1 de mayo 2020
Y aquí estoy. Son las 2:09 pm. Llevo 9 minutos de retraso en mi horario de ponerme a escribir. Pero tengo miedo. Siempre que estoy adentrándome en una novela, allá por la página 25, cuando ya llevo varios días resolviendo la lógica de la historia en mi mente y siento que tengo la claridad necesaria para entrarle a la página en blanco con decisión, el terror me lo impide. Soy como un perro que da vueltas alrededor de su cola y rehúsa dejar de hacer el tonto. No sé por qué me pasa esto. Así que esta mañana he dado vueltas por las redes, atolondrada con tanto que se dice, se denuncia, se celebra. Realmente cuántos mundos andamos dentro cada uno de nosotros y cómo nos parecemos en nuestras preocupaciones y hasta en nuestras frivolidades.
Ayer terminé de leer una novela rarísima, pero extraordinaria, de uno de mis novelistas preferidos: el japonés, Haruki Murakami. Se llama “Kafka en la orilla”. Este escritor es un domador de la imaginación. La tiene en exceso, pero sabe domarla para que salte y haga piruetas a su antojo. Crea un espacio urbano en ciudades como Tokio, Shizuoka, Nagoya, y hace que sucedan casualidades inverosímiles o fenómenos inexplicables. Pero la construcción literaria es tan impecable que uno entra en su mundo dándole el beneficio de la credibilidad, por mucho que la incredulidad se revuelva y reclame al lector su lugar. Sus palabras son una corriente poderosa en la que nos hace nadar presa de su desmesurada, pero brillante inventiva Hay un personaje, por ejemplo, que habla con los gatos. A las pocas páginas estamos encantados con lo que dicen éstos. Otra proeza del autor es hacer del tiempo un cómplice dúctil o crear personajes vivos que tienen fantasmas de sí mismos. Murakami no se inscribe dentro de la corriente del realismo mágico, Nada en su literatura se asemeja a García Márquez, a excepción del deslumbre que nos causa.
Cada año, Murakami se menciona entre los posibles ganadores del Premio Nobel. No creo que él le de mucha importancia. El primer libro suyo que leí, se llama “El pájaro que atornilla el día” (The Wind Up Bird Chronicle) Este que les comento reposaba en mis estantes sin leerse desde hace varios años. El encierro me hizo tomarlo ahora. Debo decir que, en las primeras páginas, sus novelas pueden resultar tan desconcertantes como para que uno las deje y se dedique a otra, pero en este caso, decidí perseverar. Anoche cuando terminé casi a las dos de la mañana, estaba tan conmovida que lágrimas lentas rebalsaron mis ojos. Me fui a dormir con una emoción profunda que no sabía siquiera como explicarme a mí misma. Era la historia del libro, pero también era el homenaje de mi alma a una obra de arte, un salto en el vacío, una apuesta literaria arriesgada, un knock out con un plumero de palabras exactas.
Durante esta pandemia y el confinamiento, ha quedado claro que, como seres humanos, podemos sobrevivir sin mucho de lo que consumimos. Dentro de la sencillez de las rutinas cotidianas el tiempo se transforma; los nombres de los días se cambian por ayer, hoy y mañana. Y hay una revelación fundamental: la necesidad del arte. Leer, ver películas, oír música, adentrarnos en el silencio pensativo dentro de nosotros mismos, nos conecta con nuestra humanidad y nos hace percatarnos de que el contacto con la belleza, la creatividad y la imaginación humana son esenciales para esa honda, quieta vocación de felicidad que resiste aún en medio de la adversidad.