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Venezuela: ¿un punto muerto?

Una oposición dividida ha sido incapaz de movilizar electoralmente a una población desesperada ni de escalar la protesta social

Activistas políticos venezolanos participan en una manifestación para exigir la liberación de presos políticos. EFE | Confidencial

Michael Penfold

18 de octubre 2018

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En Venezuela, comienza a asentarse con mucha fuerza una idea un tanto fatalista que promulga abiertamente, que debido a la magnitud del colapso económico y social así como al recrudecimiento de la violencia política, no hay nada que hacer en el plano nacional: la tragedia no tiene final. Esta paradoja ha llevado a algunos a pensar que, precisamente cómo en el plano doméstico todos los caminos están cerrados, la única esperanza para Venezuela radica exclusivamente en la esfera internacional. La comunidad internacional se convierte así en la última palanca para el cambio. La lucha se traslada de Caracas a Bogotá, Madrid, Bruselas, Nueva York o Washington.

El resultado de esta apuesta es un tanto curiosa: mientras más sucede afuera menos acontece adentro.

Ciertamente, las probabilidades de cambio en materia política no son explicadas exclusivamente por el desempeño económico y social de un país, pero tampoco son completamente inmunes a ella. Estadísticamente, una estrepitosa caída del ingreso per-capita como la que ha vivido Venezuela durante los últimos cinco años, implicaría para cualquier tipo de régimen político, incluso uno de carácter autoritario, un movimiento en alguna dirección.  Es por ello que actualmente la única pregunta relevante para el caso venezolano es la siguiente: ¿por qué Maduro ha logrado resistir el mayor colapso económico y social que haya experimentado cualquier país occidental sin haber vivido una guerra civil?

Una primera respuesta a esta interrogante está relacionada a la naturaleza del sistema.  Los regímenes hegemónicos autoritarios, como el que padece Venezuela, caracterizado por un férreo control de las instituciones electorales y judiciales, y que además tiene la capacidad de controlar directamente tanto el uso de la represión militar como paraestatal, logran transformarse en sistemas mucho más resistentes al sufrimiento económico y social y por lo tanto pueden esquivar con mayor facilidad un potencial desenlace político. Los autoritarismos de nuevo cuño, que son muy diferentes a las tradicionales dictaduras militares que padeció América Latina en el siglo pasado, parecieran tener acceso a más y mejores recursos para aferrarse al poder aún en tiempos económicamente turbulentos. Rusia, Nicaragua y Turquía son buenos ejemplos de las características de este tipo de sistemas que logran inmunizarse frente a las presiones sociales. Es indudable que algo de este tipo ocurre en Venezuela y que permite responder la interrogante; sin embargo, ninguno de estos casos ha tenido un manejo tan incompetente de la economía y tampoco ninguno ha padecido un colapso económico y social de las magnitudes que hemos experimentado.


Otra razón también puede ser que estos regímenes políticos, indistintamente de su condición autoritaria, no cambian sólo porque comiencen a ser percibidos nacional e internacionalmente como ilegítimos sino porque dejan de enfrentar alternativas. Mucho del esfuerzo actual de la oposición venezolana para modificar la situación política está orientada exclusivamente a la denuncia internacional para borrar cualquier viso de legitimidad del gobierno. Restar legitimidad es necesario (nadie duda que más presión puede ser mejor) pero tampoco pareciera terminar siendo suficiente si no se articula una opción creíble para el cambio en el plano doméstico. El movimiento en ambas dimensiones, tanto internacional como nacional, requiere estar bien articulado. Y la alternativa debe ser localmente creíble para que aquellas fuerzas que dentro del chavismo pueden llegar a temer cualquier salida –pero de cuyo comportamiento depende la posibilidad de transformar esa realidad efectivamente- acepten comenzar a transitar la incertidumbre del cambio.

En el caso venezolano, la oposición optó irracionalmente -aún frente a una ola de ilegalización de los partidos políticos y de una feroz escalada de la represión política por parte del gobierno-, por fragmentarse y como consecuencia de ello a reducir su credibilidad.  La perfecta excusa para justificar la división interna de la oposición han sido los debates fútiles en torno al uso del voto, la negociación política y la protesta social como mecanismos de lucha. Como consecuencia de tan absurda discusión, una oposición dividida ha sido incapaz de movilizar electoralmente a una población desesperada y tampoco es capaz de escalar la protesta social para desestabilizar el sistema. Es triste por obvio: ninguna estrategia opositora puede ser eficaz sin unidad. Y desde que la unidad dejó de operar esto es lo que la población ha aprendido:  sin un acuerdo funcional lo único que se activa es la desesperanza.

Es cierto que existen múltiples otras razones por las cuales en el caso venezolano se mantiene intacto el cambio político: el petróleo, la escala de la corrupción, el uso tecnológico para inducir el control social de la población, el cambio demográfico ocasionado por la diáspora, la intensidad de la represión, el exilio y las limitaciones gubernamentales para comunicar los mensajes políticos. Todos estos factores son verdaderos: ¿pero hay evidencias que en el plano doméstico todo está perdido? ¿Es cierto el supuesto que nada está pasando y que nada va a pasar en Venezuela? ¿Es verdad que Caracas es un factor irrelevante en la ecuación del cambio político del país?

El análisis de la realidad venezolana, que hoy muchos niegan, y que han pasado a sustituirla por el factor internacional, luce más bien fértil. Tres indicios diferentes, que ya han germinado, colocan al país frente a una verdadera encrucijada. Y dada las características de esos acontecimientos, lo que comienza a lucir incierto no es la opacidad que circunda a los diferentes acontecimientos, sino las consecuencias de cualquier alternativa para que todos los actores relevantes (chavistas, militares y opositores), de los cuales depende un quiebre o una posible apertura del sistema, comiencen a explorar seriamente sus opciones.

La primera evidencia dura de que algo está pasando son las mismas fisuras y rupturas dentro del chavismo. Primero Ortega, posteriormente Ramírez, luego Rodríguez Torres y ahora Jaua. La magnitud de esas fricciones poseen cada una de ellas una escala diferente y el sustrato que las motiva también varía de un caso a otro. Las fisuras también son cada vez más notables aunque son mucho menos transparentes en el mundo castrense. ¿Acaso cualquier proceso de transición no supone este tipo de fracturas en la coalición oficialista? ¿Quién las aprovecha?

La segunda evidencia tiene que ver con la ausencia de un mandato constitucional. Maduro no logró su objetivo de extender con el evento electoral del 20M su legitimación de origen para un nuevo periodo presidencial. Esa elección no obtuvo reconocimiento internacional y tampoco fue reconocido por el único grupo de oposición que decidió participar. La abstención fue históricamente la más alta registrada para cualquier comicio presidencial. De modo que en la medida que se acerca el final de su primer periodo, la presión política interna se incrementa pues lo que le resta de legitimidad de origen se va a terminar de evaporar. Maduro puede quedarse, quién lo duda, pero con un ropaje totalmente distinto. Es por ello que el alto gobierno avanza subrepticiamente con la idea de un referéndum constitucional, con la posibilidad de una relegitimación de todos los poderes públicos, pues el oficialismo sabe que lo que enfrenta constitucionalmente no es una restricción imaginaria. Tampoco es casual que en el seno del PSUV se debata incluir en la propuesta constitucional algunas nuevas provisiones relacionadas a reducir el periodo presidencial e incluso de eliminar la reelección. Estos movimientos hacen pensar que hay conciencia en ese mismo alto gobierno, que los riesgos que Maduro decida quedarse en el poder sin resolver este asunto son demasiado grandes. ¿Cómo aprovechar políticamente estas presiones internas?

Finalmente, está el tema económico y petrolero. El abierto fracaso de los recientes anuncios económicos vinculados a la reconversión monetaria, la incapacidad de frenar la escalada hiperinflacionaria y la imposibilidad de frenar el declive de la producción petrolera hacen ver al interior de la coalición oficialista que sin financiamiento externo, sin participación activa del sector privado y sin remover las sanciones económicas internacionales es imposible estabilizar la economía. Pero lo que es cada vez más evidente en el chavismo, es que cualquier esfuerzo por resolver los desequilibrios macroeconómicos y detener el deslave petrolero, pasa por reinstitucionalizar la Asamblea Nacional. Y sin el apoyo del poder legislativo, es imposible reestructurar ni refinanciar la deuda, acceder a recursos internacionales, pasar reformas para levantar la producción nacional y mucho menos abrir con cierta formalidad jurídica el sector petrolero. Y por si fuera poco, los chinos tampoco salieron al rescate financiero. Y no lo hicieron pues saben que sin la Asamblea Nacional no existe ninguna posibilidad de generar gobernabilidad ni estabilidad económica en Venezuela. ¿Cómo apalancar esta fortaleza de la oposición en un proceso de cambio político que no necesariamente va a poder controlar directamente? ¿Cómo convertir a la Asamblea Nacional en el centro de este proceso?

La crudeza de los eventos nacionales van a ir marcando en las próximas semanas los tiempos políticos del país. Es cierto que Maduro, contra todos los pronósticos, ha logrado aferrarse al poder y probablemente siga subsistiendo; pero desde la colina en donde se encuentra, también le es difícil permanecer de forma indefinida. Resistir es una cosa pero gobernar es un asunto muy distinto. La inercia que experimenta una nación en fuga puede permitirle al gobierno mantener la situación actual; pero las rendijas que se vienen abriendo hacen ver que los cimientos son débiles, sobre todo aquellas ranuras que las mismas presiones internas vienen destapando. Es obvio que el gobierno empieza a barajear sus alternativas: ¿Relegitimación de todos los poderes públicos para poder lanzar a Maduro? ¿Sucesión o transición roja?

Ante este panorama, es inexorable que el gobierno trate de mover nuevamente el tablero.

Estados Unidos anticipa la jugada y acepta que el Senador Corker por iniciativa propia venga a Venezuela a través del Grupo de Bostón. No es cualquier visita. Es el tercer hombre en línea de la política exterior norteamericana, aun cuando es un actor que siendo muy influyente en Washington, está de salida debido a que decidió no reelegirse y tampoco es cercano a Trump. En efecto, tanto Trump como Corker parecieran tener visiones muy diferentes sobre las salidas para Venezuela. A pesar de estas discrepancias, Corker representa institucionalmente a un Congreso norteamericano que tiene una política exterior hacia Venezuela -que contrario a los que especulan algunos-, representa una posición compartida tanto por los miembros del partido republicano como demócrata. Y Corker vino a hacer lo que ningún otro oficial norteamericano puede hacer: a pulsar directamente a Maduro para ver de primera mano qué está pensando. Y apenas regresó a los Estados Unidos transmitió públicamente su conclusión: el gobierno venezolano está evaluando algunas opciones que hace cuatro meses atrás hubiese rechazado de plano.

Y los europeos también husmean algo en el ambiente caraqueño. Y la representante de la política exterior de la Unión Europea, Federica Mogherini, intenta con el apoyo de Francia, España y Portugal comenzar a explorar, de forma muy incipiente, nuevas posibilidades de mediación y esta vez sin Zapatero. Sin embargo, los europeos saben que para vencer la incredulidad de los venezolanos, y también del resto de la comunidad internacional, cualquier salida negociada para que sea aceptable debe estar precedida por concesiones verdaderamente sustantivas. Ni el inicio ni la culminación de la negociación pueden servir para avalar o firmar una “pax continuista” que no impliquen restaurar tanto el orden democrático como constitucional. Y una parte de la oposición se reacomoda y la otra observa incómoda desde el exilio.

¿Pero puede haber una negociación seria sin unidad? ¿Puede haber una negociación accionable sin que todos los actores del chavismo estén abordo?

¿Estamos realmente en un punto muerto?

*También podés leer el artículo original, publicado en ProDaVinci


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