10 de mayo 2020
Constantemente aparecen en las redes sociales quienes imprecan y conminan a las organizaciones de la sociedad civil o a figuras públicas a abstenerse de comunicados o condenas “de escritorio” contra la dictadura. “Hagan algo” “No hacen nada” “Dejen de hablar”, reclaman. Ciertamente que vivir en este país y soportar un régimen que, además de represor, luce cada vez más incapaz de hacerse cargo de los problemas del país, es desesperante.
La epidemia de covid-19 con la política de aglomeraciones, de desinformación, de obviar el problema y tratar de convencer a la población de que todo está bien y son víctimas de las “noticias falsas” de la oposición, está un cobrando su alto precio. Muy difícil ocultar en Nicaragua una enfermedad que empieza a cobrar cada día más víctimas. No somos una sociedad quieta, ni discreta. “El llanto clama lo que el miedo niega” y el llanto se está extendiendo.
La pandemia se suma a una acumulación de errores y dislates que nos ha venido empujando contra la pared. Las palabras de Alvarito Conrado “no puedo respirar” describieron, premonitorias, la situación en que nos encontramos. Somos presas del miedo cerval de una pareja que no ha encontrado más respuesta para el pánico de perder el poder, que convertir su miedo en un arma. Han proyectado de todas las maneras posibles su miedo asegurándose de que nos contagie a todos. La pandemia nos ha encontrado asediados por esa otra enfermedad: la del temor y la inseguridad que rodean nuestras vidas y amenazan nuestra libertad.
“Cada quien es dueño de su propio miedo”, dijo Pedro Joaquín Chamorro, cuando le preguntaron si temía que la dictadura somocista lo matara. En nuestro caso, como nación, podemos preguntarnos: ¿Somos culpables de nuestro propio miedo? Un país que ha vivido dos guerras con miles de muertes, una matanza reciente contra una rebelión desarmada, cientos de prisioneros y exiliados, además de terremotos, huracanes, incendios y deslaves, no carece de valor, pero ha aprendido a valorar más su vida. La guerra sicológica, los secuestros, el encarcelamiento, los asedios diarios, las amenazas, las destituciones son un campo minado para la acción ciudadana. La respuesta normal es proteger la vida. La otra respuesta es la lucha armada. Afortunadamente, la segunda opción se ha descartado. Armarse contra una dictadura requiere de un proceso largo, costoso y sangriento. Nicaragua lo sabe por experiencia, como sabe que esta opción no necesariamente resulta en la democracia y la libertad a la que se aspira.
De manera que la labor que realizan las organizaciones de la sociedad civil: la denuncia constante, el emplazamiento al poder, el trabajo internacional, no deberían verse como formas inútiles o insuficientes de resistencia. Desde abril de 2018 hasta la fecha se ha hecho un infatigable y testarudo esfuerzos para mantener viva la llama de la memoria y de la esperanza. Cientos de personas, desde los medios independientes, hasta las organizaciones en nuestro país trabajan día a día en no dejar descansar a la dictadura, en señalar sus descarríos y en socavar ese poder omnímodo que despliegan sus paramilitares, policías, diputados, sus medios y sus serviles peones en el Estado. Ese coro, ese griterío, no es en nada despreciable.
La conciencia de lo que pasa es el eje sobre el nace el espíritu luchador; es lo que alimenta el deseo de justicia y la santa ira de un pueblo. Sin esas tareas de recordación de los crímenes cometidos, de denuncia por la condición de los presos políticos, de trabajo para hacer ver al mundo lo que pasa y aislar a la dictadura, alertar sobre secuestros y asedios, y ahora sobre lo que nos quieren ocultar de la pandemia y sus consecuencias, estaríamos castrados, inutilizados.
Disponemos de esas armas y las usamos a más no poder. Son trincheras nada despreciables. Apreciar los esfuerzos que se hacen, no desestimularlos, producir ideas, no acicatear rivalidades, unir no confrontar sería una contribución considerable. Somos un país de imperfectos, de hijos de una cultura política nefasta. La “nueva” democracia es respetar las diferencias y señalar errores para construir, no para desviar la guerra contra la dictadura hacia nosotros mismos. La primera libertad para poder conquistar la de todos, es la de liberarnos nosotros mismos de los prejuicios e intolerancias que retardan que nos convirtamos en un puño contra la iniquidad del régimen.