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Capítulo VIII: En el atrio de Caifás

Colaboración Confidencial

17 de enero 2018

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Saltó en el interior de su ser el deseo de estrujarme, de deshacerme. Y yo estaba ahí, en una noche secreta, solo, inocente, inerme. Mi enemigo se presentaba tal cual era.

Pedro Joaquín Chamorro

Una noche me llegó la hora.

Jugábamos "casino" con un viejo mazo de naipes introducido por medio de un albañil que trabajaba en el cuartel, y mientras nos hallábamos momentáneamente abstraídos y olvidados de todo, sonaron las llaves junto a la puerta. Hubo un ligero titubeo, y después de ceder el candado, alguien metió la cara por la hendija.


—Chamorro... Pedro Joaquín... —­llamó.

­—Sí, señor.

­—Vístase.

Ese breve y seco diálogo dejó la estancia en el más absoluto silencio, solo interrumpido por los pasos de los compañeros que buscaban una camisa, el raquítico paquete de cigarrillos para dármelo entero, junto con tres o cuatro fósforos y unas palmadas para indicarme que estarían conmigo. Lo más que uno podía llevar en el viaje.

Afuera llovía. Los soldados, cubiertos con sus capotes de campaña brillando bajo las luces de los focos o semiocultos, daban a la noche un aspecto más lóbrego. El piso estaba resbaloso y en la covacha de los oficiales se veían lejanamente las mismas caras de los hombres dedicados al pocker, eterna y tranquilamente dedicados al pocker, mientras a su alrededor se tejía la tragedia.

Los dos oficiales que me acompañaban caminaron junto conmigo hasta un desvencijado jeep, en el cual nos acomodamos, ellos adelante y yo atrás, emprendiendo una difícil marcha porque el vehículo se negaba continuamente a obedecer, sobre todo a subir las empinadas cuestas que comunicaban la Tercera Compañía con el propio Palacio Presidencial. Después de repetidos esfuerzos los oficiales decidieron bajar, camino de Managua, para subir por la calle principal, por el final de la Avenida que el Gobierno llamaba Roosevelt, y el pueblo de Nicaragua, César Augusto Sandino. Era otro contraste.

Los innumerables retenes de soldados encapotados y armados de subametralladoras que íbamos pasando, encendían sus lámparas de mano y las volcaban sobre el interior del vehículo; buscaban, buscaban siempre algo que no fuera lo de rutina para informar o detener, porque la búsqueda en la tiranía de los Somoza no terminaba nunca, y las investigaciones se hacen aún en los vehículos militares, tripulados por gente de servicio en la misma Casa Presidencial.

El jeep logró subir la última cuesta y se detuvo frente a la escalinata principal del Palacio de Tiscapa, por la cual entramos los tres: un oficial delante, yo en medio, y el otro detrás de mí. Pasamos por un salón en donde descansa sobre una mesita forrada de terciopelo rojo, cubierta con un vidrio, la réplica del sable de San Martín, que el depuesto dictador de la Argentina, Juan Domingo Perón, regalara a Somoza.

Las luces hacían brillar espléndidamente todo, y el mobiliario resaltaba con más lustre a mis ojos, acostumbrados a la penumbra después de cuarenta días de encierro en el "galillo"; el piso semejaba un enorme espejo de colores, y el espacio aparecía a mi imaginación in­menso, porque mecánicamente yo tendía a compararlo con el incómodo encierro de donde procedía.

Desde el fondo de la sala, en un lugar más pequeño, cuya entrada custodiaba un sargento armado de ametralladora y cuya puerta estaba a medio cubrir con una cortina negra recogida, detuvo nuestra marcha, de la manera más inesperada e impresionante, un estruendoso grito:

­—¡TENIENTE PARRALES! ¿QUÉ LE PASA...? ¡LLÉVELO POR ATRÁS!

El aludido, que iba delante de mí, se detuvo en seco, con el semblante pálido, queriendo aparentemente dar una explicación. En ese momento, detrás de la cortina pude ver las figuras de dos hombres sentados ante la mesa.

Uno de ellos, el coronel Carlos Silva, bajito, achinado, cobrizo, retrato fiel de un japonés con la cabeza baja y un legajo de papeles en la mano; escuchaba al otro, alto, gordo, con el rostro reluciente de ira y los ojos negros sombreados de ojeras; era el que había gritado: se llamaba Anastasia Somoza Debayle.

Se había puesto de pie, junto a la mesa, y su mirada fija por un instante en mí, dejó pasar una expresión de siniestra alegría, como de frenesí causado por el próximo placer de un encuentro que habían aplazado las circunstancias; de una venganza que desde hacía mucho tiempo estaba postergada.

Fue desde ese primer instante que adivinó mi presencia, desde que olió mi persona —como olfatean los felinos—, que saltó en el interior de su ser el deseo de estrujarme, de deshacerme. Y yo estaba ahí, en una noche secreta, solo, inocente, inerme. Mi enemigo se presentaba tal cual era.

Pude comprenderlo perfectamente bien y no tengo la menor duda en afirmarlo, porque no hubo en él ningún disimulo. Se había dejado arrastrar, en mi presencia, por un extraño sentimiento de destrucción que no cabía en su ser.

Parrales y yo, casi identificados en ese momento, dimos marcha atrás, y él me condujo a un lado de la Casa Presidencial donde los hermosos mosaicos de colores terminaban, para dar sitio a una callejuela pavimentada, especie de atrio, o garaje descubierto, donde se hallaban estacionados varios automóviles de la familia; era la salida de servicio correspondiente a la oficina que habíamos dejado, con acceso a ella por una pequeña puerta que comunicaba también con el "Cuarto de Costura", convertido, según debería saber unas horas más tarde, en innoble cámara de tortura.

La hora y el sitio me daban la impresión del atrio de Caifás. Había uno vivo movimiento de criados que entraban a cumplir sus quehaceres. También pasaban soldados hoscos y encapotados conduciendo a sus prisioneros.

Hacía frío. La oscuridad penetraba todos los rincones, interrumpida sólo por un haz de luz procedente de una puertecita, que se habría de vez en cuando.

Quedamos en el atrio, haciendo espera, yo y dos personas más a quienes nunca he vuelto a ver en mi vida: uno de ellos viejo y con la barba crecida, golpeaba los nudillos de la mano contra la pared, pretendiendo hacer música; el otro era un campesino que llegaba inmediatamente después de mí, con un envoltorio de papel periódico en la mano y que permaneció situado a dos o tres varas de distancia del lugar en que me dejó Parrales.

Parrales dijo simplemente a un soldado que hacía turno:

—Aquí está éste... para el coronel —y se fue.

Durante la espera, el frío se hizo más intenso. Con frecuencia pasaban delante de nosotros soldados y oficiales que se arrimaban a vernos las caras con sorna, dejando entrever en forma cruel y burlesca lo que nos esperaba.

Desde dentro de la "Sala de Costura" o de la oficina del propio coronel Somoza Debayle, salían los ecos de conversaciones agitadas y se escuchaban nítidamente gritos que semejaban voces de mando, o carcajadas nerviosas. Los que iban y venían entraban por la puerta pequeña, o hacían corrillos para hablar en secreto. Era un mundo extraño con el que yo nada había tenido que ver y del que siempre había deliberadamente huido. Pero ahí estaba yo. Y ese mundo me era hostil.

Al rato de estar sentado en el pretil del atrio, se me acercó un sujeto, con cara de pocos amigos, que dijo, luego de mirarme detenidamente:

—¿Quién sos vos...?

—Pedro Joaquín Chamorro —dije yo.

—Pasá por aquí, pues —repuso sonriendo y abriendo suavemente la puerta del "Cuarto de Costura".

Lo hizo como si se tratara de un juego, como si tuviera plena conciencia de que era un gesto necesario de cortesía que debía siempre de hacerse en la frontera que separa lo natural de lo horrible, porque él sabía bien seguramente que esa era la última, definitivamente la última cortesía que había necesidad de gastar. Por eso fue tan suave y hasta sonriente, pero con esa sonrisa que recuerda el gesto del hombre que está tendiendo una emboscada, del que toma la mano de un enemigo para torcérsela y dejarle ir el golpe. Era un hombre consciente de su deber.

Yo atravesé la puerta con un 'escalofrío y a sabiendas del camino que llevaba; pero cuando el escalofrío se desvaneció a lo largo de todos los miembros de mi cuerpo, sentí un inmenso alivio.

Estaba cierto de que me iba a torturar. Y cuando uno estaba cierto de no poder evitarlo, tiene la misma sensación del enfermo que se encuentra ya en la sala de operaciones:

­—Mientras más pronto, mejor... ¡quizá no duela tanto como dicen!

Y desde ese momento, todo el mundo normal que uno acaba de dejar, desaparece. Se torna pequeño, casi irreal, porque el hombre se concentra en sí mismo, y comienza la gran lucha por la integridad del honor... y de la vida.

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