21 de febrero 2018
La multipolaridad está de vuelta, y con ella la rivalidad estratégica entre grandes potencias. La reemergencia de China y el retorno de Rusia a la primera línea de la geopolítica —tras atravesar sendos períodos de introspección— son dos de las dinámicas internacionales más destacadas de lo que llevamos de siglo. Durante el primer año de Donald Trump en la Casa Blanca, las tensiones entre Estados Unidos y estos dos países han aumentado a un ritmo todavía mayor. A medida que el panorama doméstico de Estados Unidos se deteriora, lo hacen también sus relaciones con los que pueden percibirse como sus principales adversarios.
Al llegar al poder hace un lustro, el presidente chino Xi Jinping presentó la idea de un “nuevo tipo de relaciones entre grandes potencias” basado en la cooperación y el diálogo, así como en el respeto por los intereses nacionales del otro. Lo cierto es que el nuevo contexto global recuerda un tanto al de épocas pasadas, en las que reinaba la realpolitik. La propia China no siempre predica con el ejemplo en lo que a la cooperación se refiere, como indica su apuesta por el unilateralismo en el Mar de la China Meridional. Asimismo, la relativa pérdida de influencia de los cuerpos diplomáticos chinos contrasta con la creciente simbiosis entre Xi y el Ejército Popular de Liberación. Xi incluso ha mostrado una asombrosa predisposición a vestirse en uniforme militar.
Por su parte, Rusia ha invadido nada menos que dos ex repúblicas soviéticas en la última década, y la fracción del PIB ruso dedicada al gasto militar viene aumentando de forma prácticamente exponencial. Para colmo, Washington y Moscú se acusan mutuamente de violar el Tratado INF (Intermediate-Range Nuclear Forces), el único de los acuerdos armamentísticos vigentes entre Estados Unidos y Rusia que fue firmado durante la Guerra Fría.
Reconocer los actuales desafíos es sensato, siempre y cuando procuremos no sobredimensionarlos. En los últimos meses, la administración estadounidense ha publicado tres documentos de gran calado: la Estrategia de Seguridad Nacional, la Estrategia de Defensa Nacional, y la Revisión de la Postura Nuclear. En todos ellos, se señala muy explícitamente a China y Rusia como las grandes amenazas al orden internacional, por supuesto dejando de lado que Estados Unidos reniega hoy por hoy de ese orden que durante décadas contribuyó a forjar. La principal amenaza para Estados Unidos no proviene de estos dos países, ni tampoco de otros, sino de los muchos desbarajustes en sus propias políticas.
Vale la pena recordar que, cuando Trump trata de intimidar al líder norcoreano Kim Jong-un alardeando de su potencial militar, los datos —por una vez— están de su parte. El gasto militar estadounidense es todavía casi tres veces superior al de China, el segundo país de la lista, y casi nueve veces superior al de Rusia, el tercero. De hecho, Estados Unidos gasta más en defensa que los ocho siguientes países de la lista juntos, y posee el arsenal nuclear más sofisticado del mundo. Si la administración estadounidense se expresa a menudo con una fundamentada —aunque poco elegante— suficiencia, ¿por qué actúa a la vez como si su clara superioridad militar nunca fuese suficiente?
La Revisión de la Postura Nuclear es el mejor ejemplo de esta disonancia cognitiva. La nueva doctrina estadounidense estipula un incremento del número de armas nucleares tácticas, que tienen una potencia explosiva relativamente menor. El objetivo de esta medida es neutralizar las capacidades rusas en este ámbito, disipando “cualquier creencia errónea de potenciales adversarios de que un uso limitado de armas nucleares puede conferirles una ventaja útil sobre Estados Unidos y sus aliados”. Este razonamiento incurre en una flagrante contradicción: si la creencia es errónea, carece de sentido responder a ella como si fuese cierta.
A diferencia de lo que sostiene el Pentágono, el costoso desarrollo de más armas tácticas rebajaría el umbral nuclear. Además, como explica el experto de Brookings Robert Einhorn, la Revisión de la Postura Nuclear contiene otro elemento con un efecto similar: la afirmación de que Estados Unidos podría usar armas nucleares en respuesta a “ataques estratégicos no nucleares”, que quedan definidos de forma ambigua. Rebajar el umbral nuclear acentúa el riesgo de que se produzca una catástrofe global; un riesgo que el Bulletin of the Atomic Scientists sitúa ya en el nivel más alto desde 1953. Incluso en el muy improbable caso de que “un uso limitado de armas nucleares” no desembocase en una escalada sin control, un arma táctica por sí sola podría generar una explosión comparable a las de Hiroshima y Nagasaki.
Nueve años después del célebre discurso de Barack Obama en Praga, en el que se comprometió a avanzar hacia un mundo libre de armas nucleares, el desarme ha dejado de ser una prioridad estratégica para la primera potencia mundial, que debería liderar los esfuerzos en este sentido. El Nobel de la Paz de Obama parece una reliquia del pasado, y el que recibió el año pasado la Campaña Internacional para Abolir las Armas Nucleares, un reconocimiento tristemente anacrónico. La carrera armamentística de la que Trump se declaró partidario —aunque hoy en día dicha carrera pueda consistir más en perfeccionar los arsenales que en incrementar el tamaño total de los mismos— parece estar en marcha.
A todo esto, la Casa Blanca acaba de presentar una propuesta de presupuesto que incrementaría el gasto militar, mientras que recortaría los fondos del Departamento de Estado en un 25%. Aunque tiene pocos visos de recibir el apoyo del Congreso, la propuesta representa el enésimo síntoma de la aversión de Trump a los cauces diplomáticos. Esta aversión es una de las causas del notable deterioro que está sufriendo la imagen internacional de Estados Unidos, un fenómeno que no parece preocupar demasiado a la actual administración estadounidense.
Lo que realmente preocupa a esta administración—además de los casos de Irán y Corea del Norte, que suele comparar a la ligera— es la competencia estratégica encarnada por Rusia y, sobre todo, por China. Pero, en un escenario de creciente militarización rusa y china, hay que evitar a toda costa echar más leña al fuego. El conflicto entre grandes potencias no es ni mucho menos ineludible, a no ser que dichas potencias actúen como si lo fuese. Lo que más debería alarmar a Estados Unidos no es la multipolaridad que se ha gestado a lo largo de este siglo. El mayor riesgo para Estados Unidos es que se olvide de los principios e instituciones que apuntalaron su liderazgo mundial y, al enfatizar una narrativa de confrontación, se convierta en víctima de sus propios augurios.
*Javier Solana es distinguished fellow en la Brookings Institution y presidente de ESADEgeo, el Centro de Economía y Geopolítica Global de ESADE. Copyright: Project Syndicate, 2018.