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Un “House of Cards” en Siria

La caída de Bashar al‑Asad en Siria fue posible en parte porque sus valedores en Irán y Rusia estaban absortos en sus propios problemas

Ciudadanos pisotean un retrato del tirano sirio Bashar al-Asad.

Ciudadanos pisotean un retrato del tirano sirio Bashar al-Asad. Foto: EFE/Andrej Cukic

Barak Barfi

13 de diciembre 2024

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Unos 54 años después de la toma del poder en Siria por Hafez al‑Asad, milicias rebeldes derrocaron la dinastía que su hijo Bashar dilapidó. La caída de Bashar al‑Asad fue posible en parte porque sus valedores en Irán y Rusia estaban absortos en sus propios problemas existenciales. Pero fueron las deficiencias de Asad las que aceleraron el colapso del régimen. Encerrado en una economía parasitaria y en un sistema político fosilizado incapaz de tolerar el disenso, Asad no tuvo fuerzas para reformar casi nada.

No había sido educado para liderar Siria. El heredero de su padre era su hermano mayor, Basel. Pero tras su muerte prematura en 1994, Bashar tuvo que abandonar su residencia de oftalmología en Londres y volver a casa.

Al morir Hafez en 2000, legó a su hijo un Estado fuerte y estable. Los días de aislamiento internacional de Siria eran cosa del pasado. Ya no tenía conflictos con Estados Unidos por derribar a pilotos de la Marina estadounidense. Y cuando en 1991 Hafez prometió enviar tropas para sacar a Irak de Kuwait, se convirtió en un socio para la paz y forjó una estrecha relación con el presidente estadounidense Bill Clinton.

Muchos esperaban que la exposición de Bashar a Occidente (algo que no tenía su padre) lo ayudaría a moderar al gobernante partido Ba’az, en el poder desde 1963. Al principio pareció adoptar un papel reformista, liberando presos políticos y permitiendo que se multiplicaran los salones intelectuales.


Pero de un día para el otro torció el rumbo, empezó a reprimir el disenso y dio vía libre a la corrupción desenfrenada. Para compensar, redirigió las frustraciones de los sirios hacia chivos expiatorios extranjeros. Culpó a los judíos de traicionar a Jesús. Abrió Siria a yihadistas extranjeros y les facilitó el traslado a Irak para luchar contra los estadounidenses. Y se mostró dispuesto a emular las inclinaciones violentas de su padre. Cuando el primer ministro libanés Rafik Hariri se negó a alinearse, Bashar amenazó con “destruir el Líbano” y conspiró con Hezbolá para asesinarlo.

Bashar estaba atado al régimen baazista que su padre había ensamblado juntando minorías para poder gobernar a los suníes árabes, que constituyen alrededor del 64% de la población siria. El baazismo también atraía a los suníes provincianos, largo tiempo discriminados por las élites urbanas. Cualquier reforma pondría en peligro la supremacía de la secta alauita, rama del chiismo a la que pertenece Asad y que representa alrededor del 12% de la población.

Llegado 2006, hasta los más fervientes defensores occidentales de Siria habían roto con Asad. El presidente francés Jacques Chirac, aliado de Hafez, confesó que Bashar le parecía “incompatible con la seguridad y la paz”. Algunos lo apodaban “oculista ciego”. Otros le decían “Fredo”, en referencia al torpe hijo del medio de Don Corleone en El padrino.

Así que cuando en 2011 estallaron revueltas en todo el mundo árabe, era lógico suponer que el contagio llegaría a Siria. Pero Bashar no percibió el malestar de los sirios o decidió ignorarlo. Unas semanas antes de que salieran a las calles, le dijo al Wall Street Journal que Siria estaba fuera del asunto y que era “estable”, porque él estaba “muy conectado con las creencias de la gente”.

Pero entonces la base rural del régimen se rebeló y estallaron las protestas. Para suprimir la rebelión, Asad se apoyó en las élites urbanas, desdeñosas de los rústicos, y en la clase trabajadora, que nunca se identificó con las protestas del campo.

Aun así Bashar no consiguió ponerse a salvo, y se vio obligado a recurrir al apoyo aéreo de Rusia y a milicias respaldadas por Irán, en particular Hezbolá. Tras varios años de combates, logró recuperar el control de la mayor parte del núcleo territorial del país, desde Alepo en el norte hasta Damasco en el sur, hogar de la mayoría de los sirios.

Igual que su padre, Bashar tuvo una segunda oportunidad; a diferencia de su padre, la desperdició. Al no poder conseguir una reforma política, sus partidarios se volcaron a exigir un cambio económico, con énfasis en la distribución de recursos y en la reconstrucción. Pero un régimen con tantas semejanzas con los Soprano no iba a ceder sus atesoradas rentas, ni siquiera para conseguir armonía social. Como la familia mafiosa de la ficción, el régimen de Asad dependía de cobrar “comisiones” a empresarios ricos y extorsionar a extranjeros. Cuando el Programa Mundial de Alimentos no sobornó a funcionarios de un puerto sirio, un cargamento de arroz terminó pudriéndose en el almacén. Y cierta vez el tío de Bashar le insinuó a un diplomático estadounidense que Siria le compraría aviones a Boeing si lo nombraban agente de ventas.

Mientras tuvo ingresos suficientes, el régimen pudo mantener un modelo económico de derrame en el que aplacaba a la sociedad con productos básicos subsidiados, mientras se enriquecía con ganancias mal habidas. Pero la guerra civil redujo la base de ingresos para la extracción de rentas internas, y ya no había extranjeros a quienes extorsionar. Hoy, Siria gana casi el doble por la exportación ilícita de anfetamina Captagon que por el comercio legal. Con una economía en contracción y recortes de subsidios que dejan los productos de uso diario fuera del alcance del asalariado medio, alrededor del 70% de los hogares sirios dicen que no pueden cubrir sus necesidades básicas.

Pero los pobres no son los únicos que sufrieron bajo Asad. Un régimen construido sobre la captura de recursos terminó volviéndose en contra de los emprendedores y dirigentes empresariales cuyas actividades legítimas lo sostenían.

Basta pensar en Samer al‑Dibs, un vástago de la élite prebaazista que gobernó Siria entre 1860 y 1963. Su familia opera en industrias que van de la fabricación de papel a la banca. Nunca apoyó las protestas de 2011, e incluso estuvo dispuesto a representar al régimen en conferencias internacionales. Pero en la elección parlamentaria de julio de 2024, el régimen lo privó del escaño que había ocupado durante diecisiete años, negándole los privilegios que él y otros habían usado para expandir sus negocios.

Así que cuando hace doce días los rebeldes lanzaron su guerra relámpago, esas figuras le negaron el apoyo al régimen. Y consumidos por conflictos más urgentes contra Israel y Ucrania, los valedores iraníes y rusos de Bashar no tenían recursos para rescatarlo de nuevo. Pero fue su soberbia y su negativa a encarar una reforma económica y política lo que finalmente condenó a su Gobierno.

*Artículo publicado originalmente en Project Syndicate.

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Barak Barfi

Barak Barfi

Fue investigador en New America Foundation e investigador visitante en Brookings Institution.

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