21 de septiembre 2021
La persecución de escritoras y escritores en América Latina ha sido una práctica recurrente de las dictaduras militares e incluso de las civiles. La noticia, en estos días, es que una autocracia que se autoproclama de izquierda ha dictado búsqueda y captura de Sergio Ramírez, para castigarlo por sus ideas. El escritor más grande de Nicaragua, desde Rubén Darío, no puede volver a su país porque en las fronteras le esperan policías con órdenes judiciales que lo acusan de ejercer la libertad sin permiso del presidente Daniel Ortega.
Al parecer, lo que ha sacado de quicio al presidente autócrata es la última novela de Sergio Ramírez, “Tongolele no sabía bailar” con la que cierra la trilogía del género negro que empezó con “El cielo llora por mí” (2008) y siguió con la magnífica “Ya nadie llora por mí” (2012). Ambientada en los turbios hilos del poder que darían lugar a la pólvora de los días de abril de 2018, la última entrega es una denuncia al régimen que se cobró la casi totalidad de los 427 muertos con que se saldó el levantamiento popular de miles de estudiantes.
La pareja gobernante, Daniel Ortega y Rosario Murillo, se han pegado un tiro en el pie. Han cruzado una raya peligrosa. Acusan a Sergio Ramírez de terrorista sin pruebas de ninguna clase, manoseando el lenguaje, y también de antipatriota, aportando ahora sí, como prueba, sus denuncias al Gobierno de la autocracia. Para Daniel Ortega y su esotérica compañera Rosario Murillo, ser objeto de crítica es sinónimo de traición a la patria con todas las consecuencias. ¿Cabe mayor demencia?
En su torpeza, retienen la novela de Sergio Ramírez en las fronteras, ignorando que ya se ha filtrado por aplicaciones de Internet y que como una mancha de aceite se extiende por Nicaragua. Ni que decir tiene que su éxito de superventas está ya asegurado en muchos países de habla castellana. Enseguida vendrán las traducciones.
Ocurre que la autocracia es obsesiva e ignorante: le está haciendo la mejor promoción a la novela.
Lo cierto es que el que fue vicepresidente en el Gobierno sandinista, ya hizo su particular reflexión en “Adiós muchachos” que en su primera edición de 1999 fue presentada como una memoria de la revolución sandinista. En esta obra el autor vuelca su afecto por lo que fue una utopía compartida, en la que participó una generación de todas partes del mundo que encontró una buena razón para vivir y para creer. Sergio Ramírez defiende aquella revolución contra Somoza que transformó los sentimientos y varió la forma de ver el mundo y al país mismo. Nunca Sergio Ramírez ha presentado aquella revolución sandinista como un hecho negativo porque no trajera la justicia anhelada, sino que suele destacar que la victoria sobre Somoza dejó como su mejor legado la democracia.
Sergio Ramírez se fue del FSLN sin dejar de ser sandinista. Siempre lo será. Lo hizo porque tras abandonar el poder, al perder las elecciones de 1990, pudo comprobar que una parte de los dirigentes rompieron sus promesas y se dedicaron a repartirse botines en forma de bienes del Estado. Eso fue la piñata. Con él se marcharon muchos hombres y mujeres, como el legendario Henry Ruiz, alias comandante Modesto, un ícono de la guerrilla en las montañas. Lo hizo también Dora María Téllez que, junto con Mónica Baltodano, ambas influenciadas por la figura histórica de Sandino y el cristianismo de base, y ambas promovidas a comandantes por su valía y su arrojo, crearon sendas organizaciones para el rescate del sandinismo. Ahora ambas se encuentran perseguidas.
Sergio Ramírez, pidió responsabilidades por la piñata y la malversación de fondos, fue de los primeros en decir no a la deriva del Frente Sandinista hacia el autoritarismo, exigiendo un funcionamiento democrático y el abandono del uso de la violencia.
Hoy, solo una minoría de dirigentes sandinistas de los años setenta y ochenta, siguen aferrados a la sombra del poder, a cambio de prebendas o simplemente porque viven la fantasía de una segunda revolución. Fuera del partido de Gobierno, pero sandinistas de mente y corazón muchos miles esperan su momento. Sergio Ramírez lo hace desde su escritura de maestro de la narrativa. A propósito de la época revolucionaria ha dejado dicho: “Yo estuve allí. Y como Dickens en el primer párrafo de Historia de dos ciudades, sigo creyendo que fue el mejor de los tiempos, fue el peor de los tiempos; fue tiempo de sabiduría, fue tiempo de locura; fue una época de fe, fue una época de incredulidad; fue una temporada de fulgor, fue una temporada de tinieblas; fue la primavera de la esperanza, fue el invierno de la desesperación”. Dudo que se pueda resumir mejor unos años convulsos en los que un pequeño país se enfrentó al gigante del Norte, con aciertos y errores.
Sergio Ramírez es un escritor que sigue la huella de los que en América Latina han marcado huellas imborrables, hombres y mujeres que hicieron de la literatura su arma de combate contra la oscurana, la represión y la muerte. Por su parte, los dictadores, nunca han llevado bien ser criticados desde la inteligencia de la palabra. Prefieren la confrontación a tiros donde además de tener ventaja no se exigen ni se dan explicaciones.
Desde que leí, hace muchos años, la que para mí es su obra maestra, “Castigo divino” he seguido el itinerario literario y político del escritor nacido en Masetepe que, en tiempos de Somoza, fue militante clandestino en la lucha librada desde las catacumbas, antes de verse obligado al exilio primero en Alemania y luego en Costa Rica. En su obra y en su vida, los valores nacionales en todo su esplendor fueron su guía. Estudió a Sandino del que siempre ha destacado su conciencia nacional, la que le llevó a levantarse en las montañas de Las Segovias contra la invasión norteamericana.
El ejercicio de la autodeterminación frente al imperio ha sido siempre, para Sergio Ramírez, uno de sus principios políticos. Lo saben quiénes de forma indecente le acusan de antipatriota. Ser y sentirse nicaragüense en plenitud le hizo aceptar el encargo de formar parte de la Junta Revolucionaria antes de 1979 y de convertirse en vicepresidente tras la huida del dictador. No se podía negar. Y, además, él sintió que, en esa Nicaragua heroica, una fuerza transformadora desbordaba a todos y llenaba espacios que siempre habían permanecido vacíos. La ilusión de que todo, sin excepciones, pasaba a ser posible también se apoderó del escritor.
Durante su permanencia en el Gobierno siempre fue una mano tendida a quienes pensaban diferente y buscó ensanchar la revolución.
En estos tiempos el pasado es solo recuerdo, nostalgia. Pero siempre se ha referido a los años de la revolución sandinista con afecto y últimamente con tristeza opresiva. Siempre leal al país, su posición política actual es la de un ciudadano que escribe como modo de compromiso y que hubiera dado cualquier cosa porque la historia hubiera sido más justa con un pequeño país que solo deseaba ser libre y hoy sufre la ira de Saturno.