14 de enero 2016
Nueva York.– El método tradicional de los investigadores para evaluar la eficacia de nuevos tratamientos contra la ansiedad es estudiar la conducta de ratas o ratones en situaciones incómodas o estresantes. Los roedores evitan los espacios abiertos e iluminados, que en la naturaleza son lugares donde serían presa fácil. Por eso su tendencia natural en una disposición experimental es buscar áreas mal iluminadas o cerca de las paredes. Cuanto más tiempo pase un animal medicado en áreas donde está desprotegido, más eficaz se considera el fármaco para tratar la ansiedad.
Pero los fármacos que se han obtenido con esta metodología no son muy buenos en lograr que las personas se sientan menos ansiosas. Ni los pacientes ni sus terapeutas consideran que las opciones disponibles (entre ellas, benzodiazepinas como el Valium e inhibidores selectivos de la recaptación de la serotonina como el Prozac o el Zoloft) sean tratamientos adecuados para la ansiedad. Tras décadas de investigaciones, algunas de las grandes empresas farmacéuticas tiraron la toalla y están reduciendo los programas de desarrollo de nuevos ansiolíticos.
Pero no podemos darnos el lujo de rendirnos en la búsqueda de tratamientos para lo que se conoce como trastornos de ansiedad, una categoría que abarca a la vez problemas relacionados con el miedo y la ansiedad. El miedo es un sentimiento que se produce ante la cercanía o la expectativa inminente de una posible fuente de daño, mientras que la ansiedad suele relacionarse con la posibilidad de un daño futuro. En todo el mundo, la incidencia de trastornos de ansiedad a lo largo de la vida es alrededor de 15%, y el costo social es enorme. A fines de los noventa, se estimó que la carga económica de los trastornos de ansiedad superaba los 40 000 millones de dólares. Pero es casi seguro que el costo total sea considerablemente mayor, porque muchos casos no llegan a diagnosticarse.
Paradójicamente, la razón por la que los medicamentos para la ansiedad más recetados no resuelven el problema subyacente es que hacen exactamente lo que se espera de ellos (según los criterios con que fueron diseñados). La mayoría de los tratamientos basados en estudios con ratones o ratas hacen que sea más fácil convivir con el trastorno, pero no reducen los sentimientos de temor o ansiedad en sí.
La razón es sencilla. Los sistemas cerebrales que controlan las respuestas conductuales en situaciones amenazantes son similares en roedores y humanos, e implican áreas más antiguas situadas en lo profundo del cerebro que operan de forma inconsciente (por ejemplo, la amígdala). Por otra parte, los sistemas que producen las experiencias conscientes, incluidos los sentimientos de temor o ansiedad, implican regiones evolutivamente más nuevas del neocórtex que están especialmente bien desarrolladas en el cerebro humano, pero no en el de los roedores. Los sentimientos conscientes también dependen de las capacidades lingüísticas propias del ser humano, es decir, la capacidad para conceptualizar y nombrar experiencias internas. Es elocuente la gran cantidad de palabras que tenemos para expresar grados de miedo o ansiedad: preocupación, aprensión, intranquilidad, agitación, inquietud, angustia, inseguridad, duda, sospecha, nerviosismo, tensión, etc.
En consecuencia, si bien los estudios con animales son útiles para predecir el efecto de un fármaco sobre síntomas controlados en forma inconsciente que se activan ante estímulos amenazantes, no son tan eficaces cuando se trata de los sentimientos conscientes de miedo o ansiedad. Los fármacos disponibles pueden ayudar a un paciente que dejó de ir al trabajo para evitar situaciones que le inspiran temor o ansiedad, como un transporte público atestado de gente o el juicio de sus pares o superiores. Así como las ratas medicadas son conductualmente más desinhibidas (más capaces de tolerar espacios abiertos e iluminados), la medicación hace que para el paciente sea más fácil volver al trabajo. Pero como los tratamientos no actúan directamente sobre los procesos cerebrales conscientes, la ansiedad en sí no siempre desaparece.
Para lograr tratamientos más efectivos, necesitamos estrategias más sutiles. Debemos tratar de manera distinta los sistemas que operan en forma inconsciente y los que dan lugar a las experiencias conscientes. Esto no implica necesariamente el uso de fármacos mejores. Las respuestas inconscientes también se pueden tratar con terapia de exposición, que consiste en instrumentar una interacción repetida con un estímulo amenazante para debilitar sus efectos psicológicos.
Los nuevos hallazgos respecto del funcionamiento de los sistemas cerebrales conscientes e inconscientes pueden ayudarnos a aumentar la efectividad de las terapias de exposición. La idea básica sería separar el tratamiento de los síntomas según involucren procesos inconscientes o conscientes.
Yo propongo la siguiente secuencia. Comenzar reduciendo la respuesta de áreas como la amígdala mediante técnicas de exposición inconsciente (usar estímulos subliminales, para evitar la activación de pensamientos y sentimientos conscientes que puedan interferir con el proceso de exposición). En cuanto los sistemas inconscientes estén bajo control, usar la exposición consciente para tratar los síntomas conscientes. Por último, emplear psicoterapias más tradicionales: interacciones verbales con el terapeuta para ayudar al paciente a modificar creencias, reevaluar recuerdos, alentar la aceptación de sus circunstancias, desarrollar estrategias de adaptación, etc.
En esta metodología también hay un lugar para los fármacos, pero no como solución a largo plazo. En cambio, podrían usarse para aumentar la efectividad de la terapia de exposición (en este sentido, la d-cicloserina tiene un potencial promisorio).
La efectividad de una metodología que reconoce que diferentes sistemas cerebrales controlan diferentes síntomas todavía debe someterse a una adecuada evaluación, pero resultados de diversas investigaciones sugieren que debería funcionar. Además, sería no invasiva y solo demandaría modificar el uso de algunos procedimientos habituales. Dada la magnitud del problema, no podemos dejar de probar una puerta que es tan fácil de abrir.
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Traducción: Esteban Flamini
Joseph LeDoux, profesor de Ciencia, Neurociencia y Psicología, y de Psiquiatría Infantil y Adolescente en la Universidad de Nueva York, es el director del Emotional Brain Institute perteneciente al Nathan Kline Institute y la Universidad de Nueva York. Su último libro se titula Anxious: Using the Brain to Understand and Treat Fear and Anxiety [Ansioso: usar el cerebro para entender y tratar el miedo y la ansiedad].
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