento, aburrirse es el correlato de un desajuste producido entre nuestras necesidades de estimulación cognitiva y lo estimulante que percibimos el entorno en el que estamos inmersos o una actividad con la que nos hemos comprometido.
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Este desequilibrio se traduce en una experiencia molesta, de las más dolorosas que nos afligen. Es ese sufrimiento el que nos hace reaccionar para buscar la forma de cambiar el presente y mandar al pasado lo que nos aburre. No podemos –ni deseamos– quedarnos atrapados en este angustioso estado. La demanda de tiempo para el aburrimiento radica en una confusión de los términos.
Tiempo de poder o de deber
Lo que en realidad ansiamos es aumentar nuestro tiempo de poder en detrimento del tiempo del deber. No aspiramos a disfrutar del tiempo aburriéndonos, ¡tremendo oxímoron!, sino colmándolo de elecciones significativas y satisfactorias, incluso si estas implican no hacer nada por voluntad propia.
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El ser humano se realiza en el estar, pero también en el hacer. El aburrimiento se manifiesta en el estar sin hacer, cuando queremos estar haciendo, y en el hacer por la fuerza, cuando lo que nos gustaría es estar estando o haciendo otra cosa. Al habitar el tiempo del poder, lo último que esperamos es asomarnos al abismo de la nada que es el aburrimiento.
Exceso de algoritmo y escasez de pensamiento
Hablemos con propiedad. Admitamos que, en la sociedad de la hipervelocidad y la sobreestimulación, arrastrados por el torrente productivo de capital económico y cultural, estamos sobrepasados de hacer y estar por la fuerza, agotados frente a la dictadura del me gusta, sedientos de libertad y de experiencias genuinas, pero no ávidos de aburrimiento. El tedio no nace del tiempo libre autoprescrito, sino de la ausencia de su posibilidad, acusada por las imposiciones que hemos abrazado en nuestra cotidianeidad.
“¡Ojalá tuviese tiempo para aburrirme!”
Disculpe, pero usted ya es víctima del aburrimiento. Cuando alcance su objetivo, ¿estará preparado para responsabilizarse del gran acto de emancipación que supone aumentar su tiempo del poder, o, una vez logrado, volverá a ser presa del aburrimiento por exceso de algoritmo y escasez de pensamiento?
*Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original. Josefa Ros Velasco, Investigador Postdoctoral MSCA en Estudios de Aburrimiento, Universidad Complutense de Madrid.