29 de agosto 2022
La guerra es la paz.
La libertad es la esclavitud.
La ignorancia es la fuerza.
George Orwell (1984)
La definición más sencilla de distopía es lo contrario de utopía. Si por utopía se entiende un mundo o una situación ideal implícitamente positiva, la distopía es la cara contraria: un mundo o situación no deseada para el común de las personas por sus connotaciones negativas. Dicho en claro: una sociedad distópica es donde impera la negación de los derechos humanos por la mano de regímenes despóticos.
Tanto la utopía como la distopía suelen ser construcciones teóricas. Por su naturaleza prometeica, la primera suele ser enunciada desde la política por cuanto lleva implícito el cambio social. El ejemplo más claro es el imperecedero discurso de Martin Luther King “Yo tengo un sueño” del 28 de agosto de 1963, hace casi 60 años. En cambio la distopía ha sido descrita por la literatura a modo de advertencia por George Orwell (1984), Aldous Huxley (Un mundo feliz), Ray Bradbury (Fahrenheit 451) y más recientemente por Margaret Atwood (El cuento de la criada). Sin embargo, la distopía, al contrario de su némesis, ha encontrado terrenalidad en dictaduras despiadadas que no han tenido problemas para reducir a los seres humanos a la condición de objetos prescindibles. Lamentablemente, una vez más, entre estas sociedades distópicas se encuentra Nicaragua.
Cada vez quedan menos esferas de la vida cotidiana que no se hayan visto sometidas a la opresión de la dictadura Ortega Murillo, incluso las de fuero interior como la fe religiosa ha entrado dentro de la trituradora de derechos, y las que aún no, como las relaciones familiares, se han visto condicionadas por el miedo, el gran instrumento del régimen para llevar la autorepresión a su más alto exponente.
No hace falta crear una “Policía del Pensamiento” como anticipó Orwell. El miedo se ha instalado en la sociedad nicaragüense como el gran gendarme que se encarga de reprimir a toda la sociedad nicaragüense, incluidos a los fanáticos del régimen. Cualquier comportamiento individual (por no mencionar siquiera los colectivos) está definido por el miedo en la misma proporción que el aniquilamiento de las libertades. El miedo, como un animal viscoso, lo lleva pegado a la piel cada nicaragüense en cualquier rincón del país.
Miedo a que se sepa cómo se piensa, un miedo que obliga a bajar la voz cuando se critica al régimen, a evitar opinar en cualquier medio público de expresión y mostrar de forma clara alguna simpatía con los símbolos de la rebelión, como los colores de la bandera nacional. Este mismo temor lleva a la desconfianza hacia los demás, hacia los círculos más cercanos de la familia y de las amistades para que no sepan qué pensamientos rondan las cabezas y, peor aún, si se participa en alguna forma de resistencia.
Esto último lleva implícito rupturas de viejos y nuevos vínculos de la sociabilidad, de los mecanismos orgánicos de solidaridad que son el sustrato del tejido asociativo que da cuerpo a las distintas expresiones de la acción colectiva. En su lugar hay miedo de visitar o ser vistos con amistades “quemadas” en la lucha contra la dictadura; hay miedo de ser asociado a personas que podrían estar en el radar de la dictadura por ser opositoras, por ser familiares de presos/as políticas o por desempeñar oficios perseguidos por el régimen, ya sea defensores de derechos humanos, empresarios, periodistas o sacerdotes.
Hay miedo a movilizarse libremente, a salir de casa y de la ciudad; miedo a encontrarte con un retén un policía que sin ningún motivo te capture, te plante drogas, armas o planes satánicos para acabar con el reino de los Ortega-Murillo. Por añadidura, hay miedo a salir del país; miedo a que quiten el pasaporte y que no dejen salir, pero también miedo al destierro, a que no te dejen regresar a tu país, miedo a quedar varado en cualquier lugar del mundo sin recursos ni esperanzas.
En síntesis, en la sociedad distópica que se ha convertido Nicaragua, el miedo es una atmósfera tóxica bajo la cual los derechos de los nicaragüenses han perdido el sentido original con que fueron proclamados: en vez de ser umbrales de las libertades ciudadanas, se han convertido en esferas prohibidas ante las cuales más vale autorreprimirse. Para la dictadura los derechos son escenarios del crimen que no dudan volver a cometer. La Declaración Universal de los Derechos Humanos es la hoja de ruta que le indica hacia dónde disparar. Las leyes represivas aprobadas a finales de 2020 son la mejor prueba de este ánimo depredador de los derechos y las libertades.
Si antes lo normal era organizarse en la modalidad que fuera, ahora la mejor forma de vivir es “no meterse en nada”; si era normal opinar en cuantos medios y redes se quisiera, ahora es mejor borrar todos los rastros posibles; si antes cada persona guardaba en teléfonos y computadoras cuantas fotos y mensajes se le antojara, ahora se ha vuelto un hábito eliminar a diario los mensajes y fotos comprometedoras; si atesoraban libros, revistas, documentos en los que se había participado, ahora es mejor destruirlos, borrar la memoria para no facilitar el trabajo de los esbirros. Hay miedo justificado a no saber si se está en una lista negra de la tiranía.
Como suele suceder, la realidad impuesta por la dictadura orteguista ha superado cualquier ficción imaginada por los autores que anunciaron la distopía. En su delirio, los jerarcas de la distopía nicaragüense han llegado a la aberración extrema de penalizar a las personas no solo por lo que hacen, sino también por lo que han hecho y -aquí está la mayor abyección- por lo que podrían llegar a hacer. Como para la dictadura el pasado es un intervalo abierto, nunca se sabe por qué pecados del pasado una persona podría ser considera enemiga del reino cristiano, socialista y solidario; y como el futuro es una bola de cristal en manos de la matrona, la incertidumbre sobre posibles actividades futuras de los nicaragüenses fue resuelta mediante la acusación distópica de “conspiración para cometer menoscabo a la integridad nacional”, una tipificación en la que podría caber cualquier aspiración ciudadana a un país, desde la letra del himno nacional hasta la vieja consigna del FSLN de “patria libre o morir”.
La distopía que vive Nicaragua es del tamaño del miedo de los dictadores a perder el poder, como apuntara Gioconda Belli recurriendo a Michel de Montaigne en estas mismas páginas, un miedo más grande que el estado de terror impuesto a la población. De la literatura se puede extraer que incluso en condiciones de sociedades distópicas, ni los dos minutos de odio diario del Ministerio de la Verdad, ni la quema de los libros, ni la apropiación el útero de las mujeres con fines reproductivos, pueden doblegar la lucha legítima de los pueblos para cristalizar sus propias utopías, aunque esta, como dijera Eduardo Galeano, sea como el horizonte que se aleja a medida que uno se aproxima a ella. En este carácter desafiante de las utopías contra la opresión se encuentra el germen de la esperanza inclaudicable del pueblo nicaragüense de volver a ser libres.