7 de mayo 2020
CAMBRIDGE – El liderazgo —la capacidad para ayudar a la gente a formular y alcanzar sus metas— es fundamental en las crisis. El primer ministro británico Winston Churchill lo demostró en 1940, al igual que Nelson Mandela durante la transición de Sudáfrica para salir del apartheid.
De acuerdo con estos estándares históricos, los líderes de las dos mayores economías del mundo han fracasado estrepitosamente. El presidente estadounidense Donald Trump y su contraparte china, Xi Jinping, no reaccionaron inicialmente al brote del coronavirus informando y educando a la ciudadanía, sino negando el problema y causando con ello la pérdida de vidas. Ambos enfocaron sus energías en echar culpas en vez de buscar soluciones. Debido a su fracaso, es posible que el mundo haya perdido la oportunidad para responder a la crisis con un «momento Sputnik» o un «Plan Marshall para la COVID».
Los teóricos del liderazgo distinguen entre los líderes transformadores y transaccionales. Estos últimos intentan transitar las situaciones a la manera de siempre, mientras que los primeros procuran dar nueva forma a las situaciones en las que se encuentran.
Por supuesto, los líderes transformadores no siempre tienen éxito, El expresidente estadounidense George W. Bush trató de cambiar Oriente Medio con una invasión a Irak y las consecuencias fueron desastrosas. Por otra parte, su padre, el expresidente George H.W. Bush, tuvo un estilo más transaccional, pero también contó con la habilidad para manejar la fluida situación del mundo tras el colapso del comunismo en Europa. La Guerra Fría llegó a su fin y Alemania se reunificó y vinculó estrechamente con Occidente sin un solo disparo.
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Independientemente de su estilo, los líderes pueden ejercer una fuerte influencia sobre la identidad de los grupos: la fuerza que convierte el «yo» y «ustedes» en «nosotros». Los líderes perezosos suelen reforzar el statu quo aprovechando las divisiones existentes en su propio beneficio, como lo hizo Trump, pero los líderes transformadores eficaces pueden tener un impacto de largo alcance en el carácter moral de la sociedad. Mandela, por ejemplo, pudo fácilmente haber definido su base a partir de los sudafricanos negros y luego buscar revancha por las décadas de injusticia sufrida. En lugar de eso, trabajó incansablemente para ampliar la identidad de sus seguidores.
De manera similar, después de la Segunda Guerra Mundial —durante la cual Alemania invadió a Francia por tercera vez en 70 años— el diplomático francés Jean Monnet concluyó que la revancha solo conduciría nuevamente a la tragedia. Para transformar la situación desarrolló un plan para la producción europea conjunta de carbón y acero, un acuerdo que eventualmente evolucionaría para convertirse en la Unión Europea.
Estos logros no fueron inevitables, cuando miramos más allá de nuestras familias y personas cercanas, descubrimos que la mayoría de las identidades humanas son lo que el sociólogo Benedict Anderson llamó «comunidades imaginadas». Nadie comparte directamente la experiencia de millones de personas de su país, sin embargo, desde hace uno o dos siglos, la nación ha sido la comunidad imaginada por la cual la gente ha estado dispuesta a morir.
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Las amenazas mundiales como la COVID-19 y el cambio climático, sin embargo, no discriminan por nacionalidad. En un mundo globalizado, la mayor parte de la gente pertenece a diversas comunidades imaginadas superpuestas —locales, regionales, nacionales, étnicas, religiosas y profesionales— y los líderes no tienen que recurrir a las identidades más limitadas para conseguir apoyo o solidaridad.
La aparición de la pandemia de la COVID-19 representó una oportunidad para el liderazgo transformador. Un líder transformador hubiera explicado al principio que, como la crisis es de naturaleza mundial, ningún país la puede resolverla por sí solo. Tanto Trump como Xi desperdiciaron la oportunidad, ninguno se dio cuenta de que ese ejercicio de poder podría haberse convertido en un juego de suma positiva. En vez de pensar solamente en términos del poder sobre los demás, pudieron haber pensado en términos del poder con los demás.
En muchas cuestiones internacionales, empoderar a los demás puede ayudar a un país como Estados Unidos a cumplir sus propias metas. Si China logra fortalecer su sistema de salud pública o reducir su huella de carbono, los estadounidenses y todos los demás se beneficiarán. En un mundo globalizado, las redes son una fuente clave de poder y, en un mundo cada vez más complejo, los estados más conectados —aquellos capaces de atraer socios para actividades de cooperación— son los más poderosos.
En la medida en que la clave para la futura seguridad y prosperidad estadounidenses depende de que se entienda la importancia del «poder con» además del «poder sobre», el desempeño del gobierno de Trump durante la pandemia ha sido desalentador. El problema no es el eslogan «América primero» (todos los países se preocupan de lo propio en primer lugar), sino la forma en que Trump define los intereses estadounidenses: centrándose solo en los beneficios de corto plazo derivados de transacciones de suma cero, prestó escasa atención a los intereses a más largo plazo de los que se ocupan las instituciones, alianzas y reciprocidad.
Actualmente, EE. UU. ha abandonado su tradición de buscar el propio beneficio a largo plazo de manera inteligente, pero el gobierno de Trump aún está a tiempo para tener en cuenta las lecciones que apuntalaron los éxitos de los presidentes estadounidenses posteriores a 1945, que describo en mi último libro, Do Morals Matter? Presidents and Foreign Policy from FDR to Trump. De hecho, Estados Unidos todavía está a tiempo de lanzar un programa de asistencia masiva por la COVID-19 según el modelo del Plan Marshall.
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Como sostuvo recientemente Henry Kissinger, los líderes de hoy deben elegir el camino de la cooperación que llevará a una mayor resiliencia internacional. En vez de recurrir a la propaganda de la competencia, Trump podría convocar una cumbre de emergencia del G20 o una reunión del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para crear marcos bilaterales y multilaterales que amplíen la cooperación.
Trump también podría destacar que nuevas oleadas de la COVID-19 golpearán a los países más pobres con especial dureza y que los brotes en el hemisferio sur nos perjudicarán a todos cuando se propaguen hacia el norte. Vale la pena recordar que la segunda oleada de la pandemia de gripe de 1918 mató a más personas que la primera. Un líder transformador enseñaría al público estadounidense que le conviene contribuir generosamente a un nuevo fondo para combatir la COVID-19, disponible para todos los países en vías de desarrollo.
Si un Churchill o un Mandela estadounidense educara al público de esta forma, la pandemia podría abrir el camino a una mejor política mundial. Lamentablemente, sin embargo, tal vez hayamos perdido ya la oportunidad para el liderazgo transformador y el virus simplemente acelere las condiciones preexistentes de nacionalismo populista y abusos tecnológicos autoritarios. Los fracasos del liderazgo siempre son lamentables, pero mucho más frente a una crisis.
Joseph S. Nye Jr. es profesor de Harvard y autor de Do Morals Matter? Presidents and Foreign Policy from FDR to Trump.
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