16 de agosto 2024
Las pruebas irrefutables (y masivas) de que una inmensa mayoría el pueblo venezolano derrotó a la dictadura chavista el pasado 28 de julio, han colocado a los Gobiernos democráticos del mundo ante un reto que tiene fácil solución: si quieren ser fieles a los principios y normas por las que supuestamente se rigen, deben hacer valer la voluntad soberana de las y los venezolanos. No hay lugar para las disyuntivas, vías alternativas ni salidas intermedias. Para Venezuela debe valer lo que para cualquier dirigente demócrata quisiera para sus propios países. Las libertades no admiten dobles raseros ni relativismos cómplices.
Vista las reacciones irracionales del régimen chavista por los resultados electorales, hay que preguntarse qué esperaba de las elecciones. ¿En línea con otros regímenes electorales autoritarios esperaba poder manipular el sistema electoral para legitimar ante la comunidad internacional su aparato de dominación? Si así fuera, no lo logró. Más bien ha sido lo contrario: nunca antes había estado tan clara su naturaleza antidemocrática ante los ojos del mundo, salvo para otras tiranías. El chavismo en manos de Maduro demostró que ha alcanzado sus cotas máximas de mediocridad al no lograr, después de tres semanas, poner sobre la mesa ni siquiera actas manipuladas u otra farsa por el estilo. Tres semanas después, lo único que ha logrado es que la ausencia de las actas se haya convertido en el elefante en la habitación que nadie, ni sus cómplices más vergonzantes, han podido dejar de ver. En cambio, semejante chapuza ha trasladado al lado opositor toda la fuerza moral y política que le dan las actas que sí han podido presentar para el escrutinio público nacional e internacional.
¿Esperaba acaso que las fuerzas opositoras se retiraran a sus aposentos a lamerse las heridas? Aquí tampoco le han salido las cuentas al chavismo; el hecho de saberse fuertes, legitimadas por el peso de más de seis millones de votos y con pruebas tangibles en la mano que no son consignas retóricas, las han empoderado como nunca antes al punto de estar tocando con las yemas de los dedos las puertas del Gobierno, y con ello el cambio de régimen político.
¿Esperaba que el resto de Gobiernos del mundo terminaran aceptando, como en ocasiones anteriores, un nuevo fraude? Al parecer era lo que buscaba con el anuncio atropellado la madrugada del 29 de julio y la proclamación apresurada de Maduro ese mismo día: poner a los demás antes los hechos consumados del despojo. Pero no contaban (¿de verdad no contaban?) con el efecto encadenado de los dos factores anteriores: las evidencias de las actas y la actitud de la oposición. Peor aún: ¿De verdad esperaban que los únicos observadores internacionales independientes, el Centro Carter y los expertos de las Naciones Unidas se tragaran el sapo del fraude? Quizás confiaban en que ambos se limitarían a la emisión de los comunicados habituales en el tono folclórico de deeply concern. Pero no, ni los gobierno ni los observadores han cerrado los ojos, y los más suave que han demando es la presentación de las actas de escrutinio mesa por mesa. Ni siquiera el intermedio de las olimpiadas ha logrado acallar estas exigencias.
Sin embargo, para que estas reclamaciones no terminen en aullidos a la luna, hacen falta plazos con fechas de vencimientos claros. ¿Cuánto tiempo más se dará a Maduro? Los ultimátums que no tienen caducidad carecen de dientes y más bien consiguen el efecto contrario del buscado. Si en tres semanas el régimen ha sido incapaz de presentar “sus actas” no es porque no haya querido, simplemente no ha podido: la manipulación sería tan grande y descarada que empeoraría la situación de la dictadura.
No se puede dejar solos a los venezolanos ante semejante despojo de su soberanía. El pueblo venezolano ya cumplió; salió masiva y cívicamente a votar por el cambio político el 28 de julio. La oposición venezolana también cumplió; en primer lugar logró unificarse en torno a una candidatura, algo que se le venía reclamando; en segundo lugar derrotó al régimen con sus propias reglas antidemocráticas, y en tercer lugar ha sabido defender los resultados a pesar de la represión desatada por la tiranía. ¿Qué más se puede pedir a los venezolanos?
Después de tantos muertos, presos y exiliados, no se les puede pedir que se sienten a negociar con los sicarios una transición condicionada por la impunidad, con plenas garantías para quienes han saqueado las arcas públicas y han llevado a la ruina un país tan rico en recursos naturales. En Nicaragua sabemos qué implica dejar en la impunidad a los represores y cerrar en falso períodos negros de nuestra historia. Las propuestas que se escuchan en los últimos días de repetir las elecciones, nombrar un gobierno de coalición, declarar una amnistía general y otras ocurrencias gallo-gallinas, equivalen a matar la raíz de la democracia que se adentra en la soberanía popular.
Cualquier salida que no implique el cambio de Gobierno en Venezuela traerá consecuencias para la democracia como la mejor forma de Gobierno, incluso para quienes sostenemos que la democracia, además de las elecciones periódicas de autoridades, también implica un proceso de negociones colectivas entre Gobiernos y ciudadanía. Si las evidencias palmarias de los resultados electorales en Venezuela son invalidadas por conveniencias políticas, se estará dando carta de naturaleza a las actuaciones futuras de cualquier gobernante autoritario que organice elecciones para atornillarse indefinidamente en el poder, a pesar del rechazo de la mayoría de la población.
En este sentido, si con tantas pruebas en la mano Venezuela pierde y la dictadura chavista se entroniza, todos habremos perdido. La posibilidad de acreditar un voto por cada persona carecería de valor y se legitimarían las posiciones de fuerza de los enemigos de las libertades en otras partes del mundo. El fraude más documentado de la historia contemporánea no merece como respuesta las florituras de la diplomacia. Por falta de actuaciones contundentes que pongan líneas rojas a las tentaciones de los déspotas también mueren las democracias.