7 de junio 2022
I. A la orilla del Mar Negro
En 1985 tuve la oportunidad de viajar a Rusia invitada al XII Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes (FMJE). Aunque ya me había inmunizado a la ortodoxia soviética, el asombro y sentimentalismo se apoderaban de mí. La Plaza Roja y sus mausoleos y monumentos honrando a los 27 millones de muertos en la Segunda Guerra Mundial y el papel de los Soviets en la derrota de la Alemania Nazi, inevitablemente me impactaron; en tanto que la Catedral de San Basilio, los templos, monasterios e iglesias ortodoxas de Moscú me cegaron con su resplandor. En Kiev creció el asombro, sus bulevares y avenidas, que recorrí en arcaicos tranvías me maravillaron; y el tradicional pan en canasta y las flores que recibí de las manos de robustos ucranianos uniformados en la estación de tren de la cosmopolita ciudad, se albergarían mansamente en algún rincón de la memoria.
Al citado encuentro en Moscú también había viajado el exministro de Educación de Nicaragua, Fernando Cardenal (SJ) con quien me reuní en el lobby del hotel para afinar detalles y preparar la presentación al FMJE de nuestro proyecto de una “campaña mundial de alfabetización para la paz y los derechos humanos”. Ingenuos, compartíamos las ilusiones de los albores de la era postsoviética, hasta que, inesperadamente, durante el foro se desconectó el micrófono cuando emitimos la frase derechos humanos —¿un mero accidente técnico?— nunca supimos.
El lema del FMJE desde su primera edición (Praga 1947) era la paz. Ningún FMJE antes había tocado el tema de los derechos humanos. Pero eran los días prometedores de la Perestroika y la imagen carismática de Mijaíl Gorbachov figuraba por doquier. Nadie imaginaba disputas historiográficas sobre una presunta negociación (años más tarde) en torno a la reunificación de Alemania condicionada al compromiso de la OTAN de no expandirse hacia el Este. Prevalecían el optimismo, el entusiasmo y las expectativas sobre el fin de la Guerra Fría, incluyendo los compromisos del Kremlin relativos a la integridad territorial y soberanía de Ucrania formalizados años después. Era la hora del optimismo postsoviético.
Posteriormente, en 1989 durante un viaje a Berlín poco antes de la caída del Muro, entendí por qué en realidad la Guerra Fría nunca terminaría. El Muro cayó, era cierto, pero las sombras de ladrillos y pilares quedarían estacionadas como hologramas en sus cimientos. Por ello no compartía las ilusiones de los académicos liberales en los pasillos de la Universidad de Essex que creían en las bondades del capitalismo y su arribo al país de los Soviets: para ellos las ‘manos invisibles del mercado’ serían manos forjadoras de libertad, en su percepción, ‘mercado libre’ era sinónimo de liberación. Pocos entendían que en realidad lo que se había erigido en lugar del Muro y la posterior disolución de la URSS, era un nuevo laboratorio donde se realizarían peligrosos experimentos —ese mortífero cóctel de las partículas más toxicas del capitalismo con las partículas más venenosas del comunismo.
Pero, volviendo a aquel viaje por la entonces URSS desde donde mandé despachos a una revista mexicana; recuerdo la hora en que me senté a escribir en las escalinatas de Odesa con el Mar Negro al horizonte. En los escalones de la emblemática gradería, entre la admiración y el asombro, sentí cierta zozobra, una irracional e inexplicable náusea, y pese a la suave brisa del mar en una fresca tarde de verano, temí que desde del Mar Negro no podían llegar cosas buenas.
II. 'Geopolítica' ¿una simple quimera del patriarcado?
A cien días del inicio de la invasión rusa a Ucrania seguimos preguntando ¿por qué en la imaginación de los hombres pálidos de esos lugares que llaman ‘oriente’ y ‘occidente’ las formaciones topográficas y las siluetas de la Madre Tierra, siguen siendo percibidas como territorios a conquistar? ¿Por qué las estructuras geodésicas de llanuras y cordilleras con cientos de millones de años de antigüedad son transformadas en campos de batallas? ¿Por qué son las mujeres nuevamente reducidas a fábricas de parir soldados, o convertidas en agencias funerarias para enterrar a los hijos, propios y ajenos? ¿Por qué han sido nuevamente convertidas en los botines de guerra favoritos del patriarcado, sometidas al arma preferida de los invasores: la violación sexual?
Hemos sido testigos en los últimos meses, es cierto, de la valentía de muchas mujeres. Las hemos visto empuñar las armas para resistir la fratricida invasión rusa a Ucrania y defender a su país. Hemos visto a muchas enfrentar la invasión, reivindicando el derecho de autodefensa, salvaguardando la soberanía ucraniana, mientras otras avanzan con los hijos en brazos, buscando refugio para proteger a sus criaturas, resignándose al nuevo estatus de refugiadas.
Otras más —una minoría— son admitidas en las mesas de los estrategas de la ‘geopolítica’, y hasta se les permite hablar, o incluso acariciar y desplazar a los peones —no a los alfiles— en ese tablero de ajedrez en el que los poderosos del patriarcado neocapitalista y neocolonialista convirtieron al mundo. El resto mira al cielo con horror: sus batallas, nuestros cuerpos; sus cruzadas, nuestros hijos —murmuran.
Fueron las mujeres rusas que, en el invierno de 1917 desafiaron al Zar Nicolás II para exigir el fin de una de tantas guerras engendradas en la imaginación y las hormonas de los hombres.
Enfrentadas con casi dos millones de cadáveres de soldados rusos, aquellas mujeres se declararían en huelga bajo el lema de “Pan y Paz”. Hoy, las obsesiones hegemónicas del patriarcado neocolonialista siguen causando muerte y destrucción, y las mujeres ucranianas siguen resistiendo la embestida criminal de Vladímir Putin, mientras que mujeres rusas, salen a las calles a suplicar el retorno de la paz; protestan en los rincones de Moscú o San Petersburgo a fin de evitar que les arrebaten a sus hijos para enviarlos a asesinar a sus primos y hermanos ucranianos Algunas más se revelan exigiendo al régimen cumplir la promesa de no enviar a los conscriptos más jóvenes al infierno de la guerra hoy bautizada como ‘operación militar especial’.
Al otro lado, lejos de los Urales, entre tanto, las mujeres contemplamos con horror, impotencia y rabia la prolongación de la carnicería. ¿Vendrán hasta acá a arrebatarnos a nuestros hijos obligándolos a mutar en soldados, o, se conformarán con condenarlos al hambre tras la catástrofe global alimentaria que su guerra ha desencadenado? O, quizá acabaremos todas como el personaje maternal de Máxim Gorki, adoptando como propios a todos los amigos de Pável para salvarlos del exilio a Siberia —la gran Siberia en el que han convertido al mundo.
III. Del Coronavirus SARS-CoV-2- a Vladímir Vladimirovich Putin
En su célebre libro “La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre”, la canadiense Noemí Klein analizaba cómo los gobernantes y sus concubinos corporativos suelen aprovechar las crisis para someter a los pueblos, distraerlos y paralizarlos a fin de imponer políticas favorables a los intereses del capital. Siguiendo su análisis, es inevitable especular sobre cómo, durante los últimos dos años, el mundo entero habría sido sometido a un estado permanente de shock en torno a la pandemia de la covid-19. En el curso de esos años, en los que un virus arrasó con nuestros sistemas de salud pública y causó más de seis millones de defunciones (y cerca de 15 millones de muertes asociadas, según datos actualizados de la OMS); los Gobiernos del mundo mantuvieron a la humanidad en estado generalizado de pánico gracias, en buena medida, a la narrativa bélica sobre el coronavirus.
El relato bélico y la simultánea propagación y constante mutación del microorganismo daría a los Gobiernos la perfecta coartada para crear nuevos mecanismos de sometimiento civil —lo que algunos analistas han caracterizado como ‘estado de excepción permanente’, ‘panóptico global’, ‘estado global policial’, ‘ley marcial médica’ etc.
Pero reconocer objetiva y científicamente la severidad de la pandemia, e identificar, simultáneamente, las maniobras políticas paralelas, no es tarea fácil para todos. De ahí la ineludible pregunta: cómo fue que, de la noche a la mañana pasamos de un escenario de guerra microscópica (el coronavirus), al preludio de la Tercera Guerra Mundial con un escenario de guerra macroscópica, superlativa (la invasión rusa a Ucrania).
En poco tiempo fuimos transportados, de una guerra centrada en un enemigo intangible (el coronavirus) a una guerra centrada en un enemigo tangible: Moscú —o la OTAN— según la óptica ideológica desde la que se juzgue la ‘crisis ucraniana’ y, dependiendo de si creemos que la historia comenzaba otrora, o si comenzó el 24 de febrero, el día en que la noticia de la guerra de agresión a Ucrania nos robó el sueño.
Aquella gélida mañana de febrero, luego de que una piñata había regocijado a la industria farmacéutica enriquecida con la pandemia de la covid-19, parecería haber llegado el turno de enriquecer a otras grandes industrias, especialmente la industria armamentista.
La primera se negó a compartir sus patentes de vacunas con las naciones pobres para combatir al enemigo microscópico, la segunda, en cambio, fue generosa y dadivosamente movilizó incalculables armas para combatir al enemigo macroscópico.
IV. A juicio por todos los crímenes en Ucrania
Todo indica que la ilegal invasión rusa a la nación soberana de Ucrania podría ser juzgada por todos los crímenes contenidos en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional (CPI) —a saber, los crímenes de genocidio, lesa humanidad, de guerra y, de agresión (aunque los procesos ya puestos en marcha están centrados en los crímenes de guerra y agresión).
Si Rusia hubiese ratificado el Estatuto de Roma y reconociera la jurisdicción de la CPI y, si además el crimen de Ecocidio fuera ya reconocido como el quinto crimen de la citada Corte —tal como propugnan notables juristas internacionales— el caso de Ucrania podría sentar precedentes paradigmáticos de jurisprudencia internacional en más de un sentido.
Siendo la invasión a Ucrania quizá la más fragante violación al derecho internacional humanitario y al derecho penal internacional en la historia europea desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, los juicios venideros sobre la intervención rusa podrían sentar precedentes para una jurisprudencia internacional no antropocéntrica. Hay, por cierto, una gran ironía en todo esto: Rusia y Ucrania son de los pocos países que contemplan en sus constituciones el delito de Ecocidio.
Pero mientras las cortes nacionales e internacionales preparan sus juicios relativos a todos los crímenes cometidos en Ucrania, una cosa es clara, ni la Madre Tierra, ni las madres ucranianas, ni las madres rusas, ni las madres del resto del mundo se han salvado de la cruel cosmovisión y ‘geopolítica’ del patriarcado.