30 de noviembre 2016
Yo recuerdo, cuando chico, una canción.
Recuerdo siempre, cuando chico, una canción.
La canción decía:
Te doy una canción y hago un discurso
sobre mi derecho a hablar.
Te doy una canción
con mis dos manos,
con las mismas de matar.
Te doy una canción
y digo patria
y sigo hablando para ti.
Te doy una canción
como un disparo,
como un libro,
una palabra,
una guerrilla,
como doy el amor.
Esa canción de cuando chico, ya adulto, aun me eriza la piel del cuello y hace que muerda los labios y levante las cejas y me eche atrás con los brazos en la nuca como si eso no fuera una canción sino todas las revoluciones románticas que pude pelear.
Un libro, un poema, una historia, un amor: en un momento de nuestras vidas sus significados adquieren la intensidad del incendio y los vivimos con el pecho abierto; en otro, nos preguntamos cómo pudimos ser tan ingenuos o estúpidos o crédulos para caer en una trampa evidente. El amor y las revoluciones son engañosas; uno las goza, pero si perduran hasta desangrarse, acabas siempre herido.
Esta canción fue para mi la Revolución Cubana y el Comandante Fidel. Y en esa misma canción —que no vi entonces, que veo ahora— estaba también el Autócrata Fidel. Cuando joven, Fidel era un héroe romántico; pasaron los años y se convirtió en un héroe romano. Las palabras dicen mucho: en la cercanía nos llamamos por el nombre; en la distancia va el frío de los apellidos. Fidel acabó en Castro.
En aquella canción estuvo toda la Revolución desde siempre pero sólo el tiempo me reveló el artificio. Cuando niñato, yo leía en ella que la canción y el discurso eran amor porque sí, que hablar era una defensa cerrada de un derecho elemental, que decir patria tenía que hincharte —como hinchaba— el pecho. Canción + patria + libro + palabra + amor solapaban el lado oscuro de la luna. No veía, como los años me dirían, que detrás del libro había un cuento y tras el cuento se escondía un disparo y detrás de la palabra una guerrilla y la guerrilla habría de acabar como una casta. Y no se veía que aquel amor era, en el fondo, sería un amor duro, difícil. Golpeador.
Recordaremos la muerte de Fidel porque para muchos de nosotros habrá sido el último acto de nuestra adolescencia eterna. Como si el pasado respirase entubado y en coma, olvidado al fondo, esperando a que alguien —no uno— lo desconecte. La noche de su muerte este fue mi obituario geográfico: reíamos y bebíamos mezcal y cerveza y comíamos pulpo a las brasas en un restaurante hipster de la Colonia Roma de Ciudad de México entre periodistas españoles, mexicanos y yo, el argentino, remedo guevarista con la espalda cansada y menos ganas de pelear una revuelta que de dormir una siesta. Uno abrió Twitter y el mundo se abrió a nosotros. Había muerto Fidel. El Comandante. El Autócrata. El dueño de Cuba.
Brindamos. Chocamos copas, supongo, por la adolescencia y el fracaso de los sueños. Cerramos la puerta echando la última mirada a quienes fuimos. ¿Quién no quiere un mundo más justo, quién no se defrauda cuando quienes dicen que lo escribirán resultaron unos rufianes? Si hubo lágrimas fueron secas, pero creo que en general nos envolvía más el recogimiento que la congoja. Sabíamos que sucedería. El obituario de Castro viene siendo escrito desde hace veinte años.
Ese clima de aflicción acabó pocos minutos después cuando alguien habló de una muerte digna, y esa sola asunción —Castro yéndose auspiciado por alguna forma del heroísmo— abrió el camino a una batallita retórica. Una discusión a trompicones —mesero, más mezcal—, amable, jamás amarga, se llevó una buena porción de las horas siguientes. Los tópicos de siempre estuvieron allí: la Cuba educada versus la América Latina analfabeta, la Cuba resistente versus el imperio, la Cuba digna versus las naciones donde las derechas se adueñaron de la Historia. Al cabo, en esa discusión la canción de cuando niños dejó de sonar por el lado amable de patria + libro + palabra + amor, y crujió. La Cuba romántica de Fidel nunca fue una sola sin su anverso de la Cuba autoritaria de Castro.
La muerte de Fidel fue dejar ir. Como al abuelo entubado —dejar ir. Un coma profundo —dejar ir. El cerebro vegetativo —dejar ir. La muerte de Fidel fue una muerte lenta, diaria, en cuotas observada por el mundo a través del cristal de la pecera donde flotaba, sola, Cuba. Fidel parecía querer aferrarse a la Historia como si ella pudiera darle un milagro o existiese un acuerdo que le garantizase el infinito, en el poder o en el bronce. Y murió como no mueren los héroes románticos sino los dictadores, de viejo chupado antes que con la verga enhiesta, juvenil y enhiesta. Fidel no murió por la causa: la causa fue su muerte. El Fidel romántico acabó como el Castro romano: consumido por el poder absoluto, dueño y creyente, místico y mesiánico, de que Cuba sólo podía ser manejada por un grupo de revolucionarios de geriátrico, demodé y agónicos.
He vivido la mayor parte de mi vida en un tironeo con Castro y la Revolución. Mi yo romántico era desinformado porque para eso es el amor heroico, para enterrarse hasta los huevos y las tetas sin pensar demasiado. Mi yo racional empezó a entender demasiado pronto que uno puede querer hasta el capricho, pero si frente a uno no hay sino un gran engaño, es mejor romper lanzas, desmigajar el corazón y tomarse el buque a otra parte. Es enfermizo: ese amor primario, piensa uno, podría haber sido distinto si. Y entonces la revolución se convierte en un ejercicio de verbos en condicional y sus héroes en una esfinge que precisa de demasiados contextos y de la voz oficial de los sacerdotes para ser comprendida a cabalidad.
No hablaré demasiado de las derechas o “El Imperio”. Sus culpas miserables cuentan una gran porción de la historia de Cuba y su Revolución, un palmo de isla cercado por un bloqueo absurdo que, tras el afán dar una lección a los líderes, condenó a sus habitantes. Sí me interesa la izquierda latinoamericana, pues ella se presupone heredera de la verdad sana del mundo frente a la alienación y la —disculpen el exabrupto— falsa conciencia de las burguesías pro-imperialistas.
La izquierda latinoamericana, entonces, envalentonada en una superioridad moral que sólo ella creía, se ha permitido por demasiado tiempo cobijarse en el cinismo oportunista. Le cantó mil canciones a la Cuba de Fidel a la vez que perdonó a la Cuba de Castro crímenes que jamás toleraría a las derechas de sus países: prisión al opositor, vejaciones, callar la voz disidente, éxodos de millones de personas, hambre por décadas, privilegios de casta, homofobias, negación de las minorías, asesinatos políticos. Tomó menos tiempo a Estados Unidos levantar el bloqueo criminal y comprender que es preciso lidiar con las miserias de la realpolitik para resolver la vida de las personas que a las izquierdas quitarse la capa santurrona de la Inquisición política y admitir que, bueno, caramba, parece que los cubanos no hicieron todo tan bien. La izquierda latinoamericana sigue encerrada en la canción adolescente donde patria + libro + palabra + amor esconden las balas sobre el adversario. Mientras el mundo entierra a un hombre que manejó un país por cincuenta años, hay quienes creen que se puede conservar a Fidel sin Castro.
Pero ya. Uno, ya mayor, quisiera volver atrás y abrazar al romántico que fue: chico, ya pasó, así es esto. Y podría hasta dar El Sermón, una caterva de verdades tamizadas por la Historia que permitirían al chicuelo corregir errores antes de cometerlos. Pero entonces uno no sería uno ni la Historia sería este mundo. Uno, en el futuro, comete el error de medir el pasado con una vara demasiado moderna. Los si hubiera proveen de una calma autocomplaciente. Pero el futuro —que es hoy— tiene una gran ventaja: uno ya no debe adivinar a la Historia porque esa Historia acaba barriendo con cada pieza descolocada del pasado.
Puse la canción de Silvio al volver a mi hotel mexicano. Presté toda la atención que pude:
Te doy una canción
como un disparo,
como un libro,
una palabra,
una guerrilla,
como doy el amor.
Nada pasó. Me sonó maravillosa, afanosamente poética y, sobre todo, desprovista de la carga elegiaca que le suponía. Volvía a ser romántica, y el disparo no era un balazo de muerte ni la guerrilla un ejercicio destinado al fracaso ni las manos mataban. Todas esas frases se convertían para mí en metáforas de lo inmediato, lo espontáneo, lo pasmosamente contradictorio de querer y ser.
La puse como un réquiem a mi pasado —otro más—, no como un recuerdo del Hombre Nuevo muerto.
La Historia ha barrido otra de sus grandes minucias. Se van Fidel con Castro. Con su disparo, la palabra, esa guerrilla.