31 de enero 2021
...Y ya verás, las sombras que aquí estuvieron, no estarán...
Fito Páez
La demolición de las instalaciones físicas del Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (CENIDH) por órdenes de la dictadura orteguista no será el último atropello a los derechos humanos en nuestro país, pero contiene toda la carga simbólica de un régimen político dispuesto a ejercer su brutalidad hasta en el último ladrillo de todo cuanto represente la antítesis de su esencia miserable. A esta desnudez ha contribuido como nadie el CENIDH y su presidenta, Vilma Núñez. Paradójicamente, la demolición física de sus oficinas es su victoria más reciente sobre los enemigos de los derechos humanos.
Hace dos años la tiranía usurpó ilegalmente ese mismo edificio. Rompió puertas, robó equipos, archivos y saqueó todo su contenido. Arrasando su materialidad creyó estar acabando con su voluntad irreductible, con la vocación de defensoría que ya se había arraigado en el equipo humano y, sobre todo, con su proyección hacia la población: el CENIDH como referente y amparo seguro de los débiles ante los atropellos de los poderosos.
Después de aquello, sin personalidad jurídica y en los huesos, el CENIDH proclamó que no claudicaría, que continuaría con su lucha; pero aparentemente los jerarcas de la dictadura no le creyeron y lo dieron por muerto. Por eso 25 meses más tarde los hechores han tenido que volver a la escena del crimen con el propósito de borrar del mapa cualquier vestigio de sus oficinas. En Juigalpa, las disfrazaron de “centro de salud” pintarrajeados con los colores de la chabacanería, pero en Managua había que ser más drásticos y se emplearon a fondo con el mazo y la macana.
Cada golpe, cada pared derribada, simbolizaba la intención de matar al CENIDH; pero como suele suceder con la rabia ciega de los poderosos, también representaba la impotencia de no poder vencer a quien ya debería estar marchito, o al menos muerto de miedo. Por la historia sabemos que ambas, rabia e impotencia, no son manifestaciones de los vencedores sino de los vencidos, de quienes a pesar del daño causado se ven ahogados en el desconsuelo profundo que solo se explica porque se saben derrotados estratégicamente, sin certidumbres ni horizontes, como es el caso de todos los regímenes autoritarios que no pueden dormir tranquilos el presente pero tampoco confiar en lo que depara el día siguiente.
Por mucho que se esfuercen los voceros de la tiranía no habrá forma posible de maquillar la destrucción de la sede del CENIDH. Nacional e internacionalmente ha sido un intento inútil de matar las ideas, de apagar la llama de los valores. La contradicción entre derechos y arbitrariedad, la misma que entre democracia y dictadura, ha quedado una vez más demostrada, incluso para quienes creen que al orteguismo se le puede domesticar haciéndole concesiones tácticas. No se puede alimentar a las hienas con la mano sin correr el riesgo de terminar devorado.
El orteguismo, como todas las dictaduras, es lo opuesto a cualquier versión o dimensión de los derechos humanos aunque sus máximos jerarcas digan con cinismo que los respetan escrupulosamente. Está en la esencia de cada dictadura negar la condición ciudadana emanada de los códigos universales, según los cuales somos libres e iguales ante las leyes que nos amparan frente a los abusos de poderosos que no se pueden dejar sin vigilancia ni control. Por eso quieren acabar con el CENIDH y su ejemplo, borrarlo de la historia, porque el orteguismo sabe que, de lo contrario, cuando le corresponda rendir cuentas, lo tendrá en frente, en las sillas de la acusación con las pruebas en las mano. Entonces llegará el momento de la justicia y de la victoria final.