26 de octubre 2017
Los resultados de las regionales no tienen nada que ver con el mapa de preferencias políticas de los venezolanos. No se trata sólo de las encuestas, que en forma unánime muestran una población que rechaza la gestión del Gobierno. Se trata de la relación histórica entre la percepción de crisis y la evaluación de gestión. Esa relación inversa es demoledora en todas partes del mundo y no es distinta aquí. Con una crisis de esta magnitud, la posibilidad de que el Gobierno sea popular es nula.
Pero más allá del intento del chavismo de construir la idea de una mayoría nacional que no existe, la pregunta es: ¿por qué el resultado de esta elección es tan distinto a lo que el país quiere?
Mi opinión es que no hay una sola variable que explica este resultado. Es un tema multifactorial. Empecemos por decir que esta no fue una elección competitiva. Las elecciones venezolanas ocurren en un marco de ventajismo oficial evidente. Con uso abierto de recursos públicos, control de medios, prohibición de las sustituciones de candidatos, movilización arbitraria de electores y mesas de votación y el control absoluto de la institucionalidad electoral, que no responde a la Constitución sino a la revolución. Esto es precisamente lo que la democracia intenta evitar a toda costa para garantizar que los resultados de una elección reflejen la opinión de las mayorías. No están las condiciones básicas de transparencia, competitividad y equilibrio, entonces no se obtienen los resultados adecuados. Es una ecuación muy simple.
Pero esta es una situación que se conocía antes de ir a las regionales y el debate previo se planteó entre rechazar una elección no competitiva y sesgada o participar, aún conociendo el sesgo, bajo la tesis de que la contundente mayoría opositora, al mostrarse en la elección, compensaría con creces los desequilibrios o, en todo caso, obligaría al Gobierno a acciones tan evidentes de fraude que lo invalidaría nacional e internacionalmente. La decisión de participación tenía una lógica racional. Pero el problema es que no era una decisión compartida dentro de la oposición y la fracturó entre quienes querían votar, incluso con el sesgo planteado, y los que preferían abstenerse para protestar y no validar a un Gobierno y una institucionalidad ilegítima. Dividida, la oposición, no podía luchar en una elección sesgada. Eso estaba de anteojitos. Para algunos, sin embargo, la abstención no explica el resultado final porque su nivel fue equivalente al de una regional convencional. Esa es un interpretación que me parece incorrecta. Por supuesto que la abstención fue demoledora para la oposición. No para explicar completamente el resultado, pero sí para impedirle nadar contra la corriente del ventajismo oficial. El Gobierno fue capaz de mover (o mostrar) a sus bases, por cualquiera que haya sido el mecanismo, como si fuera una elección nacional (de hecho en la misma dimensión que en 2015) mientras que la oposición perdió más de 3 millones de votos contra esa misma elección, dejando casi 40% de abstencionistas de los cuales, de acuerdo con nuestras investigaciones de campo, 83% rechazan al Gobierno y hubieran votado en su contra… pero no votaron. ¿Afectó esto el resultado? Obvia, evidente y ciertamente: sí, aunque es sólo el condimento del plato principal de unas elecciones sesgadas. Nada de esto hubiera ocurrido si hubieran elecciones competitivas. Ahí esta la raíz del problema.
Queda el tema del megafraude, del cual no voy a comentar, pues no tengo pruebas ni datos concretos, aunque comienzan a aparecer desde los comandos de campaña de los candidatos afectados. En todo caso, si el fraude fue masivo, igual se basa en una mesa servida por lo antes mencionado.
¿Qué viene ahora? De eso hablaremos pronto.