18 de diciembre 2024
La caída del régimen de Bashar al Asad ha dejado al descubierto la brutalidad en que se asentaba, cuyos niveles de crueldad, no por ser conocidos, no han dejado de sorprender a los extremos a los que es capaz de llegar el ser humano cuando no está sometido al control de la ley, ni a las instituciones del Estado de derecho que salvaguardan los derechos humanos. Como muestra un botón: el centro de reclusión y de tortura de Saidnaya, el matadero humano como era conocido por la población siria. Saidnaya, como los campos de exterminio nazi, como los gulags, como los centros de reeducación chinos y como la ESMA en Argentina, y muchos más, enseñan que todas las dictaduras flotan en charcos, —si no lagos— de sangre. Cuando caiga la dictadura orteguista se verá que el Chipote no se quedaba atrás.
Aunque todavía sea muy pronto para sacar lecciones del hundimiento de la carnicería en Siria, desde ya es posible trazar algunos elementos comunes a la caída de todas las dictaduras que se han mantenido a sangre y fuego en el poder aplastando a sus poblaciones: la violencia frenética contra quienes las adversan, el uso arbitrario y masivo del monopolio de la fuerza legítima, el aferramiento enfermizo (e inútil) al poder, la resistencia pertinaz de los pueblos, y —como no— la huida apresurada de los tiranos. Ninguno de estos factores es ajeno a los nicaragüenses.
La violencia contra las protestas
Las protestas contra el régimen sirio estallaron hace casi 14 años en Deraa, una de las ciudades contagiadas por las primaveras árabes, aquellos levantamientos autoconvocados (¿nos suena de algo?) que se llevaron por delante a los regímenes autoritarios en Túnez, Libia, Egipto y Siria. Cierto: ninguna de ellas ha concluido con la instauración de Gobiernos democráticos, pero esa es otra historia. Dicen que empezó con una pinta (grafiti) en una pared de Deraa hecha por unos quinceañeros que solamente decía: “Te llegó el turno, doctor”. No era casual. Los Asad era un régimen dinástico (¿Nos suena conocido?) que para entonces llevaba más de 40 años en el poder y Bashar, exestudiante de oftalmología, era el hijo de Hafez, el patriarca de la dictadura. La represión desatada en contra de 15 chavalos (otra similitud) desencadenó manifestaciones de protestas que fueron escalando a ciudades más grandes hasta desembocar en las demostraciones masivas en Damasco. El régimen respondió con tal violencia que ocasionó la muerte de centenares de manifestantes y llenó las cárceles en las que se torturó de manera inmisericorde y se hizo desaparecer a miles de sirios. Este fue el caldo de cultivo de la insurrección que nació el 15 de marzo y dio origen a una guerra civil devastadora, tan larga que muchas veces cayó en el olvido a pesar del drama humano que se conocía todos los días en la carne de los seis millones de sirios que abandonaron el país.
El uso arbitrario y masivo del monopolio de la fuerza
Incluso antes de 2011 los Asad habían implantado un sistema de represión que incluyó el uso de armas químicas en contra de la población que les pareciera adversa. En este entramado represivo destacaba un Ejército pretoriano que, como se ha visto, no tenía disciplina ni moral de combate. De hecho, se dice que de no ser por el auxilio de los rusos, los iraníes y los milicianos de Hezbolá, el régimen hubiera caído en 2012. Sin embargo, esto no impidió que fuera la punta de lanza en contra de las protestas en las principales ciudades del país. Al Ejército sirio y la aviación rusa hay que atribuir la destrucción de buen parte del patrimonio de la humanidad que atesoraba el país. El otro elemento represivo fue la Policía y, por supuesto, la Mukhabarat, la Policía política del régimen bajo las órdenes directas de Al Asad, con licencia para capturar, torturar, asesinar y hacer desparecer a cualquier persona sospechosa de ser opositora. El último componente de esta trinidad represiva lo conformaba el Baaz, el partido oficialista que tras ser absorbido por Al Asad se convirtió en la cantera de los paramilitares y de la corrupción (cualquier parecido con Nicaragua no es coincidencia). Para dar cobertura legal a este uso arbitrario del monopolio de la fuerza legítima, el régimen impuso el Estado de emergencia permanente que regía hasta el derrocamiento de la tiranía.
El aferramiento enfermizo al poder
Bashar al Asad en los últimos 14 años tuvo varias ocasiones para salir del poder dando paso a una transición pacífica. La tuvo cuando tomó el mando en 2000; también cuando estallaron las protestas en 2011 en las principales ciudades del país; la tuvo cuando a sangre y fuego y con ayuda extranjera logró frenar el avance de los distintos grupos insurgentes; luego también la tuvo cuando desde distintos foros internacionales llegaron señales de aceptar nuevamente al régimen después de destrozar casi la totalidad de Siria, asesinar a miles y forzar el exilio de más de seis millones de personas. En cada una de estas ocasiones pudo haber llegado a soluciones transadas con los distintos actores del conflicto. Sin duda que ello hubiera implicado pérdida de poder, salida de la escena y asumir los costos de sus prácticas de exterminio. Sin embargo, como otros dictadores, apostó al todo o nada y el 8 de diciembre la moneda cayó cruz y lo ha perdido todo. No por mucho aferrase al poder evitó el abismo final.
La resistencia pertinaz de los pueblos
Se podrá argumentar que Al Asad ha caído por una confluencia de factores geopolíticos con la ofensiva de los grupos rebeldes, pero nada de ello hubiera sido posible si la población que se quedó en Siria no hubiera resistido cada uno de los días de los catorce años que ha durado la guerra civil. No hay movimiento insurgente que se sostenga sin el apoyo de un pueblo harto de la opresión, que a pesar del temor cierto a ser detectado por el aparato represivo siguió conspirando contra el poder, pasando información, implicándose en acciones pequeñas y grandes para sabotear al opresor, y alimentando la esperanza en el cambio a pesar de los presagios más pesimistas que arrojaban las últimas redadas, los últimos desparecidos y la sangre fresca de los cuerpos mutilados. Como se coreaba en los 80 en Nicaragua: sin un pueblo dispuesto al sacrificio, no hay revolución, y el sirio ha sabido cumplirlo con creces.
La huida apresurada de los tiranos
Cierto que algunos han muerto en sus camas: Stalin, Franco, Castro, Pinochet... Pero hay otros que han terminado huyendo de manera apresurada en un avión al amparo de la madrugada. Con toda seguridad porque han temido terminar presos (Mubarak y Hoenecker) o ejecutados (Ceacescu y Gaddafi). La ruta de Bashir fue la misma que tomaron Somoza, Ben Alí y Duvalier: llenó el avión de cuanto podía, pero no pudo llevarse cuanto quería; al parecer, ni siquiera los huesos de su padre. Si habría que ponerle una moraleja a todas las dictaduras sería la siguiente: siempre hay que tener a mano un avión esperando con las turbinas encendidas.
A pesar de que las primeras evidencias confirman la brutalidad que los Asad emplearon para mantenerse en el poder por 54 años, seguramente muy pronto se sabrá que las dimensiones del terror son aún peores; que la sangre derramada por los sirios ha sido tan abundante que ha terminado ahogando a los verdugos. Es lo que sucede o debería suceder con todos los regímenes dictatoriales, que la sangre de sus víctimas termine alcanzándoles en los tribunales: en la cárcel o al pie de un patíbulo.