27 de noviembre 2021
La reelección de Daniel Ortega del pasado 7 de noviembre, en unas elecciones en las que no hubo competencia real, ha vuelto a poner a Nicaragua en el centro del debate internacional. Si bien existe un consenso creciente sobre lo preocupante que es para América Latina la consolidación de un gobierno autoritario a través de un proceso tan viciado, todavía hay desacuerdos sobre qué acciones debería tomar la comunidad internacional, y cuál debería ser el objetivo final de éstas. Esta falta de claridad y consenso disminuye las probabilidades de ser eficaces en producir algún cambio positivo en el país.
Claramente, hay consenso sobre la necesidad de una reacción coordinada. Más de 45 países han dicho que las elecciones no cumplieron con los estándares internacionales. El Congreso y el gobierno de Estados Unidos, así como la Unión Europea, han reconocido la importancia de la coordinación multilateral, lo que queda claro en el apoyo bipartidista a la ley RENACER. En la Organización de Estados Americanos (OEA) Nicaragua ha perdido el voto de sus aliados y se ha quedado sola a la hora de votar en contra de la última resolución que atañó a la situación del país. Ortega cuenta ahora con un grupo muy reducido de gobiernos amigos, en su mayoría con similares tendencias autoritarias; aunque tiene de su lado a Rusia, un actor clave en la palestra internacional.
Pero, aunque Ortega ha sentido la presión, también ha percibido que la acción internacional no es aun suficientemente concertada. El pasado lunes, Estados Unidos, Canadá y el Reino Unido expandieron sus sanciones, pero la Unión Europea no se ha sumado al esfuerzo. En la OEA parecía haber un frente común cuando 25 países votaron para evaluar a aplicación de la Carta Democrática Interamericana, lo que podría llevar a la suspensión de Nicaragua de dicha institución multilateral. Sin embargo, la decisión de postergar la sanción indica que posiblemente aún no están seguros los 24 votos que se necesitarían para implementar esta medida. Ortega aprovechó esta vacilación para salir al paso y anunciar que Nicaragua se retirará de la OEA. Esta movida le permite ganar tiempo (ya que el proceso toma dos años) y puede presentarla a sus bases como una iniciativa propia, en lugar de la consecuencia del rechazo internacional. Además, puede tratar de cambiar los votos de aquellos países que, por lineamientos de política exterior o miedo a un “efecto boomerang” en futuro, han mostrado cierta hesitación. Ortega puede estar tratando de que los países calculen que, si Nicaragua ya se está saliendo sola de la OEA, no haya necesidad de suspenderla.
El mensaje que hay que mandar a Ortega ganaría fuerza si fuera unívoco y respaldado por un gran número de países en América Latina y otras regiones, pero la comunidad internacional no parece tener claridad en cuál es el objetivo que busca en Nicaragua. Todas las declaraciones han llamado al cese de la represión y la liberación de los presos políticos. Pero más allá de esto, hasta ahora, la Secretaría General de la OEA ha propuesto repetir las elecciones, Noruega ha sugerido la reanudación de un diálogo entre gobierno y oposición, Estados Unidos ha hecho un llamado general a “restaurar la democracia” en el país. Mientras tanto la Unión Europea no ha actualizado las áreas en las que esperaría mejoras para evaluar limitar o retirar las sanciones que ha impuesto.
Ortega ha demostrado que su única prioridad es permanecer en el poder, y ha sabido mantener el apoyo de sectores claves adentro de Nicaragua, tales como el poder legislativo y el judicial y las fuerzas de seguridad. Además, sigue contando con la simpatía de una parte no descartable de la sociedad nicaragüense: todas las encuestas en los últimos 3 años han reportado un respaldo hacia sus labores de entre un 20 y 30 por ciento. Una intervención internacional para derrocarlo podría desatar la ira de sus seguidores y profundizar las tensiones sociales irresueltas desde hace décadas y las nuevas que se formaron en 2018.
En el proceso de encontrar una solución a la crisis, es muy posible que tantos los países aliados, como aquellos que han rechazado la forma como Ortega fue reelecto, deban coordinar para buscar una salida negociada al impasse actual. El modelo de diálogo que se ha venido implementando en México para el caso de Venezuela, con uno o más países garantes de cada lado y un facilitador neutral, podría ser un ejemplo a tomar. Es importante, sin embargo, tener consciencia de los alcances verdaderos de este tipo de negociaciones. En el caso venezolano, por ejemplo, los logros han sido por ahora limitados y el proceso fue interrumpido recientemente por el retiro de la delegación de gobierno en protesta a la extradición a Estados Unidos de Alex Saab. Si se aplicara la Carta Democrática, debería ser un punto de partida, no de fin, para empezar a identificar los pasos concretos que el gobierno debería dar para reintegrarse al sistema interamericano y restablecer relaciones funcionales con sus principales socios internacionales.
Además, la solución no puede ser recetada desde afuera. Es necesario que sean los nicaragüenses los que decidan cómo recomponer un país cuyo tejido social ha sido quebrantado por acontecimientos recientes y pasados. Es claro que es muy difícil para la oposición reorganizarse y acordar posiciones comunes en este momento tan complicado. Si ha sido difícil encontrar una voz común en el pasado, lo es más ahora, cuando la mayoría de sus líderes están presos, escondidos o en el exilio. En este sentido, la liberación de los principales líderes de movimientos opositores ya no puede ser una moneda de canje para Ortega, sino una precondición para preparar un posible proceso de negociación. Este diálogo debería tener por objetivo no solamente cambios en el sistema político para favorecer el pluralismo democrático, sino buscar la verdad sobre los eventos fatales de 2018, al igual que sobre la guerra civil que golpeó al país en los años 80.
Mientras haya desarticulación en las acciones y confusión en los objetivos, es probable que Ortega busque aprovechar de estas circunstancias para ganar tiempo, y seguir atrincherándose, en lugar de hacer concesiones.