17 de octubre 2018
«Que no canonicen nunca a san Romero de América, porque le harían una ofensa. Él es santo de un modo muy particular. Ya está canonizado. Por el Pueblo. No hace falta nada más».
Se lo decía yo a Jon Sobrino cuando visité el sepulcro del arzobispo mártir. Le decía: "Mira, Jon, que a nadie se le ocurra canonizar a Romero, porque sería como pensar que la primera canonización no sirvió"...».
Pedro Casaldáliga se lo contaba así a los campesinos y agentes de pastoral de Panamá, a su vuelta de Nicaragua y El Salvador, allá por los años 1987/8, en diferentes retiros, charlas meditaciones. Me pasaron la transcripción de los casetes, e incluí ese pensamiento en El Vuelo del Quetzal, el libro que organizamos con aquellos y otros materiales pastorales de su «campaña de solidaridad pastoral» con tantas comunidades de base y grupos campesinos de Centroamérica.
Ciertamente, la tumba de Romero que visitó Casaldáliga –instalada al principio en el propio crucero de la catedral de San Salvador, a sólo unos metros del altar desde el que pronunciaba aquellas sus homilías de fuego, que paralizaban el país y se escuchaban en la montaña reproducidas por los radiotransistores de los campesinos y los pobres de todo el país–, aquella tumba, grande por cierto, literalmente cubierta de flores, candelas, velas, exvotos y fotografías de agradecimiento, sobres llenos peticiones escritas... era tan visitada y acariciada y besada por aquella interminable fila constante de salvadoreños de los estratos más pobres y populares... que hubo que trasladarla a la cripta, porque aquel «clamor popular» inutilizaba la catedral para servir como tal, con el culto normal de una catedral.
Y así mismo eran las cosas en los primeros siglos de la Iglesia. Obviamente, no había «procesos de canonización». Era la «aclamación y la devoción popular» lo que de hecho definía el «canon», la medida de la santidad reconocida en la Iglesia. No había un registro oficial –lo que luego sería el «Santoral y el Martirologio Romanos»–, ni mucho menos se había concretado todo en un proceso jurídico especializado (y económicamente costoso) en la Curia Romana. Esto no sucedería hasta el siglo XIII, cuando las canonizaciones quedaron reservadas a Roma y al Papa.
El estudio estadístico de la «población» canonizada en el último milenio no deja de ser significativo: «Entre los siglos X y XIX Roma canonizó un 87% de hombres y un 13% de mujeres. Aquí se revela un modelo masculino ampliamente predominante, que corresponde fielmente a la tradicional inferioridad de la mujer en la Iglesia. Sin que el procedimiento se haya modificado para favorecer a las mujeres, en el siglo XX la proporción pasa a 76% de hombres y 24% de mujeres» (cfr. RELaT nº 150, servicioskoinonia.org/relat/150.htm). El modelo predominante de persona canonizada es blanca, masculina, no casada, clérigo, religioso/religiosa... y mayormente de clase alta.
Tradicionalmente la canonización ha venido estando prácticamente vedada a los cristianos/as laicos, por lo trabajoso que resultan los procesos investigativos e históricos necesarios, la lentitud de la burocracia de las congregaciones romanas y, sobre todo, el elevadísimo costo económico de los procesos. Sólo clérigos que cuenten con el respaldo de una Iglesia local, o religiosos/as cuya congregación esté interesada en exaltar su santidad, pueden ser «candidatos» viables y con posibilidades reales de clasificar.
Canonización rápida y muy aclamada fue la de José María Escrivá; el Opus Dei, colocado por aquel entonces en la cumbre del escalafón de las entidades influyentes en el Vaticano del papa Vojtila, se empleó a fondo en su promoción, y su «canonización» resultó ser –dijo el Opus– la que había reunido más gente en la Piazza di San Pietro de Roma... La explicación no era difícil: sólo el fundador de una institución con muchos miembros laicos de clase alta podría pagarse tantos vuelos a Roma desde todos los continentes. Pero dejó de ser la más numerosa cuando, al poco tiempo, fue canonizado el P. Pío de Pietralcina, cuyos devotos no eran tan pudientes económicamente, pero eran mayoritariamente italianos, y se pudieron acercar muy fácilmente a Roma, masivamente. El número de asistentes a una canonización no mide el valor de la «aclamación popular» de un santo.
El caso de Romero fue también una «aclamación popular». Romero se convirtió en «el centroamericano más conocido» en todo el mundo, el «salvadoreño más universal». No fue un santo local, de una Iglesia diocesana concreta, ni de un país, ni siquiera de la Iglesia Centroamericana, o de la entera Iglesia de América Latina, sino un santo «universal» –aclamado en todas las geografías–, y «ecuménico», reconocido también por las Iglesias protestantes –se ha hecho célebre la figura de Romero, en piedra, entre las figuras de la catedral de Westminster...–. Fue también un santo «macroecuménico», reconocido y aclamado por agnósticos y no creyentes, más allá de las fronteras de la fe y de las religiones. Santo, pues, Romero, por «aclamación popular» del Pueblo de Dios, por «aclamación mundial», en los muchos «pueblos de Dios».
¿Qué más canonización necesita Mons. Romero? ¿Qué le falta? ¿Qué le podría añadir una «canonización oficial» en Roma? Son las preguntas que, decimos, ya se respondió a sí mismo Casaldáliga cuando visitó la tumba de Romero en San Salvador en los 80 del siglo pasado: «él es santo de un modo muy particular. Ya está canonizado. Por el Pueblo. No hace falta nada más». A muchos de nosotros hoy nos sigue valiendo aquella respuesta que él se dio hace treinta años.
Pero es que, además, con todo este tiempo que ha transcurrido desde entonces, hemos entrado «en otra época»... Han cambiado muchas cosas, y hemos cambiado también mucho nosotros mismos. Extrapolando las palabras de Casaldáliga, hoy podríamos decir: «Que no lo canonicen, porque sería como si continuáramos en aquella época de la que ya hace tiempo que nosotros hemos salido».
En efecto, hoy, la pregunta es más honda: ¿sigue teniendo sentido el concepto clásico de «santos canonizados» de la Iglesia Católica? Y podríamos desdoblarla en varias otras:
- ¿Existen los «santos canonizados», los oficiales, los clásicos, los que están en la «corte celestial» del «Rey y Señor» del cielo y de la tierra, en el «segundo piso»? Todos nuestros abuelos pensaron que sí, y a ellos/as les sirvió de mucho su intercesión... Pero, ¿y a nosotros, hoy?
- ¿Se puede ingresar en esa corte privilegiada porque el candidato sea sometido a una evaluación por parte de una comisión examinadora especializada, de la Congregación Vaticana para los Santos? Un proceso de canonización, ¿puede «hacer santo» a alguien?, o es algo externo que no puede afectar a su santidad?
- ¿Podemos aceptar como algo natural, sin ruborizarnos –¡en pleno siglo XXI!– que aquella evaluación incluya como requisito la realización –«¡científicamente» comprobada!»– de dos «milagros»?
Tratemos de responder, cuasi-telegráficamente, a estos desdoblamientos del cuestionamiento:
- La canonización de santos en la Iglesia Católica es una creación medieval, oficialmente establecida en 1234 en las Decretales de Gregorio IX, aunque sólo a partir del Papa Urbano VIII, en 1634, fue reconocida prácticamente en toda la Iglesia. No forma parte de su patrimonio bíblico, ni dogmático, ni teológico. Quizá este su «segundo plano» en la jerarquía de lo esencial en la Iglesia es lo que le ha permitido subsistir y pasar desapercibida en momentos evaluativos altos de la Iglesia, como los últimos Concilios ecuménicos. Ha habido siempre cosas más importantes en la Iglesia, que han reclamado la atención prioritaria. Así, las canonizaciones –su significado y sus procesos concretos, tal como han llegado hasta nosotros–, hoy son un «anacronismo» que ha sobrevivido por la desatención de que han sido y siguen siendo objeto, y forman parte de esa lista de atavismos que «claman al cielo» pidiendo ser revisados y actualizados drásticamente.
- Obviamente, una canonización no «hace santo/a» a nadie. La persona que es santa a la hora de su muerte, lo es, y no dejará de serlo, aunque nadie lo sepa, o a nadie le importe luego presentar su candidatura ante la Congregación de los Santos. Y la persona que no lo es, no lo será ya nunca, ni aunque esa Congregación la «haga» santa, es decir, simplemente la «declare» tal. La canonización no es más que una «declaración», no una «santificación»; cuando morimos, cuando se acaba nuestro status viatoris, ya no es posible cambiar, ni crecer en santidad –sin entrar ahora en la necesaria relectura de la escatología clásica–. Si la sangre martirial culminó la santificación personal de Romero, él fue un santo, aunque nadie nunca después de su muerte lo hubiera pensado ni proclamado. Y que ahora se proclame, no le añade un milímetro a la santidad que consiguiera en vida, hasta su muerte; simplemente dará a sus admiradores más motivos y más posibilidades de conocerlo, admirarlo e imitarlo. En realidad, lo que se juega en una canonización es algo totalmente exterior a la santidad misma del propio candidato.
- Subrayado aparte merece la cuestión de los «milagros». Resulta inexplicable cómo, ya bien entrado el siglo XXI, todavía persiste entre las Congregaciones Vaticanas una que «comprueba» científicamente la veracidad de los «milagros requeridos» para una canonización institucional... Es otro anacronismo de origen medieval, un extraño superviviente en medio de una Iglesia que en el Vaticano II pareció reconciliarse con la sociedad culta, profundamente marcada por la ciencia. ¿Será que sobrevive, por interesas económicos de la Curia Romana? ¿O quizá también por el inmovilismo y la pereza consuetudinaria de las instituciones religiosas ante su propia renovación? ¿O porque no se dan cuenta de que la «acreditación de un milagro» hecha por la Iglesia, acredita igualmente la cosmovisión medieval vigente en sus cuarteles centrales? ¿Hasta cuándo quieren hacer comulgar con ruedas de molino a los creyentes que tienen ya configurada su cabeza en sintonía con la sociedad moderna?
Diremos, pues, finalmente, que nos sentimos en comunión, en aprecio vivo hacia Mons. Romero, sin necesitar esa albarda añadida de su título oficial de «santo canonizado», que nos evoca tantos elementos sobrepasados o incluso obsoletos para nosotros. Pero no nos tiene que molestar su uso por parte de aquellas otras mentalidades que también expresan su cariño y su comunión con Romero por medio de ese mundo de categorías y supuestos que nosotros abandonamos hace tiempo. Respetamos esta pluralidad que caracteriza a nuestro tiempo y a nuestra Iglesia hoy, y somos muy capaces de aceptarla, sin que, por eso, un simple título de atribución de santidad canónica, nos retrotraiga, cual caballo de Troya, a una mentalidad de la que ya salimos. Nos sentimos, tanto convencidos en nuestra forma de ver, cuanto tolerantes con los antiguos puntos de vista; tan fieles a la esencia-esencia de la buena tradición, cuanto libres de adherencias medievales, platónicas, mitológicas, agrarias... neolíticas incluso.
Desde esta visión, es claro que no necesitamos que Romero sea canonizado. «Él es santo de un modo muy particular. Ya está canonizado. Por el Pueblo. No hace falta nada más». (Y, desde luego, acabada la Edad Media, es obvio que sobran todos los milagros «requeridos»). Pero comprendemos que mucha Iglesia y buena parte de la sociedad se van a sentir ayudados, y hasta conmovidos, por esta «declaración oficial de reconocimiento de su santidad y su martirio». Compartimos su alegría. A estas alturas de la historia, con lo mucho que ha llovido después del 24 de marzo de 1980, ya no nos parece una «ofensa», sino más bien una «rehabilitación» adicional, redundante, pero útil, sobre todo para las jerarquías religiosas y civiles que por décadas se opusieron al reconocimiento de «San Romero de América». Es una buena noticia.
*Fragmento de un ensayo publicado en «Documentos del Ocote Encendido», , Comités Oscar Romero (COR), Zaragoza, España