Guillermo Rothschuh Villanueva
12 de enero 2020
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El deseo por releer libros nos asalta de pronto y salimos en su búsqueda sabiendo que saciaran nuestro apetito así los hayamos leído sinnúmero de veces
Foto: Agencias
Hay libros a los que uno vuelve cada cierto tiempo una y otra vez sin asomos de cansancio, jubilosos abrimos sus páginas para sentir deleite. Son nuestros ángeles tutelares. El deseo por leerlos nos asalta de pronto y salimos en su búsqueda sabiendo que saciaran nuestro apetito así los hayamos leído un sinnúmero de veces. Creo que a todo nos pasa. En distintas épocas diversos escritores han manifestado su propensión por releer algunos libros que marcaron para siempre su existencia. El mexicano Carlos Fuentes nunca se cansó de repetir que todos los años releía El Quijote. Una devoción un tanto parecida a la de ciertos cristianos de rezar el rosario todas las noches.
En un momento de su existencia, el peruano Mario Vargas Llosa, volvió sobre sus pasos para releer lápiz en mano a Juan Carlos Onetti. El resultado de esa nueva travesía fue el ensayo El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti (2009). Además de aplicar exitosamente su arte creativo al conjunto de la obra literaria del uruguayo, ratifica lo verdaderamente productivas que son las segundas, terceras o cuartas lecturas. Conocedor a fondo de la narrativa hispanoamericana, llegó a la conclusión que los recursos estilísticos utilizados por Onetti, obligaban a rehacer el mapa de la narrativa latinoamericana. Un hallazgo afortunado que hace justicia con Onetti.
Infinidad de lectores de Cien años de soledad (1967) han manifestado hasta la saciedad, que han leído este parto prodigioso muchísimas veces. La novela del portento ha sido llamada El Quijote americano, calificación de Carlos Fuentes. Rayuela (1963) —contrario a lo que podría creerse— sigue venciendo tiempo y fronteras. Millares de jóvenes de diferentes países la han convertido en su libro de cabecera. En las redes sociales —especialmente en Facebook— aparecen con frecuencia citas de esta antinovela o contranovela como la llamó el argentino. Libro maravilloso, cautiva a los jóvenes. Vuelvo a ella cada cierto tiempo. Sigue siendo objeto de culto.
Con Cien años de soledad me pasa igual, manjar para todas las estaciones del año, la he leído de punta a punta no menos de seis veces, no tantas como mi hermana Luzana. Aunque la he leído más de veinte veces asomándome a sus diferentes capítulos. Su escritura permite este tipo de lecturas. Cada uno de sus capítulos es un todo cerrado. La última vez que la leí toda de un solo tirón fue para su cincuenta aniversario (2017). Esta forma de lectura la debo a mi padre. Me enseñó a meterme en las aguas de algunos textos con la intención de llenarme de júbilo. Nada más refrescante que desplazarse sobre su universo encantado. Uno sale cargado de optimismo.
Con Vargas Llosa, hasta la publicación de La guerra del fin del mundo (1981) su sexta novela, no terminaba de inclinar mi preferencia, dudaba cuál era su novela más acabada. La guerra del fin del mundo me tuvo embriagado, me atreví a decir que era su mejor obra. Antes había apostado por Conversación en la catedral (1969). Seguí pegado a su orilla leyendo sus ensayos y novelas. El año pasado al percatarme que estábamos a las puertas de celebrar los cincuenta años de su aparición, me atraganté de nuevo Conversación en la catedral y La fiesta del Chivo (2000). Mis dudas acabaron de disiparse. Incliné la balanza a favor de Conversación en la catedral. Creo no estar errado.
Después de releer Un baile de Máscaras (1995) y El cielo llora por mí (2008), puedo decir que esta última novela es la más nicaragüense de Sergio Ramírez. Las dos filtran un humor urticante y mucha ironía. Algo muy suyo. En los diálogos del Inspector Morales y las ocurrencias de doña Sofía, el habla nicaragüense despliega sus alas. El abogado de los narcos es un gay y su perro resulta ser chiclán. Doña Sofía cree que puede redimir a Fany de su adulterio. Se disfraza para ir a comprar el “jabón de la sanación”. Estaba persuadida que bastaba que Fany se diese una lavadita con él entre sus piernas para hacer el milagro. Una ocurrencia cargada de mordacidad.
Libros que releo y me los empino una y otra vez: Novelas y novelistas. El canon de la novela, (2012) del recién fallecido Harold Bloom y Una historia de la lectura (2011) del argentino Alberto Manguel. Al asomarme por primera vez al libro de Bloom, me agradó enterarme que, para realizar su trabajo, había tenido que releer varios de los libros y autores pasados por su lupa. Gajes del oficio, no le bastó una primera lectura. Al pasar de nuevo sus ojos encontró en ellos aspectos novedosos como si se tratase de una primera pasada. Una manera de ratificar lo gratificante y necesarias que resultan las segundas lecturas. Un hábito que depara a los lectores nuevas alegrías.
Bloom empieza su disertación sobre 1984, afirma que “leer a George Orwell y escribir sobre él en 1984, posee una equívoca ironía”. En esta nueva ocasión se sentía perdido y le aquejaba una mezcla antagónica de reacciones estéticas y morales. Desde el punto de vista estético Orwell le resulta mejor ensayista que novelista. Esta misma sensación tengo cuando leo a Umberto Eco novelista. El pecado del italiano consiste en cargar sus novelas con un fárrago de erudición más propia del ensayo. Esto me pasó al releer Número cero (2015). Bloom cita a V. S. Prichett, con la intención de compartir su criterio: Orwell es uno de los mejores panfletistas modernos. No hay duda.
Igual hizo con Daniel Defoe, leyó y releyó Robinson Crusoe siendo adulto. Su acercamiento a la obra de Defoe la pasó por la criba de numerosos críticos, para mostrarnos que enfrentaba su lectura conociendo de antemano los numerosos juicios que habían vertido muchos entendidos sobre esta obra. Al releer en estos días su visión de Crusoe, me percaté que Bloom se lamentaba de haberse perdido una experiencia que sigue siendo universal: no haberla leído de niño. Un libro que no falla con los más pequeños. Hoy me comprometo a regalársela a Maykelin. Para las navidades de 2019 me negué. Debo aceptar que me equivoqué al no comprárselo.
En el caso de Manguel, su atracción obedece al goce que él experimentó al leer autores dedicados a poner a nuestro alcance textos donde exponen el placer que experimentaron a través de su lectura. Un placer compartido. Tengo rato de estar leyendo a este tipo de escritores. No hablan solo de sus propias experiencias, escudriñan las páginas de otros autores para tender un hilo de continuidad entre millones de lectores dispersos por el mundo. Uno de los retos más formidables de todo lector consiste en seleccionar qué libro tendrá que escoger entre las decenas de textos dedicados a un mismo tema. Un desafío apabullante que no pueden rehusar.
Manguel, igual que Daniel Pennac, plantea diferentes formas de lecturas; siente la obligación de referirse a los poderes del lector. Su libro está atravesado por una asombrosa erudición. El mamotreto de 578 páginas publicado en letra de siete puntos y numerosas ilustraciones, muestra el amor entrañable que siente el argentino por la lectura. Igual que Vargas Llosa, aduce que sus primeras experiencias con el mundo real se dieron a través de los libros. Cuando se tropezó en la vida con personajes o acontecimientos similares a los que había leído, sintió una experiencia decepcionante: lo que estaba ocurriendo ya lo había vivido en palabras. Una especie de dejà vu.
Muchas personas creen ofenderme al decir que en mis artículos y ensayos nombro a distintos autores. ¿Qué otra opción podía tener un joven dedicado a la enseñanza sino leer para estar al tanto de lo planteado en las materias que impartía? Soy hijo de mis lecturas. Sigo comprando libros. Navego a medio camino entre la tablet y los libros impresos. Me siento abrumado ante la velocidad con que las casas editoriales lanzan cada semana decenas de textos. Jamás podré compaginarla con mi ritmo de lectura. Cuando estudiaba en México comprendí que si me dedicaba solo a leer los periódicos del día no tendría tiempo ni de terminarlos. Esa angustia me consume.
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Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.
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