26 de marzo 2018
La derrota electoral de la revolución en 1990 significó muchas cosas para cada sector social y político, las cuales las interpretan según sus intereses, ya sea como afectado o como favorecido. Y, en particular, según las funciones que les correspondió desempeñar a cada sector en las etapas pre y post revolucionaria. No obstante, en términos de propaganda y promociones partidarias, los cabecillas de cada sector político definen los sucesos con criterio sectario de cúpula y nunca en términos democráticos, porque los intereses de sus bases –cualquiera sea el partido por el que hable cada quien—, no son iguales a los suyos, porque no existe partido socialmente homogéneo.
La dirigencia del FSLN –que comenzó a desintegrarse orgánica y políticamente después del 90— siguió considerándose y actuando como partido monolítico en términos absolutos, como si los intereses materiales y los intereses políticos de la cúpula y los de sus bases sociales hubiesen sido iguales, sin fisuras ni matices. Con mayor razón cuando se habla del FSLN en el poder desde el 2007, porque ya no es el mismo ni orgánica ni políticamente, y en cuanto a lo ideológico, ahora está más indefinido que nunca, pues el FSLN original fue un conocido ajiaco de marxistas, socialdemócratas, cristianos, ex conservadores, ex liberales y algunos ideológicamente anarquistas. Ahora, tiene una rara mezcla con un triple fanatismo cultural: el culto a la personalidad, el culto religioso y el culto al dinero.
Es lógico que también cada partido de oposición sufra igual fenómeno por su división de clases, porque ningún partido político –necesario es reiterarlo— está constituido socialmente como un ente homogéneo. No obstante su obvia heterogeneidad social, sus líderes siempre piensan, hablan y actúan como si todos sus miembros pertenecieran a una misma clase social. La realidad indica una clara diferencia y una contradicción entre cúpulas y bases que no se resuelven jamás, aunque pretendan ignorarlo ni se manifiesten todo el tiempo de forma muy clara. En definitiva, el discurso de las cúpulas no representa el pensamiento ni los intereses de sus bases, aunque lo digan en su nombre.
Lo que ha quedado como “FSLN”, está constituido por funcionarios del Estado en todos los niveles, dirigido por la cúpula familiar Ortega-Murillo (esposos, hijos, nueras, yernos y consuegros), cada uno al frente de sus empresas y de su sistema de comunicación privado con una información centralizada y con una voz única: la de su vicepresidenta. Daniel Ortega (según dato registrado por el diario La Prensa, a partir del 10 de enero del 2007, hasta el día de hoy 27 de marzo 2018… ¡había pasado 4 mil 120 días en el poder sin ofrecer conferencia de prensa al periodismo nacional!).
El conjunto de los ministros del Estado de Nicaragua, no tiene voz en absoluto, y quienes sin el permiso presidencial han hecho declaraciones sobre sus funciones, han tenido que escucharse o leerse el día siguiente en su casa… ¡pero buscando otro lugar donde trabajar! Ya se pueden imaginar qué pasa con los miembros de sus organismos de base, como la llamada “juventud sandinista”, y cómo lucen su derecho expresarse: gritando las consignas del libreto, con sus aplausos y levantando los brazos en las tribunas adonde los llevan uniformados, como parte de un espectáculo teatral. Los de abajo, las masas populares –mujeres y hombres—, maestros, trabajadores y funcionarios menores de las instituciones del Estado, también son partes obligadas del decorado… a condición de conservar su empleo.
El gigantesco aparato de seguridad, lo componen el Ejército y la Policía, cuyas cúpulas son parte del instrumental burocrático del gobierno, y sus funciones son más para proteger al orteguismo que al país. Todo lo anterior, es la parte física del borreguismo, porque la parte política la ejerce la cúpula en sus negociaciones con las cúpulas de los organismos empresariales, Cosep y Amcham, las que a su vez tienen fuertes lazos con el gobierno norteamericano, por medio de su embajada en Managua y sus organismos de penetración como la Usaid.
Por el lado de lo que aún se llama “oposición”, la integran unos partidos huérfanos de bases y colaboradores del gobierno en la Asamblea Nacional que controla el Ejecutivo, y está compuesta por una mayoría de orteguistas sin voz propia, junto a liberales, conservadores, somocistas y otras rarezas, cuyos discursos agradan a Ortega, quien los escogió con votos de una ficción electoral, pero sus votos a favor de las leyes oficialistas, esos sí son muy reales.
Hablar de los otros partidos de oposición causa tristeza, no por lo que pretenden ser y no son, sino por la actuación de sus cúpulas siempre con sus esperanzas de llegar al poder colgadas de las levitas de los políticos norteamericanos. Con igual rapidez que se han alejado de los sectores populares se acercan a darle apoyo a toda iniciativa de injerencia yanqui en los asuntos propios de los países latinoamericanos y resto del mundo. Repiten cualquier declaración anti venezolana, y ruegan a los burócratas de la OEA que hagan aquí el mismo mandado que Estados Unidos les mandó hacer contra Venezuela.
A sus líderes les gusta ver como “errores” lo que para los gobernantes gringos es un deber en el cumplimiento de su política exterior imperial. Se lamentan porque el gobierno de Trump anunció la suspensión de las cuotas de dinero que todos los gobiernos de su país, han otorgado a ciertas organizaciones por medio de su agencia Usaid, con fines ulteriores nada santos. Lo más perverso, es que apoyan la presión yanqui para que Ortega rompa con Cuba, Rusia y Venezuela, con lo cual conceden a los Estados Unidos un derecho de metrópoli sobre Nicaragua, como si fuera su protectorado.
Para los efectos reales, eso es ofrecerle la soberanía nacional, porque si es verdad que Ortega no es la patria, tampoco será eterno, pero Nicaragua será para siempre y los nicaragüenses estamos obligados a mantenerla como una nación soberana bajo cualquier gobierno, y determinando su derecho a tener relaciones con cualquier país, sin pedirle permiso a nadie.
Nicaragua tuvo una revolución, y su pueblo pasó de protagonista a víctima de un largo y duro reflujo post revolucionario, por causas de la traición de una parte de su liderazgo. Después de los sacrificios de la crisis económica y de la guerra mercenaria que el pueblo sufrió durante varios años llegó la paz, pero el liderazgo se apropió de bienes del Estado, como preámbulo de la privatización de otros bienes públicos que muchos políticos de los tres gobiernos neoliberales de los 90 hicieron a su favor, enriqueciéndose también impunemente.
El pueblo no solo está sufriendo esta corrupción, pues también su clase trabajadora fue desarmada de sus órganos de lucha, los sindicatos, y los campesinos de la reforma agraria. En los primeros días del descenso de la marea revolucionaria, líderes sindicales oficialistas pasaron a ser empresarios, otros se encargan aún de mediatizar las luchas de los sindicatos sobrevivientes, ahora convertidos en instrumentos del poder político. En estas condiciones, la clase obrera emergente en las maquilas de las zonas francas, se debate entre los bajos salarios, las condiciones laborales cuasi esclavas y las presiones patrono-estatales para evitar su sindicalización.
Para salir de tan profundo y largo bache, los trabajadores deberán confiar primero en sus propias fuerzas, en su organización combativa, en la solidaridad y en el desarrollo de su propia conciencia de clase. Nada fácil, pero inevitable.