11 de agosto 2019
Cuando muere un intelectual involucrado en los debates políticos de su tiempo es imposible que la discusión sobre su legado se apegue a la neutralidad del duelo. Ha sucedido con la muerte del poeta y ensayista cubano Roberto Fernández Retamar, autor no sólo de cuadernos refinados como Patrias (1952) o Alabanzas, conversaciones (1955), sino de poemarios de combate, como Con las mismas manos (1962) y Que veremos arder (1970), y de ensayos-panfletos como Hacia una intelectualidad revolucionaria en Cuba (1966) y Calibán (1971).
Además de una poética cambiante, que pasó de una lírica cosmopolita y evocadora a un coloquialismo comprometido, entre los años 50 y 70, y de una ensayística que abandonó el autonomismo estético a lo Pedro Henríquez Ureña o Alfonso Reyes, plasmado en La poesía contemporánea en Cuba (1954) e Idea de la estilística (1958), por una visión ideológica del arte y la literatura —en 1969, por ejemplo, sostenía que el verdadero intelectual en América Latina es el líder revolucionario y que sus prototipos son Fidel Castro y el Che Guevara—, Retamar fue, por más de cinco décadas, funcionario cultural del Estado cubano.
Como soldado de la Guerra Fría, tuvo grandes interlocutores en América Latina (Julio Cortázar, Carlos María Gutiérrez, Mario Benedetti, Eduardo Galeano, Roque Dalton…), pero también confrontó a otros, a quienes acusó de colonialistas, burgueses y agentes del imperialismo: Pablo Neruda, Jorge Luis Borges, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Emir Rodríguez Monegal, Jorge Edwards, Severo Sarduy, Guillermo Cabrera Infante…
No es extraño, entonces, que la muerte de Retamar, como su propia vida, esté marcada por la polémica. Lo que es extraño, o propio de culturas autoritarias, que parten de una idea excluyente de las tradiciones intelectuales, es que ese debate y, en especial, las críticas a la evolución literaria y política de Retamar, sean asumidas como actos de calumnia, traición u oportunismo. Esa manera de asumir el duelo denota un traslado, a la figura de Retamar, del vínculo religioso con sus íconos que la ideología oficial cubana establece con José Martí, el Che Guevara o Fidel Castro.
Tras la publicación de un artículo del joven escritor cubano, Carlos Manuel Álvarez, en El País, donde cuestionaba tanto la poética como la política de Fernández Retamar, aparecieron reacciones sintomáticas, en dos sentidos perfectamente contrapuestos. En La Jornada Semanal, Antonio Soria presentaba a los críticos de Retamar como “detractores” de una obra imperecedera, que rechazaban su lealtad al poder, como si esto último no fuera una virtud. “Sean pocos o muchos los Paduras, los Valdés, los Arenas y otros”, decía Soria, la obra de Retamar, por su correcta orientación política, trascenderá a todos.
Desde otra perspectiva, en El País, Selena Millares argumentaba que, por el contrario, el error de los críticos de Retamar era politizar su literatura. La poesía del cubano, “era ajena a servidumbres ideológicas” y no sólo “permanece más allá de todo eso” (el conflicto político de la Guerra Fría), sino que “puede tender puentes sobre las heridas abiertas por la historia en mitad de un país”. La mejor refutación de ese supuesto rol curativo la dio el presidente cubano, Miguel Díaz Canel, quien en su cuenta de Twitter echó mano del verso “hemos construido una alegría olvidada”, para justificar el apoyo de La Habana a Maduro y Ortega.
De manera que la polémica en el duelo por la muerte de Retamar reproduce las dos posiciones entre las que él mismo osciló en vida: o la literatura es un “arma de la Revolución” o es un “reino autónomo”. Al parecer, la ideología oficial cubana y, en especial, su última variante en la política cultural, quiere que sea las dos cosas a la vez. Muy característica esa ambivalencia de los nuevos autoritarismos del siglo XXI: son o aparentan ser, al mismo tiempo, intransigentes y plurales, censores y tolerantes.
Publicado originalmente en La Razón.