16 de agosto 2022
El régimen de Putin representa de modo concentrado a todo lo que la llamada izquierda mundial combatió en el pasado. Un régimen conservador, reaccionario, ultranacionalista y, hacia el exterior, imperialista e incluso colonialista. Desde un punto de vista cultural, extremadamente religioso, patriarcal, autoritario, militarista y homofóbico hasta el exceso. Y, desde el económico, sustentado en una oligarquía o mafia formada por millonarios corruptos -nada que ver con esa burguesía progresista a la que tanto alabó Marx en su Manifiesto-. Sin embargo, en su guerra invasora a Ucrania, Putin cuenta con el apoyo de una gran parte de la izquierda occidental, y, cuando no, con un respetuoso silencio que raya en la complicidad.
Que Putin cuente con respaldo irrestricto de las ultraderechas europeas, se entiende. Tanto el trío facho italiano de Salvini, Meloni, Berlusconi, tanto el español Abascal, tanto la alemana Waidel, tanto Orban o Erdogan, y otros más, participan de una misma comunidad de “valores culturales”. Creen en una Europa de las naciones, combaten la “contaminación racial” (Orban dixit), extienden alambradas destinadas a separar Europa de África, añoran un pasado heroico y glorioso (aunque nunca haya existido), rinden culto a la santísima trinidad formada por la Religión, la Patria y la Familia; estigmatizan a las mujeres que abortan y, según ellos, lesbianas y homosexuales son seres enfermos, degenerados o simples errores de la naturaleza. No por último, se declaran anti-liberales. Cuentan además con el apoyo de los sectores más reaccionarios de la ortodoxia cristiana rusa y del catolicismo medieval de tipo franquista defendido por Orban en Hungría.
Pues bien, para toda esa flora y fauna, Putin es uno de los suyos: un guerrero: un cruzado (Kirill dixit) batiéndose a duelo en contra de los decadentes gobiernos occidentales y sus “corruptos” valores. Ese es, por lo demás, el tono impreso por el mismo Putin a sus discursos. Lo mismo puede decirse, con algunos atenuantes, de los movimientos antiliberales que encabeza en EE UU Donald Trump, y en América del Sur, Jair Bolsonaro, ambos -nacionalistas y antiglobalistas- declarados amigos de Putin.
La Rusia de Putin es la vanguardia de la contrarrevolución antidemocrática de nuestro tiempo
Los ucranios, no podía ser de otra manera, son para esas derechas, apóstatas del “alma rusa”, seres fascistizados por la corrupción occidental. No puede extrañar entonces que la “comunidad de valores” que dicen compartir, se extienda más allá de las fronteras políticas de Occidente.
No es así difícil observar las concordancias que se dan entre la ultraderecha que moviliza Putin en Europa, con los movimientos fundamentalistas del mundo islámico. Ya sea para la teocracia persa, para el talibanismo afgano y pakistano, para la dictadura siria, Putin se erige como un escudo en contra del avance del "perverso Occidente".
Cabía entonces creer que esa avanzada -una verdadera contrarrevolución cultural y política a nivel mundial- iba a contar con el decidido rechazo de las izquierdas occidentales. Pero esto solo ha sucedido con algunas socialdemocracias europeas (lamentándose una mayor participación de la alemana, siempre a la rastra de los acontecimientos). Interesante será aquí constatar que uno de los líderes ideológicos de esa izquierda, el filósofo eslovenio Slavoj Žižek, creía lo mismo hasta que un día comenzó estrellarse con la dura realidad
De la izquierda de la miseria a la miseria de la izquierda
Los últimos artículos del filósofo izquierdista Slavoj Žižek delatan una profunda desilusión ante el comportamiento de los que él imaginaba eran sus amigos naturales, entre ellos el Podemos de Pablo Iglesias, los socialistas de Melenchon y la izquierda “Woke” norteamericana. Žižek, quien había llegado a ser para esa izquierda global un ícono idológico, hoy es una voz clamando en el desierto. ¿Qué ha pasado? Algo que Žižek y otros no habían logrado darse cuenta: que esa izquierda a la que creen representar ideológicamente, no existe de modo político pues ha llegado a ser un conjunto disgregado, en vías de abierta descomposición.
Hagamos una anotación: nadie está diciendo que la izquierda no socialdemócrata (o anti-socialdemócrata) hubiera sido demasiado democrática en el pasado reciente. Entre los diversos fragmentos que una vez le dieron forma relativamente unitaria se cuenta la hoy llamada “izquierda nostálgica”, la que proviene de un pasado esencialmente anti-democrático habitado por el stalinismo, el maoísmo, el castrismo y otros ismos. Una izquierda que, siendo extrema minoría, posee lo que otras fracciones que se dicen de izquierda no tienen: un discurso. Uno que pertenece al lejano pasado, claro está, pero un discurso al fin. Léanse por ejemplo las declaraciones de Pablo Iglesias, Melenchon y las del propio Žižek y veremos que se trata del mismo discurso del “socialismo-real”, pero aplicado con algunas modificaciones a una base política muy diferente a la de ayer.
Bien: esa izquierda clasista del pasado no existe más allá de su desfasado discurso. De hecho ha sido golpeada en su alma y en su cerebro. El alma era una teoría evolucionista pseudocienífica según la cual la clase obrera estaba destinada a sustituir a la burguesía como clase dominante. El cerebro era el proletariado, la clase histórica destinada a redimir a la humanidad. Lo que nadie en esa izquierda entiende, es por qué la sociedad industrial, en lugar de abrir las puertas al comunismo, llevaría a la sociedad digital, haciendo de paso desaparecer al proletariado. O así: el socialismo, en todas sus versiones, fue una ideología de la sociedad industrial, ideología que aún hoy pervive, pero sin sociedad industrial, sin proletariado, sin promesa socialista.
El discurso de la antigua izquierda no está hoy dirigido a los trabajadores organizados sino a una masa heterogénea formada por identidades étnicas, de género, de sexo, ambientalistas, ecologistas, animalistas, y un cuanto hay. Un conjunto abigarrado, festivo y agresivo a la vez, que no ha logrado desarrollar todavía una visión de sociedad como fue la del socialismo en los movimientos pretéritos. Ante esa incapacidad, la “nueva izquierda” ha tenido que pedir prestado el discurso de la antigua izquierda. Pero ese discurso, como un traje usado, está lleno de andrajos. De él solo quedan frases sueltas, consignas gloriosas del ayer, teorías desprovistas de sustrato material.
En otras palabras, los dirigentes de los partidos que intentan movilizar a las actuales luchas identitarias, aún siendo jóvenes, pertenecen a otros tiempos y a otros actores. Así nos explicamos por qué los movimientos identitarios, sean étnicos, de género, ecologistas o pacifistas, no han logrado percibir que la Rusia imperial de Putin es un enemigo opuesto radicalmente a sus propios intereses e ideales.
Putin nunca podrá ser aliado de los “pueblos originarios” después de haber sometido a la fuerza a chechenios y georgianos. Putin nunca podrá ser aliado de la liberación de la mujer, por el contrario, es uno de los gobernantes más patriarcales del mundo. Putin nunca podrá ser un aliado de las sexualidades reprimidas, después de haber mandado apalear en las calles a homosexuales y lesbianas. Putin nunca podrá ser un aliado en la luchas ambientales, después de sembrar en su país reactores atómicos y hacerlo dependiente de las exportaciones de gas y de petróleo. Mucho menos podrá Putin ser un aliado de los pacifistas, después de haber desatado las guerras más crueles y sangrientas del siglo XXl. Nunca podrá Putin erigirse en defensor de la sociedad civil después de entregar poderes políticos a los más cavernarios popes de las zonas agrarias del país. Putin nunca podrá presentarse como demócrata, después de mandar asesinar a opositores disidentes, cerrar periódicos y emisoras e imponer un pensamiento único en su país. ¿Por qué entonces los movimientos alternativos de nuestro tiempo no declaran a Putin como su enemigo mortal? Ya hemos contestado en parte a esa pregunta: las capas de dirigentes que centralizan a esos movimientos viven todavía sumidos en la retórica política del siglo XX.
No solo los seguidores de Le Pen y Meloni reivindican el pasado. Los dirigentes de la izquierda también son “pasadistas” y muchas veces, en nombre de su izquierdismo, no han hecho más que reeditar los signos del periodo stalinista. Entre otros, ese profundo anti- occidentalismo que los caracteriza.
La izquierda antioccidental
A primera vista parece fuera de órbita hablar de una izquierda anti-occidental, habida cuenta de que el propio concepto de izquierda es occidental. Y así es. O mejor, así fue. La izquierda nacida de los jacobinos franceses, convertida después en socialdemocracia, desde el momento en que asumió las tesis del bolchevismo, entró en un proceso acelerado de asiatización. Tuvo razón en ese sentido el revolucionario estudiantil Rudi Dutschke: el leninismo es marxismo asiatizado, consumado en su forma más despótica bajo la dominación stalinista. Ese marxismo asiatizado fue también impuesto en las llamadas democracias populares de Europa y, por supuesto, en la América Latina de hoy a través de gobiernos bárbaros como son los de Díaz Canel, Maduro y Ortega.
Si observamos por ejemplo la estructura de esos fósiles que son los partidos comunistas, nos daremos cuenta de que al interior de ellos prima un verticalismo propio a los despotismos asiáticos. Pues bien, esos partidos lograron conquistar la hegemonía sobre diversas izquierdas, imponiendo su sello, su vocabulario, sus ideologías y sus estrategias, hasta lograr convertirse en nichos despóticos anti-occidentales enclavados al interior de las propias democracias occidentales. Por cierto, el anti-occidentalismo comunista no se expresaba como tal, sino transmutado en diversas formas. Las principales de ellas fueron el antinorteamericanismo y el anti-europeísmo.
El propio término “imperalismo nortamericano” fue una creación genuinamente stalinista. Hasta Stalin, el imperialismo, en su versión leninista, era una fase en el desarrollo del capitalismo. Stalin, en cambio, lo transformó en nación. Las democracias europeas pasaron, de acuerdo a la lógica de la izquierda post-stalinista, a ser cómplices de un imperio nacional: EE UU. Así se explica ese odio compartido entre la derecha putifascista con los expositores de la “nueva” (y muy vieja) izquierda. Para derrotar al capitalismo, según estos últimos, había primero que derrotar a EE UU y a Europa. De este modo, si Putin está en contra de EE UU y de sus socios europeos, trabaja “objetivamente” en contra del capitalismo mundial. Esta y no otra es la lógica mecánica de la mitomanía de esas izquierdas que han abrazado al putinismo.
Según la visión de la izquierda anti-democrática, Ucrania, al decidir ser una nación democrática y europea, y no un apéndice regional del imperio ruso, ha sido transformada en un enemigo (otra vez, “objetivo”) de la izquierda antinorteamericana y anti europea. La OTAN, asociación militar formada por la mayoría de las democracias europeas más EE UU y Canadá es, para los izquierdistas antidemocáticos, el brazo armado del capitalismo mundial. Todo quien esté en contra de EE UU y Europa, juega –es la conclusión- un rol históricamente progresivo (esa es también la lógica del griego Yanis Varaufakis, otro ícono de la izquierda anti-democrática).
Que en Rusia (o China) no sean cumplidos los derechos humanos, que Putin se siente en toda la legislación internacional, que en Ucrania cometa un genocidio, o que la izquierda haya terminado abrazando las tesis de las ultraderechas más fascistizadas, todo eso no tiene la menor importancia. Lo principal es derrotar al imperio norteamericano y a su prolongación europea.
Siguiendo las pautas de esa fantasía ideológica, la neo-izquierda ha ido un paso más allá de Stalin. Mientras que para el dictador ruso el antioccidentalismo (sobre todo el tercermunista) era una fase necesaria para el advenimiento del socialismo, para los representantes ideológicos de las izquierdas anti-democráticas es un fin en sí.
Ayer las izquierdas antidemocráticas se sentían autojustificadas por una visión teleológica y metafísica, representada en un supuesto futuro socialista. Pertenecer a la izquierda revolucionaria significaba sacrificar el presente en aras de un futuro luminoso. Hoy, en cambio, se trata simplemente de destruir el presente, pero en aras de ningún futuro. Esos ideólogos, los de la izquierda anti-democrática, representan a una negación sin afirmación. En términos freudianos, son los portadores del principio de la muerte por sobre el de la vida.
-------------------------------------------------------
*Fragmento del ensayo publicado en el Blog Polis- Política y Cultura