11 de julio 2017
Como quiera que se mire, lo que sucede en Venezuela es atípico dentro de América Latina. Quienes se empeñan en caracterizar esa crisis como un conflicto más de la región, equivalente al de la inseguridad en México o la corrupción en Brasil, con el propósito de silenciar la crítica, son irresponsables en su lealtad a Nicolás Maduro o a Raúl Castro.
Noventa muertos y contando, un estado de movilización popular permanente, un creciente aparato represivo que no cesa en su sistemática hostilización de los manifestantes, un gobierno que desconoce al poder legislativo, una Asamblea Nacional que desconoce al gobierno, un poder judicial que siempre falla contra la oposición, una fiscal que se rebela contra el Tribunal Supremo y es acusada de “loca, terrorista y golpista” para luego ser sometida a un proceso de destitución… Sólo en Venezuela tiene lugar un colapso de la democracia de tales magnitudes.
Las soluciones que han ideado los dos principales actores del conflicto, el gobierno y la oposición —ahorrémonos la patraña castrista de entender el problema como un enfrentamiento entre la “revolución bolivariana” y el “imperialismo yanqui”— no auguran una salida en el mediano plazo o de aquí a las elecciones presidenciales de fines de 2018, si tienen lugar o si, para entonces, no han cambiado las reglas del juego democrático, constitucionalmente respetadas por la ley vigente.
Del lado del gobierno, lo que se ofrece es un nuevo proceso constituyente, sin referéndum previo, cuya asamblea será elegida, no por sufragio universal, sino entre sectores y comunidades favorables al madurismo. Es evidente que el origen de la convocatoria a esa nueva constituyente es la propia crisis y la rivalidad entre los poderes, por lo que su primer objetivo será la remoción de la actual Asamblea Nacional y de todos los miembros de la fiscalía opuestos al gobierno. En dos palabras, una purga.
Del lado de la oposición, la salida es la protesta permanente en las calles, que, como se ha comprobado, lejos de disuadir reafirma al gobierno en su vocación autoritaria y represiva. Y, más recientemente, una consulta popular, desconocida por las autoridades electorales del país, cómplices del gobierno. Dentro de un mes, la oposición podría exhibir unas cifras de rechazo a la constituyente no muy superiores al total de los sufragistas de la nueva asamblea de Maduro.
La anulación mutua de legitimidad, entre oposición y gobierno, continuará. El oficialismo no reconocerá los resultados de la consulta opositora, aun en el caso de que lograra el indudable triunfo de más del 50% del padrón electoral. La oposición tampoco reconocerá a la nueva constituyente, por lo que dentro de poco, si no se procede a la disolución forzosa de la actual asamblea, Venezuela podría contar con dos parlamentos, uno oficialista, basado en la Constitución de Maduro de 2017, y otro opositor, basado en la Constitución de Chávez de 1999. Pero no, lo de Venezuela “no es excepcional”.
Publicado originalmente en ProDavinci.