Yader Luna / Enviado especial
20 de junio 2023
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Mientras su población trata de volver poco a poco a la normalidad, los bombardeos diarios les recuerdan que están en guerra
En muchos lugares públicos de Ucrania, se han instalado museos itinerantes que retratan la guerra. Foto: Yader Luna | Confidencial
Desde Kiev, Ucrania.- Son las 2:42 de la mañana. Voy en el tren de Polonia rumbo a Ucrania, único medio de transporte desde el inicio de la guerra. La hora de llegada es aproximadamente las siete de la mañana del 28 de mayo. El vaivén me despierta y tengo un mensaje en el celular: “Las fuerzas de defensa aérea ya han destruido más de 20 vehículos aéreos no tripulados que se desplazan hacia Kiev. Pero una nueva ola de drones está llegando a la capital”. Con eso tengo suficiente para no dormir el resto del camino.
Al llegar a Kiev, la capital de Ucrania, es domingo y las calles lucen vacías. Las autoridades confirman que durante la noche controlaron el ataque de drones “más importante” lanzado sobre la capital desde el comienzo de la invasión rusa, hace ya 15 meses.
“En total se registró un número récord de drones explosivos lanzados: ¡54!”, informaron las autoridades de Ucrania en Telegram, afirmando haber “destruido 52”. Al menos unos 40 fueron lanzados sobre Kiev, resultando dos personas fallecidas y tres heridas.
La alerta aérea duró cinco horas. Por eso la ciudad tarda un poco en despertar. Pero cuando el sol calienta y las horas pasan, las calles empiezan a llenarse. Las cafeterías lucen abarrotadas, la gente pasea a sus perros, mujeres caminan con sus niños, las tiendas de ropa tienen mucha clientela. Los ucranianos tratan de llevar una vida “normal”.
“Es una forma de derrotar a los rusos, hacerles saber que estamos aquí en nuestro país y no nos vamos a dejar robar nuestra tierra”, me dice Maksym Shaposhnyk, un joven que bebe cerveza en una terraza llena de más personas de su edad.
A él la guerra le arrebató a uno de sus mejores amigos, Mykola Kurochka, un joven de 25 años, asesinado el 28 de mayo de 2022, tan solo cuatro días después del inicio de la invasión. “Tiene su página en Wikipedia para honrar su memoria”, me dice mientras me muestra su fotografía.
“Con él siempre nos juntábamos a jugar fútbol, fuimos juntos a la escuela y éramos vecinos”, afirma. Dice que incluso él sabe que en algún momento será llamado a combatir. “Quizás busque lo menos peligroso y por un buen salario de unos 3000 dólares al mes, realmente me lo estoy pensando”, bromea.
Los bares en la calle Jreschátyk, una de las principales del centro de Kiev, empiezan a cerrar. Dos horas más tarde empieza el toque de queda y las calles quedan totalmente vacías hasta las cinco de la mañana que pueden volver a salir. Pero la noche para los ucranianos apenas empieza.
Para los ciudadanos de Kiev, mayo fue el peor mes de los ataques rusos. Casi todas las noches los rusos lanzaron misiles y drones. “Es imposible dormir así”, dice un joven ucraniano en un video en TikTok con un filtro que lo hace ver con unas ojeras terribles. Nada alejado de la realidad. Son decenas quienes usan las redes sociales para burlarse de su tragedia. También hay quienes comparten videos de sus perros temblando de miedo con el sonido de los misiles derribados. O el caso de unos estudiantes que compartieron su baile de graduación en un refugio, mientras la ciudad era bombardeada.
“Todos los ucranianos están resintiendo estos ataques en su vida diaria”, explica Oscar Sluschenko, un joven que trabaja como voluntario brindando atención psicológica a ciudadanos de Ucrania.
Detalla que “hay mucha ansiedad en la cabeza de niños y adultos” y hay días en que la gente “no quiere hacer nada”. En las calles la gente siempre habla de la guerra. “Es un tema recurrente”, explica.
Este joven, que también trabajó como bartender en Brasil hace unos años, afirma que la imagen que hay de Ucrania en el exterior es que creen que “en todas las ciudades, a la misma hora, hay bombardeos”. Pero la verdad, confiesa, es que “los ucranianos en año y medio aprendimos que la vida debe continuar, hacer cosas ordinarias, aunque sea a otro ritmo, pero necesitamos eso para vivir”.
Sin embargo, las alarmas que suenan casi todas las noches, y a veces en el día, alertando a los ciudadanos que se deben proteger en los refugios, les recuerdan que la guerra aún no termina. “La más larga y compleja de los últimos cien años”, como la definió en entrevista con CONFIDENCIAL, el presidente ucraniano, Volodímir Zelenski.
En Kiev se vuelve común el sonido de una sirena por toda la ciudad. En ese momento algunos locales, incluyendo hoteles, anuncian por altavoces que hay que buscar el “shelter” (refugio) más cercano. También las alertas llegan por aplicaciones como Telegram, un gran aliado para informar sobre lo que ocurre en el país.
La mayoría de los ataques son nocturnos, pero a veces ocurren a cualquier hora del día. “Es una guerra psicológica también”, me dice Kristina Bohdiazh, la interprete que me acompaña.
Con ella estaba, cuando suena la alarma al momento de terminar la entrevista con una maestra sobreviviente de un ataque ruso en los primeros días de la invasión. Tenemos 15 minutos para protegernos. Decidimos dejar el colegio, que tiene su propio refugio, para buscar la estación de metro más cercana.
“Sirena de ataque de aire despejada. Esté atento a los informes y regrese al refugio si la sirena vuelve a sonar”, es el mensaje que llega en el canal oficial de la ciudad cuando la alerta termina. A veces los ataques duran minutos, otras veces, eternas horas.
Algunas veces te toca intentar dormir en los refugios, que algunas noches están llenos, otras no hay mucha gente. También a veces el cansancio te gana y no hay alarma que te despierte. Aunque en mi caso eso solo me pasó una vez. En cada habitación del hotel hay altavoces avisando sobre cada alerta. Con quien uno hable, te advierte que hay muchos ucranianos que han empezado a ignorar las alarmas. “Es un error confiarse”, te repiten.
No hay nadie en Ucrania que no esté haciendo algo para ayudar a su país frente a la invasión. Desde ayudar a vecinos que se quedaron sin vivienda o donando con sus compras de combustible o en tiendas para ayudar a la defensa ucraniana.
Taras Chmut, es el director de la Fundación “Come Back Alive” (Vuelve con vida) que reúne fondos y provee apoyo a las fuerzas armadas. Compran muchos equipos de defensa militar y han logrado recaudar más de 200 millones de dólares en donativos. Desde entonces se ha convertido en uno de los hombres más populares de Ucrania.
Explica que el 80% de sus donaciones son de ciudadanos comunes y un 20% de empresas. Casi todo el dinero que han recaudado es de personas que se quedaron en Ucrania.
“¿Sueña con el día en que su fundación ya no sea necesaria para Ucrania?”, le pregunto. De inmediato replica que ellos nacieron antes de la guerra y su única intención no es proveer armas. “Antes de la invasión lo que hacíamos en un 70% era analizar el rol de nuestras Fuerzas Armadas y desde ya hemos iniciado un proceso de desminado en el país que nos llevará años terminar”, explica. Se calcula que un 30% del territorio de Ucrania tiene minas antipersonales.
También hay quienes dejaron su vida para sumarse a ayudar como Gennadiy Druzenko, un abogado cofundador del “Pirogov Primer Hospital Móvil Voluntario”, una organización no gubernamental de profesionales de la salud civiles que brindan atención médica en la primera línea de la guerra en toda Ucrania.
Empezaron a trabajar desde 2014 cuando los rusos ocuparon los territorios de Donetsk y Luhansk. En la organización se involucró de inmediato su esposa, Svitlana Druzenko, que es doctora.
“Desde el primer día de la invasión, nuestros voluntarios han sido de los primeros en ir a las zonas de combate de todo el país, arriesgando sus vidas para atender a civiles y combatientes heridos”, explica.
Incluso han atendido soldados rusos heridos. “Que son dejados tirados por sus mismos compañeros”, apunta. Funcionar cada mes les cuesta unos 100 000 dólares y calcula que rescatar heridos tiene un valor entre 40 a 60 dólares. “Un precio muy barato”, insiste.
Pero en Ucrania también se convive con el dolor. El padre Andrii Holavin, es el párroco de la iglesia ortodoxa ucraniana en Bucha, un pueblo al norte de la capital, convertido en un referente de la barbarie cometida por los invasores rusos contra la población ucraniana.
Es alto, delgado, viste una túnica gris y lleva en su cuello un enorme rosario de madera. En la imponente iglesia blanca con cúpulas doradas, que preside, celebró muchas misas fúnebres para los asesinados.
“En la región de Bucha fueron asesinadas 416 personas. Muchos de los cuerpos fueron encontrados en las calles y la fosa común más grande estaba precisamente junto a la iglesia. Aquí había 116 personas enterradas, entre ellas 30 mujeres y dos niños”, detalla el religioso ucraniano señalando el extenso campo donde estaban enterrados y en el que colocaron un altar por su memoria.
También dice que encontraron restos de cuerpos que fueron identificados con pruebas de ADN y que corresponden a tres personas más.
Holavin explica que, a diferencia de otras ciudades ucranianas, en Bucha no hay tantos edificios dañados. “No van a observar grandes destrucciones aquí, porque aquí no había combates y no estaba nuestro Ejército. Los que murieron aquí fueron civiles que padecieron durante la ocupación”, afirma.
Desde marzo de 2022, cuando las fuerzas rusas abandonaron Bucha, las autoridades ucranianas y equipos forenses internacionales buscaron fosas comunes para contabilizar el número de civiles asesinados, que denunciaron como un genocidio. Rusia afirma que son “denuncias infundadas”.
Sin embargo, el sacerdote está ahí en la iglesia y montó una exposición con fotos que demuestran el salvajismo de los invasores rusos. Recorre cada fotografía y va rememorando sus historias. “Eran nuestros vecinos”, repite.
Se detiene y muestra la imagen del cuerpo de un hombre abandonado en la calle junto a su bicicleta y su perro. “Ellos dicen que son mentiras, y creamos un momento pues que pudimos poner ese cuerpo, que pusimos esa bicicleta ahí para la fotografía, pero ese perro triste al lado de su amo, no puede ser una invención”, sentencia.
Al igual que el padre Andrii Holavin, el capellán militar Andrii Zelinski, que pertenece a la Iglesia greco-católica, explica que es doloroso ver cómo los líderes de las iglesias rusas no han condenando la brutal masacre. Por el contrario, han bendecido a los militares rusos enviados a asesinar inocentes.
“En tiempos de guerra, mucha gente pierde la fe. Muchos muertos, muchos heridos, familias separadas”, lamenta.
Él ha sido testigo del dolor que vive la población, pues ha llevado consuelo a las zonas más afectadas desde las primeras invasiones rusas a Ucrania. “Esta guerra comenzó en 2014, es algo que ya estaba ocurriendo pero que muchos han querido ignorar”, asegura.
Por eso ambos religiosos son tajantes: “Para que pueda haber perdón, primero debe haber justicia”.
En las calles de Ucrania ya casi nadie habla ruso. Es una forma silenciosa de protestar contra la invasión. Por el contrario, quieren borrar todas las referencias a ese país.
Muestra de ello es el ahora llamado Arco de la Libertad del pueblo ucraniano, anteriormente conocido como Arco de la Amistad de los pueblos, un monumento de 35 metros de la época soviética situado a orillas del río Dniéper en la capital.
Desde 2018, un grupo de activistas por los derechos humanos pintó lo que asemeja una grieta en la parte superior del arco para representar el deterioro de las relaciones entre Ucrania y Rusia, tras la ocupación rusa en Crimea y del Dombás.
“Se han cambiado los nombres de calles que tenían nombres rusos”, me explica Kristina, mi intérprete ucraniana de 23 años, que se refugia en Kiev luego de la ocupación en el Dombás. Ella, junto con su esposo, Olekssi Otkydach, se han visto convertidos en acompañantes de periodistas internacionales. Utilizan sus redes sociales para informar qué pasa en Ucrania. Y lo hacen en español.
La guerra ha cambiado la vida de todos. Como la de Serhii Gerasymenko, un hombre de 35 años que estudió ciencias empresariales, y que estaba haciendo unos trámites en Rusia cuando empezó la invasión. Cuando regresó y se fue a ofrecer a la oficina de reclutamiento le dijeron que lo utilizarían “solo como transportista”.
Desde entonces recibió un año de entrenamiento militar en diferentes tipos de operaciones y ahora se siente uno más de la defensa del Ejército de Ucrania. Aunque admite que cuando hay constantes explosiones y bombardeos ha sentido miedo. “Pero creo que cada uno va a vivir el tiempo que le dio Dios y a eso me aferro”, asegura durante el encuentro que tenemos en el Arboretum Oleksandriya, ubicado en la ciudad de Bila Tserkva.
Comprende que no todos pueden ir a la batalla porque “si no están preparados, no van a ayudar mucho”. Aunque también comparte que a veces el cansancio es demasiado.
Este hombre, padre de dos niñas de ocho y doce años, confiesa que cuando era niño quería ser policía o militar. “Pero nunca me imaginé que iba a serlo”, indica.
“¿Y ahora qué te gustaría ser cuando termine la guerra?”- le pregunto.
“Solo me imagino descansando”- responde con una sonrisa tímida.
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Periodista nicaragüense, con dos décadas de trayectoria en medios escritos y digitales. Fue editor de las publicaciones Metro, La Brújula y Revista Niú. Ganador del Grand Prize Lorenzo Natali en Derechos Humanos.
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