29 de marzo 2023
Desde que América Latina se democratizó a principios de los años noventa, cuando varios países transitaron del autoritarismo a la democracia, han pasado 35 años. Desde entonces, esta ha sido una de las regiones más diversas políticamente hablando por el abanico de regímenes que aloja y las particularidades de cada uno de ellos. De hecho, actualmente dos países están transitando de democracias imperfectas a regímenes híbridos: México y El Salvador.
Los regímenes híbridos, según especialistas como Leonardo Morlino y Terry Karl, se caracterizan por enmarcarse en países que comparten cuatro condiciones: tienen un Estado de derecho débil, están polarizados, poseen una fuerte presencia militar y cuentan con elecciones periódicas en un sistema pluripartidista y con alternancias.
En el caso de México y El Salvador, ambos coinciden en la particular formación de los líderes que los encabezan y en cómo estos aprovecharon la pandemia de la covid-19 y los confinamientos para fortalecer sus liderazgos. La pandemia acarreó un retroceso en materia democrática en la región, de acuerdo con el informe IDEA de 2021, ya que representó la posibilidad de posponer elecciones, retener el poder o afianzar su proyecto de gobierno.
En México los cimientos del autoritarismo no desaparecieron
En México, el propio presidente Andrés Manuel López Obrador afirmó: “La pandemia nos cayó como anillo al dedo para afianzar la transformación”. No solo la frase fue polémica, sino que desde entonces la retórica oficial y la agenda de Gobierno contraria a varios sectores de la sociedad se radicalizó. Y en cuanto a la libertad de expresión, el Gobierno comenzó a descalificar y atacar a periodistas, lo cual es una característica del avance hacia la hibridación.
Otro sector atacado ha sido la clase media. En 2021, en las elecciones intermedias, el oficialismo perdió la mayoría calificada en la Cámara de Diputados y la mitad de la capital del país que históricamente ha pertenecido a la izquierda. El presidente no tardó en atacar a este sector afirmando que “ la clase media apoyó a Hitler y a Pinochet”.
Desde el punto de vista de la polarización, el presidente López Obrador y sus correligionarios han dividido el país en dos: el pueblo bueno contra los aspiracionistas o corruptos. De hecho, el mandatario ha declarado que “se está con la transformación o en contra de ella”, por lo que deja ver que para él no hay puntos medios. Con esto también exacerba aún más el divisionismo.
El tercer elemento, el más preocupante, es la militarización de las funciones que históricamente han sido civiles. Si bien desde 2006 los militares han tenido un papel relevante en funciones de seguridad pública, en este Gobierno se profundizaron cuando el Ejército se convirtió en el principal constructor de los megaproyectos del Gobierno federal.
Las Fuerzas Armadas también participaron en tareas de educación cuando se les encargó el reparto de libros, en la vacunación durante la pandemia y en la formación de un cuerpo cívico-militar conocido como Guardia Nacional, que tiene el objetivo de regresar al Ejército a los cuarteles. Esta militarización de lo civil ha generado preocupación, pues se ha violado el artículo 129 de la Constitución que establece que, en tiempos de paz, las Fuerzas Armadas solo podrán realizar actividades relacionadas con la disciplina militar. Según el académico Roger Bartra, en México la democracia llegó y se abrió a la pluralidad, pero los cimientos del autoritarismo no desaparecieron.
La rápida descomposición de la democracia en El Salvador
Otro caso de hibridación es El Salvador, que se ha ido transformando desde que Nayib Bukele llegó a la Presidencia. Se trata de un outsider que rompió con el bipartidismo de Arena y el Frente Farabundo Martí, y desde temprano mostró un talante antidemocrático. El 10 de febrero de 2020, Bukele llamó a la insurrección y a las Fuerzas Armadas a entrar en el Congreso y obligar a los diputados a aprobar el préstamo para el Plan del Control Territorial y, así, combatir al crimen.
El uso del Ejército para presionar al Congreso habla de una erosión democrática veloz, además de un amplio respaldo de la población, pues el presidente llamó, a través de Twitter, a la insurrección. Luego, en marzo del 2021, su partido Nuevas Ideas ganó la mayoría calificada y al mes se expulsó de la Corte Suprema a cinco magistrados y se nombró a otras personas cercanas al gobierno. Con esta decisión se violó la independencia judicial y socavó aún más la democracia.
En marzo de 2022 se decretó el primer estado de excepción y hasta marzo de 2023 se ha alargado diez veces. Los militares han cobrado relevancia y el presidente Bukele los ha utilizado para justificar el combate contra el crimen, la falta de transparencia y la constante violación de derechos humanos. Nadie se opone a reducir la criminalidad, pero existe un marco normativo para realizarlo. Al romperse esta barrera, también se rompe la democracia, pues sin leyes, esta no existe.
Por otro lado, el 16 de septiembre de 2022, Bukele anunció que buscaría la reelección en los comicios de 2024. La Constitución prohíbe en al menos seis artículos la reelección inmediata de la Presidencia, pero esta decisión se justificó mediante una sentencia que establece que, si bien no se ha permitido la reelección consecutiva, si el mandatario deja el poder con seis meses de anticipación, puede volver a presentarse. De esta manera, El Salvador se ha convertido en una autocracia, un régimen centrado en la personalidad de un líder, y el sistema político está siendo moldeado a su imagen y semejanza.
Más allá del diagnóstico, debe preocuparnos el avance del autoritarismo a pesar del alto nivel de popularidad y respaldo social de dirigentes como López Obrador y Bukele. La democracia no es perfecta, pero sí perfectible. ¿Vale la pena otorgar el poder y ceder derechos a líderes autoritarios para solucionar problemas con métodos que lastiman la pluralidad y la institucionalidad?
*Artículo publicado originalmente en Latinoamérica21.