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Y si Ortega no cumple... ¡Qué se vaya!

Reducido a gobernar sin reconocimiento nacional e internacional, Ortega ha puesto a la orden del día la consigna: ¡Nicaragua volverá a ser República!

Daniel Ortega en un acto oficial durante la celebración del Repliegue. Carlos Herrera/Confidencial.

Fernando Bárcenas

10 de junio 2016

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Cum parole non si mantengono li Stati

Maquiavelo

La demagogia, al fin, se paga cara

Al gobernante opresivo y reaccionario, que ejerce un control absolutista del Estado, hay que hacerle pagar caro su demagogia, exigiéndole que cumpla con sus promesas, una vez que éstas tienen sentido práctico para resolver una demanda urgente de la población.


No es que se piense que Ortega esté dispuesto o pueda cumplirlas, sino, por el contrario, se desea crear conciencia, en la práctica, de por qué razón, de sobrevivencia ciudadana, urge sacarlo del poder.

Los métodos, por leyes de la física, se deben corresponder dialécticamente con los fines. No existe, aunque algunos por pereza intelectual lo quisieran, un método metafísico “civilizado”, único, adapto siempre a todos los fines.

Cuando el demagogo, por impunidad reiterada, comete el gravísimo error de ofrecer, como gobernante, la solución inmediata a una crisis real, que implica necesidades angustiosas en la población, como es la falta de agua para consumo humano, y para la producción agrícola y la crianza pecuaria, en la práctica, él mismo gobernante hace imprudente agitación revolucionaria en su contra, toda vez que no logre ejecutar – una vez más - ni siquiera la fase inicial del proyecto de irrigación de la planicie del Pacífico, que ahora Ortega ha tomado públicamente como proyecto insignia de su gobierno.

Ortega se ha puesto a sí mismo, de manera evidente, como un obstáculo para resolver las difíciles condiciones de existencia de los ciudadanos. La consigna del momento es: ¡Agua para la población! ¡Irrigación del corredor seco! Y si Ortega no cumple... ¡que se vaya!

A partir de ahora, la crisis del agua está en correlación directa con la ineptitud reiterada de Ortega. Esta vez, no se trata de un embuste cualquiera. El puerto de aguas profundas en Monkey Point, la refinería del supremo sueño de Bolívar, el renacer de la producción algodonera, y…, para abreviar, el canal interoceánico, todos esos embustes, no se correspondían con demanda alguna de parte de la población. Eran propuestas sacadas de la chistera, que una vez desgastadas Ortega podía dejar que pasaran al olvido. Su nacimiento y muerte era parte del juego de ilusiones de este bribón de feria. El agua, en cambio, es una necesidad urgente, una demanda crítica vital, agravada objetivamente por el cambio climático.

Fácilmente, esta demanda social fundamental se convierte en una crisis política. Ortega lo facilita, además, torpemente, cuando a la búsqueda de una nueva ilusión demagógica ha tomado como bandera, precisamente, la irrigación de la planicie seca del Pacífico.

No hay forma que esta promesa pase al olvido. La ineptitud impune de Ortega, esta vez, tiene un elevado precio político. A este dictador le ha parecido que puede gobernar y mentir para siempre, como si ambas cosas fuesen las dos caras de la misma moneda. Y se ha metido hasta el cuello, por superficialidad política, en una contradicción mortal: le ha puesto su rostro a la zozobra que produce la falta de agua.

Enseñanzas tácticas

Las elecciones no son un fin en sí, salvo para un grupo oportunista, que ve en ellas el expediente insustituible –único- para compartir alguna cuota de poder con la dictadura. En teoría política, las elecciones son un medio para cambiar la correlación de fuerzas entre los partidos políticos, como expresión de la voluntad popular (pero, de una voluntad, de momento, alienada, que transfiere a otros la solución de sus propios problemas).

No hay ideología que considere a las elecciones como la única vía cívica para resolver problemas… civilizadamente. Todo problema se resuelve de acuerdo a su naturaleza, de modo, que es una torpeza metodológica, contraria, por supuesto, al desarrollo del conocimiento científico, suponer que exista una única vía de solución para todo tipo de problemas. Y que ésta (supuestamente única vía), sea “civilizada” por definición. Lo civilizado son las conquistas históricas, los derechos políticos que reafirman democráticamente a la nación. Y tales conquistas, vuelven civilizado el método efectivo de lucha.

Luego que se han perdido las libertades democráticas formales, incluidas las elecciones, durante un período de reflujo de las luchas de masas en Nicaragua, habrá que defender ahora todo pequeño derecho ciudadano aún en pie, aunque tal derecho se encuentre profundamente pervertido por Ortega, para abrirle camino a la movilización de las masas, en torno a consignas cuya dinámica conduzca a debilitar al poder opresor, y a agravar su crisis política.

¡Nicaragua volverá a ser república!

Ortega ha cometido, el 4 de junio, un error estratégico grave. Cuando todo parecía irle a pedir de boca, se desboca. Era previsible, Ortega, un exitoso intrigante, experto en comprar conciencias misérrimas, no tiene alguna capacidad política.

Luego de consolidar un poder absolutista, que debilita en grado extremo a sus contrincantes (porque éstos, incapaces de dar la batalla con movilizaciones de masas, sólo son aptos a sobrevivir en la democracia formal), Ortega pudo ampliar la ilusión de legalidad sin riesgo alguno, en un proceso electoral ejemplarmente limpio. Pero, su inconsciente, por complejo de inferioridad intelectual, guarda una aversión profunda a la justa democrática. Y no sabe otra cosa, que dar golpes de mano. Así se ha adueñado exitosamente del poder, en un país atrasado, sin tradición democrática.

Demostró que no tiene capacidad para medir riesgos y para asumirlos políticamente. No es un político avezado. Por ello, no ve otra alternativa para conservar el poder que sustraer obsesivamente mayores derechos ciudadanos.

En un supuesto congreso partidario, reducido a un grupo de timoratos y sumisos que delegan toda decisión en el mandamás, Ortega despliega una política necia de autoaislamiento, y ataca a la OEA, a la ONU, a Europa entera y a Estados Unidos, el principal socio comercial de Nicaragua. Para decepción de sus propios partidarios, en un arranque de soberbia infantil, respecto a la observación electoral, exclama:

“¡Qué se olviden los embajadores intervencionistas de estar pidiendo cuentas! ¡Observadores sinvergüenzas, aquí se acabó la observación! Que vayan a observar cómo ponen orden en sus propios países.”.

Con ese berrinche pueril contra la comunidad internacional, lo que ha hecho es peor, para su causa, que el fraude más descarado. Parece que anhela que la singularidad abusiva contra las libertades ciudadanas en Nicaragua se convierta en centro de atención mundial.

Le ha ordenado, además, a su Corte Suprema que le quite la personería legal al PLI, y le otorgue dicha legalidad al zancudismo. Así, elimina la contienda electoral, y reduce las elecciones a una comparsa, a un carnaval sin significado.

Con este salto abusivo, Nicaragua dejó de ser república. Los pobladores de este feudo, desprovistos de todo derecho, formalmente dejamos de ser ciudadanos. La patria, el concepto mismo de nación, tendrá que formarse de nuevo en la lucha contra la opresión orteguista, y crecer en la resistencia hasta expulsar al usurpador. Ortega ha creado –por torpeza política- una polarización existencial excluyente entre nación y tiranía.

Podría, de pronto, en ese afán protagónico totalitario, proclamarse presidente vitalicio. Está a solo un paso de ese anacronismo ridículo. Reducido estratégicamente a gobernar sin reconocimiento nacional e internacional, Ortega ha puesto a la orden del día la consigna: ¡Nicaragua volverá a ser república!

Su mesianismo esotérico no podrá sustituir –ante la crisis inexorable- su incapacidad estratégica.

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El autor es ingeniero eléctrico.


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