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Volví de nuevo a Rulfo

La aventura emprendida por Guelfenbein termina de igual forma: rompe los muros. Sorteó escollos y se deslizó como experta bailarina sobre una pista de

Guillermo Rothschuh Villanueva

16 de agosto 2020

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¿Qué pulsiones en mi inconsciente me llevaron a releer a Juan Rulfo? ¿Por qué asomarme a los abismos de un escritor sombrío en media pandemia? ¿No hubiese sido mejor escoger un libro lleno de júbilo? ¿Por qué no Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante? Novela para leerse en voz alta, imitar y gozar el deje del habla cubana, humor e ingenio creativo desbordan sus páginas. Me recuerda los juegos de palabra del poeta Beltrán Morales. La edición definitiva de Tres tristes tigres, (Seix Barral, 1998), viene libre del oprobio de la censura. Entre ambos textos opté por leer El llano en llamas, uno de los dos libros —el otro es Pedro Páramo— que encumbró a los altares al escritor jalisciense. No hubo más. Después Rulfo cayó en el silencio.

¿Será que sentí necesidad de releer a Juan Rulfo ante la sensación que el ser humano está asimilando muy poco las grandes lecciones de vida que va dejando a su paso el coronavirus? ¿Estamos condenados a no comprender que somos los culpables del envenenamiento de la atmósfera y que luchamos contra reloj para la salvación de los bosques y el agotamiento de los recursos acuíferos? Lenin sostenía que “si los intereses de los hombres llegasen a chocar algún día con los axiomas geométricos, habrá quien la refute”. Vivimos esta realidad desde la primera década del siglo veintiuno. Ya antes desde la Casa Blanca —pese a evidencias en contrario— aseguraron que la capa de ozono no corría peligro. Ronald Reagan, el inolvidable, estaba en el poder.

A Rulfo gusta crear personajes portadores de una sicología escalofriante. Casi todos siniestros. El mundo por el que discurren está lleno de angustias y sinsabores. Nunca se muestran felices. Los personajes de El llano en llamas están condenados al olvido o la muerte. No tienen escapatoria. Poseen una sique retorcida. Se la pasan en conspiraciones permanentes. Viven expectantes para caer sobre su presa o para comportarse como asaltantes de caminos. Poseen recuerdos consumidos por el rencor. Las amarguras se deben muchas veces a políticos que habitan la cúspide del poder. Para caciques y mandamases del mundo rulfeano los seres humanos son únicamente pretextos para la burla, el abuso y desprecio. Están condenados en vida.

El agrarismo fue bandera enarbolada por los líderes de la revolución mexicana. A la hora de la reforma agraria, dejaron para el campesinado las tierras baldías. Para alejar el peligro, primero los despojaron de sus carabinas. Luego de sus caballos. Les regalaron Llano Grande, miles y miles de manzanas, tierra deslavada y dura, buena para nada. Los burócratas jamás quisieron escuchar que el lugar que deseaban quedaba junto al río. Sabían muy bien que sin agüita no hay vidita. Los reclamos por la carencia de agua fueron apagados diciéndoles que nadie les había prometido que iban a entregarles tierras de riego. En ese comal ardiente querían que sembraran semillas, para comprobar si algo retoñaba y crecía en tierras estériles.


Si me pidiesen seleccionar los mejores cuentos de El llano en llamas, todos son antologizables, menos uno, Paso del Norte. Un relato donde el habla costumbrista asoma su voz. Una buena trama echada a perder. Ahora comprendo porque en la primera edición de El llano en llamas (1953) no aparecía. De los otros dieciséis, si tuviese que hacer otra selección, me quedaría con La cuesta de las comadres, Talpa, El llano en llamas, Luvina, Diles que no me maten, No oyes ladrar los perros y Anacleto Morones. En el primero la violencia y la muerte se codean. El aire invade sus flancos como elemento vertebrador. No hay posibilidades de escapar a una vida cercada por las desgracias. Los campesinos se ven obligados a abandonar los ejidos.

Talpa condensa la maldad humana exenta de compasión, un cuento donde Juan Rulfo revela sus dotes de escribidor. Con técnica depurada, saltos en el tiempo y la sensación aparente que sus personajes son desmemoriados, crea una atmósfera espesa, casi irrespirable. Tanilo conduce al matadero a su hermano, con la anuencia de Natalia, esposa del moribundo; lo arrastran a trompicones rumbo a Talpa. No importa que no pueda caminar. Esperan que la virgencita cure sus llagas purulentas y hediondas. No sienten piedad. Durante los recesos nocturnos, Tanilo y Natalia se dan revolcones. Cogen sin remordimientos. El viaje fue pretexto. Los calores encienden las carnes de Natalia y el calor de la tierra la encabrita. Cogiendo calman sus calenturas.

El llano en llamas, da nombre a esta joya, tiene como eje a la revolución mexicana. El general Petronilo Flores arrasa con los insurgentes al mando de Pedro Zamora. Instalado desde su atalaya, Rulfo describe la lucha como una montonera de sangre y rencor. El destino de los revolucionarios es incierto, envueltos en un torbellino de carácter cíclico. Muerte tras muerto. La parte más intensa del relato la transmite el narrador en primera persona. Al ver arder las llamas por las noches, siente goce enfermizo, equiparable al que sienten los pirómanos. ¡Roma arde bajo los pies de Nerón! Ofrece la impresión de que quienes hablan hasta por los codos, parecieran tener una memoria precaria. ¡Pero no es cierto! Todo lo recuerdan.

El palabrero en Luvina desliza la historia frente a un anfitrión al que envuelve con su verborrea retorcida. Mientras detalla la soledad que consume la vida de sus pobladores, se emborracha a costillas del otro. En Luvina los vientos sacuden los árboles y resecan los pastizales. El encantador de serpientes, no sabemos si narra el estado calamitoso de Luvina, para que el otro desista de viajar. Su palabrerío hace que el viento llegue hasta la cantina, cruja y mueva sus sillas. La historia me recuerda la forma que Mario Vargas Llosa, sienta a Santiago y Ambrosio, en la cantina por donde transcurre Conversación en la catedral. Ambos evocan sus desdichas. Luvina es el lugar de la tristeza. “El aire la revuelca, pero no se la lleva”. La congela.

En Diles que no me maten, llanto y arrepentimiento tardío, Juncio Navas debe pagar con su vida por el asesinato de Lupe Terreros. Dejó a los niños de su compadre en la orfandad. Las súplicas enviadas al coronel con su hijo fueron vanas. El error que le costó la vida fue creer que después de haber vivido cuarenta años huyendo de la muerte, todo quedaría en el olvido. Antes de matarlo lo emborrachan para que no sienta los tiros. A Justino solo queda recoger su cuerpo. Cargó a su padre sobre sus hombros y mientras caminaban rumbo a Palo de Venado, conversaba con el difunto, algo a lo que nos acostumbró Juan Rulfo. Pedro Páramo está plagado de voces fantasmales. Voces que jamás dejan de hablar como si de esta forma expiaran sus culpas.

Dentro de este mundo sugestivo, Anacleto Morones, el Santo Niño, constituye una descarga cerrada, tejido en oro de dieciocho quilates. Lucas Lucatero tiene la intención que su desaparición quede en el olvido. Ocho santulonas viajan desde Amula hasta los rincones del mundo y en vez de convencerlo para que preste testimonio y corroborar su santidad, Lucas Lucatero desacredita al Santo Niño. Conocía sus trapisondas. Sus marrullas las había aprendido a su lado. El mayor milagro que hizo el santo —les recuerda Lucas— fue seducirlas. Pancha Fregoso lo revela. Al encamarse de nuevo con Lucas, le dice “¿Sabes si quien era amoroso con uno? El niño Anacleto. El sí sabía hacer el amor”, le reprocha y desacredita.

El Llano en llamas es un ejercicio de memorización, Rulfo apuesta que nada quede fuera de su registro. Insiste en recordar historias que otros creían olvidadas. En Acuérdate, el narrador se dirige a un sujeto invisible, especie de monólogo interior. En El día del derrumbe, el narrador interpela a un tercero con el que entabla conversación. Contrario a lo que pasa en Acuérdate, cada vez que habla añade nuevos aspectos, con el fin de no falsear la historia; fechas y circunstancias son corroborados por Melitón, pretexto requerido para burlarse del gobernador. Su jeringonza provoca risa. “Rememorando mi trayectoria, vivificando el único proceder de mis promesas… cooperador omnímodo de un hombre… cuya honradez nunca ha estado desligada del contexto.”

Otro de los cuentos, Es que somos pobres, me llevó a rememorar Isabel viendo llover en Macondo. El río ahoga el ganado, abate los plantíos y derrumba chaguitales. El futuro de Tacha pendía de una vaca y el río se la tragó junto con su cría. Como la frase lapidaria de Shakespeare, puesta en labios de Enrique III: “Mi reino por un caballo”, ante la imposibilidad de encontrar la vaca, su padre cree que su hija estaba irremediablemente destinada para ser puta, igual que sus dos hermanas. Como en todos sus personajes, Juan Rulfo no expresa clemencia. “El sabor podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincarse para empezar a trabajar por su perdición”.

La carga poética, la economía del lenguaje y las reiteraciones de algunos giros idiomáticos, son una especie de sello, (Aquella carita que tanto quisimos tantos; Y ustedes y yo sabemos que el tiempo es más pesado que la más pesada carga que puede soportar el hombre). El calor, el otro polo predilecto de Rulfo, evita que las personas digan lo que piensan. “Hace ya tiempo que se nos acabaron las ganas de hablar. Se nos acabaron con el calor. Uno platicaría muy a gusto en otra parte, pero aquí cuesta trabajo. Uno platica aquí y las palabras se calientan en la boca con el calor de afuera, y se le resecan a uno en la lengua hasta que acaban con el resuello”. Creo que volví de nuevo a Juan Rulfo para recordar, en tiempos de la peste, lo que es vivir en la antesala del infierno.

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Guillermo Rothschuh Villanueva

Guillermo Rothschuh Villanueva

Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.

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