26 de octubre 2022
Se cumplen sesenta años del gran vértigo de la instalación de misiles en Cuba. En los últimos treinta años, la historiografía sobre aquella crisis (James Blight, Alexander Fursenko, Timothy Neftali, Vladislav Zubok, Serhii Plokhy…) ha documentado un sinfín de detalles sobre los acontecimientos. Sin embargo, las motivaciones más profundas de los actores involucrados siguen desatando enconados debates.
La propuesta de la instalación de misiles —se insiste ahora, en una rara vuelta a la tesis satelital de la derecha anticomunista— tuvo su origen en la cúpula militar soviética. Pero aquella oferta del gobierno de Nikita Jruschov al de Fidel Castro intentó responder a una solicitud de ayuda militar, económica y técnica, a gran escala, que los dirigentes de la isla trasmitieron reiteradamente a Moscú después de la derrota del grupo de exiliados cubanos en Playa Girón, en abril de 1961.
Tanto la inteligencia soviética como la cubana tenían conocimiento de que la administración de John F. Kennedy había aprobado la Operación Mangosta, un plan de desestabilización del gobierno revolucionario que, eventualmente, incluiría una incursión militar directa de Estados Unidos. Al plan estadounidense, el Kremlin contrapuso la Operación Anádir, que incluyó, además del desplazamiento de decenas de miles de soldados, oficiales, técnicos y asesores soviéticos a Cuba, la instalación de unos cuarenta proyectiles intercontinentales y cientos de ojivas nucleares.
El Gobierno de Jruschov vio la oportunidad de una acción con efectos múltiples: la URSS mandaría un mensaje de fuerza luego del caos en Berlín, que obligó a la construcción del muro, crearía presión contra el montaje de cohetes Júpiter en Turquía, que amenazaban las repúblicas del Cáucaso, cumpliría su promesa de ayuda a Cuba y probaría, sobre todo frente a China, que su compromiso con la causa tercermundista no era retórico.
Alguna vez, en los años postsoviéticos, Fidel Castro habló de los misiles como “la decisión de Jruschov”, pero en la larga entrevista con Ignacio Ramonet, en 2006, dijo que se trató de una iniciativa conjunta y negociada, no de una imposición o medida unilateral de los soviéticos. Cuba, expulsada de la OEA, la entendía como un desafío directo al Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), firmado en Río de Janeiro por los estados del continente en 1947. La alianza defensiva de Cuba con la URSS se volvía ofensiva y con capacidad nuclear, por lo que la reacción hemisférica, en plena Guerra Fría, era inevitable.
Es difícil imaginar que la dirigencia cubana no esperara aquella reacción, de parte de Estados Unidos y sus aliados en la región. Más verosímil resulta que asumió racionalmente el riesgo y buscó sacar ventajas de una negociación en el umbral de la hecatombe. Los cinco puntos de la histórica demanda cubana resumían muy bien la racionalidad de aquel cálculo catastrófico, que muy fácilmente pudo producir la destrucción del Caribe y buena parte de Estados Unidos y México.
Que el pacto Kennedy-Jruschov se centrara en el retiro de los misiles soviéticos y la oferta, no reconocida públicamente, de desmontar los cohetes de Turquía, fue recibido en La Habana como una humillación. La promesa verbal de que Estados Unidos no invadiese la isla era una burla para los dirigentes cubanos. Las más de 300 000 personas movilizadas en la isla en aquellos días regresaron a sus casas como sobrevivientes ofendidos.
Fursenko y Neftali hablaron de la Crisis de los Misiles como una “apuesta infernal” y Plokhy como una “locura nuclear”. Pero, en la práctica, los protagonistas del conflicto actuaron con derroche de racionalidad. Una racionalidad inútil y virtualmente letal, ya que ninguno de los tres salió vencedor o logró sus objetivos básicos en aquella peligrosa lid. Hoy, en medio de otra guerra provocada por una potencia nuclear, repasemos las lecciones del 62.
* Publicado originalmente en La Razón