30 de agosto 2020
Soy parte de una generación afortunada. Nacido en el Reino Unido en 1944, hacia el final de una guerra mundial que mató entre 70 y 85 millones de personas, no sufrí bombardeos ni tuve que combatir en ningún campo de batalla.
Crecí en un país y en un continente que estaban en paz, y que podían por tanto disfrutar los beneficios económicos de una cooperación transfronteriza nunca antes vista. Occidente rechazó la amenaza militar de la Unión Soviética sin guerras, lo que liberó a su imperio europeo para que pudiera unirse al resto de un continente libre.
En particular, Europa y otras partes del mundo contaron con el liderazgo de un Estados Unidos económica y militarmente poderoso. Y su poder duro no era tan importante como el poder de las ideas que abrazó, ejemplificó y exportó. Estados Unidos no fue perfecto, y cometió errores. Pero en general, dio un extraordinario ejemplo de generosidad y demostró las posibilidades ilimitadas de la libertad ordenada.
Estados Unidos adoptó un sistema pluralista, democrático y basado en la ley donde, como observó Alexis de Tocqueville en su gran obra La democracia en América (1835), la voluntad popular estaba limitada por controles constitucionales y por conductas y actitudes públicas. Un sistema democrático, pero liberal en el sentido de proteger las opiniones y los intereses de las personas y de las minorías (con la excepción innegable de la supremacía blanca).
Otros siguieron el ejemplo. A Gran Bretaña le gustaba dar la impresión de que la democracia liberal fue su creación y su mayor bien de exportación. Hasta Karl Marx admiraba calladamente su rendición de cuentas parlamentaria, la independencia judicial y la fortaleza del ejecutivo.
Por más de medio siglo tras la Segunda Guerra Mundial, la democracia liberal no detuvo su avance. La variante de comunismo expresada en la Unión Soviética retrocedió y al final se derrumbó, y en casi todo el mundo los dictadores temblaron ante la idea de la libertad.
Pero una vasta tiranía creció y prosperó. Tras la caída de la Unión Soviética, China, gobernada por un régimen comunista propio, retomó la condición económica inherente al hecho de ser el país más poblado del mundo, y se aprovechó de los mercados abiertos garantizados por las democracias liberales, con su creencia en un orden internacional cooperativo.
Desde los inicios de mi carrera política, nunca dudé de las teorías sobre el buen gobierno en las sociedades abiertas. Pero mi mandato como gobernador de Hong Kong en los noventa me permitió ver bajo otra luz los beneficios que emanan del Estado de derecho, la independencia judicial, la libertad de expresión, una economía abierta y el pluralismo político. Gobernar una ciudad habitada en gran medida por refugiados de una dictadura comunista me dio una experiencia directa de todos esos valores que siempre había presupuesto sin pensar en ellos demasiado.
Valores de los que ahora Hong Kong está siendo despojado, conforme el Partido Comunista de China comienza a destruir con descaro y entusiasmo su carácter de sociedad libre y abierta. El asalto lanzado por el PCCh contra la autonomía de Hong Kong no sorprende, porque el territorio representa exactamente los valores que la dirigencia china considera una amenaza a su dominio.
El presidente chino Xi Jinping y sus secuaces temieron que la globalización, la urbanización e Internet pusieran en peligro su dictadura. Por eso reprimieron el disenso y la sociedad civil, implementaron una política para la población uigur musulmana de Xinjiang que equivale a genocidio según la definición de Naciones Unidas y se lanzaron contra todos los elementos de la democracia liberal que consideran incompatibles con el dominio del PCCh.
A los que vivimos fuera de China, Xi nos hizo el favor de enumerar esas amenazas de la democracia liberal en las instrucciones que dio a los funcionarios del partido y del gobierno en 2013, poco después de asumir la presidencia. Amenazas que incluyen la «democracia constitucional occidental», la promoción universal de los derechos humanos, la independencia de los medios, la participación cívica y las críticas al pasado del PCCh. En conjunto, son una descripción bastante cabal de los valores que Hong Kong representaba y que el régimen de Xi ahora quiere aniquilar.
Para hacer frente a estos ataques a los valores de la democracia liberal hay que dar a la conducta hostil una respuesta firme. Y sobre todo, los defensores de la democracia liberal deben mostrar que todavía están convencidos de la importancia de luchar por esos valores.
Pero el RU bajo el primer ministro Boris Johnson no está dando un buen ejemplo. Mientras se acumulan los costos de la incompetencia de gobierno y las consecuencias de las mentiras populistas, hay en nuestro sistema político preocupantes signos de abandono de las normas; por ejemplo, una confusión de los límites entre los intereses financieros privados y partidarios y la responsabilidad ministerial.
El RU no tiene una constitución escrita, pero siempre hemos dado por sentado que sin importar la afiliación partidaria, cualquier persona decente sabría comportarse en el poder. Pero ahora mismo parece que esas personas escasean.
Por su parte, la Unión Europea no es sólo un bloque comercial y económico sino también una comunidad de valores. Pero la conducta de estados miembros como Polonia y Hungría genera dudas sobre su compromiso con la democracia liberal.
Y sobre todo, en Estados Unidos el presidente Donald Trump es muy criticado (incluso por viejos republicanos) por no respetar ni comprender la constitución estadounidense y la separación de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. ¿Creerá tan siquiera en la democracia? ¿Querrá que todos los estadounidenses sin distinción de raza o afiliación política voten en noviembre, o sólo sus partidarios? ¿Aceptará el resultado de la elección si no le resulta favorable?
Para salvar la democracia liberal, no basta plantar cara a las amenazas externas: también hay que seguir predicando con el ejemplo.
*Este artículo se publicó originalmente en Proyect Syndicate.