22 de enero 2018
El 4 de febrero, Costa Rica elegirá un nuevo presidente y su Asamblea Legislativa. Tras el inesperado triunfo de Luis Guillermo Solís en 2014, del fin del bipartidismo de Liberación Nacional (PLN) y del Partido Unidad Social Cristiana (PUSC), de la fragmentación del voto con 13 candidatos a la Presidencia y del elevado número de indecisos, se ha intensificado el uso de adjetivos como incierto/incertidumbre, volátil o sorprendente asociados a estos comicios.
Estamos instalados en el escenario de que cualquier cosa es posible. Y si el voto oculto y los indecisos no lo remedian, habrá una segunda vuelta el 1 de abril. Junto a los muchos que todavía no saben qué hacer, otros, aún sabiéndolo, no quieren revelarlo, como ciertos votantes liberacionistas inclinados por candidatos ajenos. Encabezando la mayor parte de las encuestas y en un práctico empate técnico están el ex ministro Juan Diego Castro, del minoritario Partido Integración Nacional (PIN) y Antonio Álvarez (PLN).
A escasa distancia se ubican Rodolfo Piza (PUSC) y el candidato evangélico Fabricio Alvarado, de Restauración Nacional, de raudo crecimiento en la última semana por su denuncia del fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre el matrimonio igualitario. Por su parte, Castro centró su discurso en la denuncia de la corrupción, cada vez más preocupante para los ticos, y en la mano dura contra la delincuencia. En ambos casos habrá que ver si el aumento en la preferencia popular es solo una corriente de fondo o una presencia efímera en la agenda electoral.
Como estos cuatro candidatos se mueven cerca de 15%, resulta difícil que alguno alcance 40% que evite el balotaje. Los dos mejor situados, Álvarez y Castro, tienen mayor rechazo, lo que condiciona el resultado final. Al mismo tiempo, muchos electores ven a Piza como la mejor segunda opción. Por eso, la identidad de los dos finalistas será crucial para elegir al nuevo presidente. Pero, sea quien sea estará en minoría ante un Parlamento fragmentado, dificultando el consenso y la
gobernabilidad.
Si Costa Rica era la excepción política centroamericana o incluso latinoamericana, las cosas han cambiado muy rápido. El recuerdo en las décadas de 1960 y 1970 como uno de los cuatro países sin dictaduras militares, junto a Colombia, México y Venezuela, ha cambiado por otros tópicos. El laureado Óscar Arias descubrió el reprobable argumento de que prohibir la reelección atentaba contra los derechos humanos de los políticos. También, la condena por corrupción de dos ex presidentes ha mostrado los lazos de parte de la clase política con el desgobierno.
La elección de Solís en 2014 puso fin al bipartidismo. Puede que el nuevo presidente sea del PLN o del PUSC, pero se acabó la hegemonía de los dos partidos tradicionales. Que Costa Rica sea como los países de su entorno es una realidad aunque no es ningún consuelo. Para evitarlo debe fortalecer sus principales instituciones comenzando por la Justicia y el Parlamento, sin olvidar los partidos políticos, claves en la regeneración democrática.
Publicado originalmente en el Heraldo de México.