21 de abril 2018
Hubo un país que fue sumido en el silencio por un cristianismo inquisidor. Era como un canto gregoriano mudo. Los sicarios de la inquisición se desplazaban en motos, infundiendo terror con bates de metal y herramientas de fontanería. Los rostros de los agredidos se llenaban de lágrimas de indignación y sudor de impotencia. Sólo la gran sacerdotisa despotricaba desde sus micrófonos y se oía a sí misma en olor de multitudes que la vitoreaban sin cesar. Aquel clamor que sólo ella oía popular, la hizo decir “vamos hacia más victorias”, y contrita rezó una oración espeluznante, que despertó el eterno silencio de Dios, por lo que hasta el sumo sacerdote guardó prudente silencio al escuchar su interminable perorata.
Las radios y las emisoras de televisión fueron silenciadas, u obligadas a retrasmitir, en su voz o en la comprada de otros, cuando a ella se le ocurría decir. Las intervenciones suyas eran una suerte de alabanzas a su marido, el sumo sacerdote, en tanto este no se creyera sumo y supiera guardar el silencio convenido por algo incomprensible que había ocurrido hacía años, y que ambos habían decidido enterrar en el silencio.
Mientras tanto, sus amorosas reprimendas se volvían realidad. Un charco de sangre comenzaba a recorrer caminos y, penetrando pueblos y ciudades, se filtraba por las hendijas inferiores de las puertas. Nadie detenía aquella muerte, socialista, pues abarcaba a todo un pueblo valiente e idealista, y solidaria, porque era solidaria con la demencia. El silencio llegó a ser tan espeso y abrumador, que casi logra matar la palabra libertad. Hasta las sombras abandonaban sus cuerpos para huir despavoridas de aquel silencio asesino.
Tanto miedo tenían ya los cuerpos sin sombras que los protegieran, que se quedaban inmóviles como estatuas de sal. Sin embargo, sus sombras se iban refugiando en otra clase de silencio. Ahí, en el silencio del amparo, deliberaban y planeaban la rebelión de las sombras, y aprendieron en aquel reconfortador silencio que, por ser sombras, no las descubrirían, pues no se puede ser sombra de una sombra y, por lo tanto, aprendieron mucho de vivir en una oscuridad a la que no se teme.
Así que un día, a plena luz, recuperaron la palabra libertad, y regresaron a habitar sus cuerpos, y cuerpos y sombras, hechos uno para el otro como habían sido hechos desde siempre, comenzaron a caminar en estruendoso silencio, hacia el Himno de la alegría. El que se canta y escucha cuando deja de existir el silencio asesino. Es entonces cuando bailan las sombras con sus cuerpos. En entonces cuando todos nos volvemos a pertenecer con dignidad.