Yader Luna / Enviado especial
25 de junio 2023
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CONFIDENCIAL conversó en Ucrania con víctimas de los ataques y torturas del Ejército de Rusia. Más de 300 fueron encerrados 25 días en un sótano
Residentes de Yahidne encerrados en el sótano de la escuela local el día de su liberación el 30 de marzo de 2022. Foto: Olha Meniailo | Cortesía de The Reckoning Project
Desde Kiev, Ucrania. En una puerta verde de la fría habitación del sótano de una escuela, Valentina Danilova, una maestra de jardín de infantes, fue dibujando, con un carbón negro, un calendario. Lo hizo para registrar los días de encierro que ella vivió, junto con más de 360 personas, cuando militares del Ejército de Rusia invadieron Ucrania. A ambos lados de la puerta, en unas paredes blancas desconchadas, fue anotando a las víctimas. A la izquierda anotó los nombres de siete personas asesinadas por los soldados rusos. A la derecha escribió los nombres de diez personas que murieron a causa de las duras condiciones en el sótano.
“¿Te acordaste de anotar el día?”, le preguntaba todas las mañanas el niño de cinco años que estaba a su lado. Fueron 25 días los que ambos compartieron ese espacio cerrado, sin ninguna ventilación, con francotiradores amenazándoles.
Pero la invasión a Yahidne, un pueblo al norte de Ucrania ubicado a 150 kilómetros de la capital, Kiev, duró 27 días en total. “Fueron las horas más tristes de mi vida”, repite esta maestra ahora jubilada.
Valentina detalla que siete días después del inicio de la invasión a Ucrania, el 3 de marzo de 2022, su marido salió a tirar la basura. Pero pasó un buen tiempo y no regresaba. Entonces ella se preocupó, miró por la ventana y escuchó el ruido de motores de varios vehículos. Aunque sabía que los rusos estaban invadiendo el país nunca los esperó tan pronto. “Pero vi en los vehículos símbolos rusos y supe que eran ellos”, dice.
Cerró la ventana y recibió una llamada de su marido. “Son ellos, los rusos ya están aquí”, le dijo mientras le explicaba que iría a resguardarse en la casa de unos familiares al otro lado del bosque.
Minutos después escuchó disparos. Pensó que había algún tipo de resistencia. Aunque sabía que era peligroso volvió a asomarse y comprobó que eran los militares rusos disparando a las ventanas. La madre de Valentina, una anciana de 83 años, empezó a temblar. “Ella sentía que nos iban a fusilar a todos”, relata.
Esa noche, los rusos dejaron encendidos los vehículos, que incluían tanques, y hacían sonar con furia, una y otra vez, los motores. De repente empezaron a abrir a la fuerza las puertas de las viviendas.
—¿Quién está aquí?—preguntaron los militares a Valentina.
—Solo somos dos ancianas—respondió.
Revisaron toda la vivienda. Se llevaron lámparas, baterías, teléfonos. Pero dos jóvenes rubios y altos volvieron para revisar la refrigeradora. Solo encontraron un poco de borsch, una sopa roja típica cuyo ingrediente principal es la remolacha. “Me pidieron que les cocinara más”, recuerda Valentina.
Por la mañana, ocho militares llegaron a ducharse a su casa. Uno de ellos decidió interrogarla. “Me preguntó qué opinaba de la guerra, me decía que habían venido a liberarnos de los nazis, pero se molestó cuando le dije que a quienes íbamos a sacar a tiros era a ellos porque estaban invadiendo nuestro país”, explica.
Dos días después empezaron a sacar a todos los vecinos de sus casas y los llevaron al sótano del colegio que está a unos 50 metros de su casa. Los obligaron a llevar a los ancianos y enfermos en carretillas. “Al principio éramos unas 35 personas, y me encontré a mi marido”, explica Valentina. Poco a poco fueron llegando más personas, hasta que todo el pueblo de Yahidne, ubicado cerca de la frontera con Bielorrusia, fue encerrado en el sótano.
Más de 300 vecinos, entre ellos un bebé de dos meses y una anciana de 93 años, pasaron por el mismo infierno: días de encierro, muerte y pavor en una superficie de 197 metros cuadrados divididos en varias salas.
El espacio era tan estrecho que solo los niños y los ancianos podían acostarse en unos camastros improvisados. El resto se tenía que dormir de pie o sentados en una silla. Solo los dejaban salir para ir al baño por el día algunas veces, pero la mayoría del tiempo debían hacer sus necesidades en dos cubos. Todo en oscuridad total porque cortaron la electricidad, aunque en las dos plantas de arriba de la escuela se escuchaban bullicios y fiestas de los soldados rusos.
“Apenas había espacio para estar sentados, además se escuchaban todo el tiempo bombas afuera. Era imposible dormir”, recuerda Valery Polgui, diputado del consejo del pueblo que también sufrió el encierro.
La mayoría de fallecidos durante el encierro eran ancianos. No está claro de qué murieron, pero Valery cree que algunos lo hicieron sofocados. “Aunque era una época muy fría, en el sótano sudábamos porque era demasiada la aglomeración. Muchos se enfermaron por el polvo de las paredes”, recuerda.
Cuando las personas morían, sus cadáveres no podían ser sacados del sótano. Los soldados rusos lo impidieron. “Tuvimos que convivir con esos cuerpos a veces por días, hasta que se empezaron a descomponer fue que dejaron que los enterráramos”, menciona.
A algunas mujeres se les permitió algunas veces salir a cocinar a sus casas, pero todo según los caprichos de los soldados rusos. La mayoría del tiempo solo las dejaban cocinar afuera de la escuela. A veces algunos soldados rusos compartían de sus raciones un poco de comida, cuyas cajas se pueden ver aún tiradas por toda la escuela.
“Pero una vez les dieron a los niños un pan lleno de moho. En otra ocasión nos dieron unas cajas de comida llenas de combustible que se les derramó”, recuerda Valentina. Pero en medio de la desesperación tuvieron que limpiar y lavar todo eso para comerlo. Todo mientras eran grabados por los celulares de los soldados.
Valery explica que los militares rusos todo el tiempo los querían humillar. “Nos querían obligar a cantar su himno”, ejemplifica. El mismo 3 de marzo ejecutaron a Anatoliy Yaniuk, un joven de 30 años que se negó a acostarse en el suelo frente a ellos.
“Estoy en mi propia tierra y no me acostaré delante de tí”, fueron sus últimas palabras, según relataron varios vecinos a su madre.
Fue hasta el 30 de marzo, luego de 27 días de haber tomado las cinco calles del poblado de Yahidne, el pequeño poblado que limita en un extremo con un enorme bosque de pinos y en el otro con la carretera Kiev-Chernihiv, que los soldados rusos iniciaron su retirada. Ese día les prohibieron salir y los encerraron con candados.
—Si alguien se acerca a la puerta le disparamos— les advirtieron.
Valentina y Valery recuerdan que escucharon ruido de vehículos, tanques y maquinaria cerca de la escuela. Pero de repente les pareció que se alejaban. Pasado un tiempo, un grupo de hombres pateó las puertas y salió a ver qué pasaba. No quedaba nadie.
“Cuando llegaron nuestros soldados ucranianos nos sentíamos demasiado felices. En algún momento no pensábamos que lograríamos sobrevivir”, afirma Valentina.
Un día después de haberse tomado el poblado de Yahidne, los militares rusos empezaron a atacar con mayor fuerza a la ciudad de Irpín, ubicada a ocho kilómetros de la capital. El edificio donde vive la docente universitaria Lyudmyla Dyshkant-Kunytska fue alcanzado por un misil ese 4 de marzo de 2022.
El ataque a su edificio apresuró los planes para salir. El 6 de marzo, ella, su esposo, su mamá y su suegra iban en el auto junto a una caravana de doce vehículos. Pusieron letreros con las palabras “niños” y “evacuación” en puertas y ventanas de los carros.
Tomaron otro camino porque desde el 25 de febrero de 2022, para evitar que las tropas rusas ingresaran a Kiev, a través del río Irpín, el Ejército ucraniano había volado el puente cerca de Romanivka. Pero en el camino se encontraron repentinamente un tanque ruso y las mujeres decidieron agacharse.
Después de unos minutos empezaron a escuchar disparos, pero no entendían de dónde llegaban. Chocaron contra el carro que iba delante porque fue despedazado por una granada que mató de inmediato a dos hombres, familiares del esposo de Lyudmyla. Sobrevivieron una mujer y un niño de año y medio.
“En nuestro automóvil fallecieron de inmediato mi madre y mi suegra”, relata con lágrimas Lyudmyla. Cree que la balacera duró unos cinco minutos.
A su madre, una bala le dio en el cuello y se empezó a desangrar. “Cuando estábamos saliendo del carro mi mamá también abrió la puerta, pero simplemente cayó al costado sobre la carretera. Entiendo que se ahogó a los pocos segundos”, relata.
“Le pedí a un soldado ruso que comprobara si tenía pulso y él se acercó, la revisó y simplemente le puso la capucha de la chaqueta sobre su cabeza y me dijo que era todo”, detalla esta docente de matemáticas. A su suegra tampoco la pudieron levantar del asfalto.
Los militares rusos justificaron la masacre diciéndoles que “creían que eran militares ucranianos y por eso los atacaron”. Además, les decían que ellos solo estaban “cumpliendo con su trabajo”.
Los obligaron a bajar de los carros y les anunciaron que estaban quedando como prisioneros mientras les quitaban sus teléfonos. De inmediato los retuvieron durante una hora en una casa. “Ellos repetían muchas veces que no sabían qué harían con nosotros, hasta que nos dijeron que nos dejarían marcharnos”, indica Lyudmyla.
“Cuando preguntamos por los cuerpos de nuestros familiares a todos nos dijeron que nos largáramos antes de que cambiaran de opinión y se arrepintieran de dejarnos ir”, recuerda. Fue hasta un mes después que lograron encontrar en una morgue los cuerpos de su madre y su suegra.
La mañana del 23 de agosto de 2022, Olena Naumova luchaba por respirar sentada en el asiento trasero de un vehículo conducido por la ciudad de Jersón, al sur de Ucrania. Una bolsa de plástico con la que la taparon apretaba su cuello. Pero podía observar a los tres militares rusos que la habían secuestrado.
Esta mujer de 57 años, maestra de preescolar, es una famosa tiktoker que ganó notoriedad, durante los nueve meses de ocupación rusa, porque participó en protestas y realizó transmisiones desde las calles de su ciudad. En los videos se burlaba de los soldados rusos.
“Has dicho suficiente como para ser procesada y nos la llevamos y usted sabe por qué”, escuchó Olena que le decía uno de los militares rusos cuando era trasladada a una sala de tortura.
Fueron once días que estuvo encerrada en un sótano en el que solo había dos sillas y un montón de basura. En ese tiempo la interrogaron varias veces y una vez le pegaron en la cara. “Pero a otras mujeres más jóvenes las golpearon mucho más que a mí”, asegura.
Le exigían que diera nombres de manifestantes, sobre todo de los llamados “blogueros patrióticos ucranianos”, como ella era definida. En su mente trataba de recordar nombres de personas que sabía que estaban fuera de Ucrania. Fueron los únicos nombres que dio.
“Querían quebrantarme, pero no lo lograron”, me dice Olena a mí y a una colega chilena, mientras realiza una transmisión en vivo a sus seguidores. No para de saludarlos, de explicarles que sigue contando su historia, de hacerles gestos de corazones y agradecerles su sintonía.
Olena recuerda que los primeros días de la invasión rusa, llegaron a la ciudad desde todos los puntos cardinales y aunque los militares ucranianos y la población intentaron resistir “no estaban preparados”.
“Por eso muchos huyeron y en el centro de la ciudad, un grupo de soldados de Jersón fueron fusilados. Los cuerpos de ellos, la mayoría jóvenes, quedaron ahí porque los rusos no dejaban enterrarlos ni recogerlos”, detalla.
Hasta que un sacerdote local pidió a los militares rusos al menos cubrir esos cuerpos con tierra. Esos días, recuerda, no había nadie en las calles, todos estaban encerrados en sus casas.
Pero los vecinos empezaron a crear chats en Telegram para informar sobre donaciones de alimentos y de medicinas. “Empecé a viajar en bicicleta por la ciudad para compartir lo que tenía, doné todo mi botiquín”, apunta.
También se organizaron para protestar el 6 de marzo de 2022, en la plaza principal de Jersón, y aunque los militares rusos ofrecieron ayuda humanitaria en ese momento la población se negó a recibir algo. “No queremos nada de los ocupantes”, les gritaban.
El 13 de marzo es una fecha simbólica para la población de Jersón. Ese día, en 1944, la ciudad fue liberada de los nazistas alemanes. Cincuenta y ocho años más tarde, en 2022, sin ninguna organización los pobladores volvieron a salir a las calles. “Salimos todos con nuestras banderas de Ucrania, a pesar que había un montón de tanques blindados y soldados rusos. Sabía que éramos patriotas, pero nunca imaginé que en una ciudad que hablaba ruso, podíamos protestar miles”, sostiene Olena.
Dice que gritaban: ¡Slava Ukrayini! (¡Gloria a Ucrania!”).
Olena expresa que durante su cautiverio los soldados rusos conectaron cables a sus codos, le lanzaron agua sobre la cabeza, aunque nunca llegaron a utilizar corriente eléctrica. Lo hicieron para que confesara dónde había escondido su verdadero teléfono, porque el que llevaba consigo apenas tenía información.
“Me maltrataron hasta que les dije donde lo había escondido”, relata. Incluso cree que la drogaron después de uno de los interrogatorios.
—¿Nos llamaste perros cerdos rusos?—le cuestionaron los soldados.
—Lo hice—respondió Olena.
—¿Dijiste que Jersón es Ucrania?—le insistieron.
—Lo hice—contestó.
Aunque no la volvieron a interrogar, llegaba a escuchar los gritos de otras personas a quienes torturaban.
El 2 de septiembre de 2022 fue obligada a grabar un video en el que pedía disculpas al pueblo y al Ejército ruso. Además, la obligaron a firmar un documento en el que afirmó nunca haber sido objeto de violencia ni psicológica ni física. Posteriormente fue llevada a su casa, de la que huyó para esconderse hasta que Jersón fue liberado por el Ejército de Ucrania.
El 3 de abril de 2023, el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski visitó el poblado de Yahidne y en su discurso insistió en querer la paz, pero afirmó que sólo se logrará “ganando en el campo de batalla en nuestro país, en nuestra tierra, para detener a Rusia”.
“Putin debería pasar el resto de sus días en un sótano con un cubo”, sentenció el mandatario ucraniano después de entrar al sótano de la escuela en que las tropas rusas mantuvieron encerrados a sus pobladores.
Lo mismo demandan Valentina, Valery, Lyudmyla y Olena. Todos ellos quieren justicia por los días de terror que vivieron, por los muertos que eran sus vecinos, sus amigos, sus familiares.
El edificio de la escuela, desde entonces, sigue intacto como una escena de un crimen. Ahora los niños asisten a una escuela en un poblado vecino y las autoridades ucranianas quieren volver este lugar un museo para recordar.
Quedan los rastros de los rusos por todos lados: cajas de raciones de comida, botellas de vodka, ceniceros, mucha basura. Pero también las muestras de dignidad de los ucranianos: los dibujos de los niños en las paredes, las palabras del himno garabateadas, frases de resistencia pintadas con crayones, el calendario que Valentina dibujó.
“No nos sentimos estrellas famosas porque vienen muchos periodistas a entrevistarnos. Nos hace sentir infelices, porque nos gustaría no haber vivido esto y tenemos que mostrar esto cada vez, bajar de nuevo a este lugar”, confiesa Valery mientras recorremos el sótano de la escuela iluminando con las luces de los teléfonos.
“Pero entendemos que es nuestra obligación contar esto para que el mundo sepa qué pasó”, agrega mientras enciende un cigarro para alejar a los mosquitos que nos rodean.
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Periodista nicaragüense, con dos décadas de trayectoria en medios escritos y digitales. Fue editor de las publicaciones Metro, La Brújula y Revista Niú. Ganador del Grand Prize Lorenzo Natali en Derechos Humanos.
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