29 de julio 2019
El régimen de Daniel Ortega confirmó este jueves que en Nicaragua no gobierna el presidente de la República. Ordena y manda, en cambio, el jefe supremo de la Policía Nacional, que se mantiene en el poder a través de un estado de sitio policial.
El despliegue de centenares de policías para impedir una manifestación pacífica convocada por los estudiantes universitarios para conmemorar el Día del Estudiante, no es una muestra de legitimidad o fortaleza del Gobierno, sino más bien significa una nueva derrota política del estado de sitio de facto. Porque a pesar de las bombas lacrimógenas, los balinazos, los detenidos, y el abuso de la fuerza policial, la dictadura no logró contener la resistencia y la demanda de elecciones libres, y que se restablezca la autonomía universitaria.
Esta nueva mayoría política no acepta como normal la existencia de “dos Nicaraguas”, la oficial que sí tiene derechos para movilizarse y la otra, sin derechos y sin justicia, prisionera de la dictadura. Todo mundo vio hace dos semanas, por ejemplo, cuando Ortega organizó una portátil para celebrar el Repliegue en Masaya, custodiado por cientos de policías, y luego, el 19 de julio, nuevamente movilizó a decenas de miles de sus partidarios y empleados públicos, al acto oficial de ese día, transmitido en cadena nacional de televisión. Sin embargo, cuando los estudiantes universitarios, los campesinos autoconvocados, o los gremios empresariales, notifican que van a marchar, o incluso cuando las madres de las víctimas de la represión anuncian que celebrarán una misa por sus difuntos, el régimen aplasta sus derechos constitucionales y los reprime con violencia.
Ortega también actúa como el jefe de facto de las fuerzas paramilitares que hace un año desataron la fatídica “Operación Limpieza”, dejando decenas de muertos en Carazo, Masaya, Managua, León, Chontales, Estelí y Jinotega. Los paramilitares representan el mayor peligro para la seguridad nacional hoy, y para la gobernabilidad del país en la era posOrtega. Por ello, ante el reclamo nacional e internacional de que el Ejército debe desarmar y desmantelar a las fuerzas irregulares, de acuerdo a lo que manda el artículo 95 de la Constitución, resulta inverosímil el alegato del jefe del Ejército, general Julio César Avilés, de que “no existen paramilitares”. Este alineamiento del general Avilés con Ortega, intentando defender lo indefendible, se distancia de la promesa de no intervención que había mantenido la institución militar, y genera más interrogantes sobre el rol que podría jugar en una situación extrema, o ante una inevitable transición política democrática.
Quince meses después de la Rebelión de Abril, Nicaragua ha llegado a un punto de no retorno en el que, a pesar de la matanza, la cárcel y la represión, Ortega no ha podido doblegar la resistencia cívica que reclama su salida del poder. Su proclama el 19 de julio, dando por terminado el diálogo nacional, descartando el adelanto de elecciones, y ofreciendo una cosmética reforma electoral unilateral para 2021, no representa una solución nacional, sino el preludio de más represión. En realidad, Ortega puede seguir manteniendo el estado de sitio durante unos meses más, pero lo único que logrará es acelerar la destrucción del tejido social del país y el colapso de la economía nacional que ya está transitando de la recesión a la depresión.
La alternativa para frenar esta crisis de confianza nacional y enfrentar sus costos económicos, sociales y humanitarios, reside en consultar al soberano a través del voto. El primer paso consiste en reformar el sistema electoral, desde la cúpula hasta las Juntas Receptoras de Votos, para eliminar el control partidario que ejerce el FSLN y devolverle el poder a los ciudadanos —el “pueblo presidente”, decía la propaganda oficial— para que su voto sea contado con imparcialidad y transparencia. Es imperativo, por lo tanto, cambiar el Consejo Supremo Electoral para convocar a elecciones libres con observación nacional e internacional en el plazo más corto posible, en 2020, elecciones presidenciales, legislativas, municipales, y al Parlamento Centroamericano —todas en la misma fecha— para que se exprese la voluntad popular sobre la salida a esta crisis nacional.
Y la única manera de lograr la reforma electoral es ejerciendo más presión cívica, como lo están haciendo los presos políticos excarcelados que ahora son una nueva fuerza política; se necesita más presión económica de los grandes y medianos empresarios, para persuadir a la alta burocracia civil, económica y militar sobre la inviabilidad del régimen de Ortega; y más presión diplomática de la comunidad internacional, para restringir los recursos económicos externos de la dictadura. Una presión nacional e internacional simultánea, para restablecer la negociación entre la Alianza Cívica y el régimen, con la participación de la Organización de Estados Americanos y garantes internacionales. Pero la recomposición del Consejo Electoral y el adelanto de elecciones, solo será posible si la Alianza Cívica y la Unidad Nacional Azul y Blanco, logran relanzarse como una nueva coalición política nacional. Ni la inercia de la crisis económica, ni la presión externa por sí sola, obligarán a la dictadura a negociar la salida política. El tercer y definitivo diálogo nacional, con o sin Ortega en el poder, solo puede surgir de una estrategia política electoral apuntalada en la recuperación del derecho a la libertad de movilización.