12 de octubre 2016
“Defender nuestros derechos humanos es una necesidad, es una obligación”, me dijo tan convencido Petronilo López, promotor de derechos humanos de Rancho Grande en el último encuentro de promotores y promotoras del CENIDH en el que estuve con ellos, que me impresionó.
Ese derecho o ese deber, como queramos verlo, es un camino empinado y lleno de riesgos en el modelo que este gobierno le ha impuesto a Nicaragua. Cuántas veces no he querido tirar la toalla por cansancio, por desesperanza, también por miedo. Pero existen días, momentos, instantes, en que se te erizan los pelos, el corazón se te acelera y sientes que todo es posible. Y cuando esa inyección de esperanza y de alegría viene de la gente más pequeña, esos momentos son todavía más hermosos.
Recibí una de esas inyecciones el 3 de octubre en Rancho Grande, el municipio de Nicaragua que enfrentó el proyecto minero Pavón y le ganó a la B2Gold y al gobierno que la respaldaba. Rancho Grande es un municipio puro rural, que produce esa comida que no crece en el ardiente asfalto de nuestras ciudades ni en el frío concreto de supermercados y centros comerciales.
El 3 de octubre, centenares de campesinos y campesinas de rostros color del café y del cacao que cultivan se reunieron para celebrar el primer aniversario de su triunfo sobre un gigante.
Poco a poco vi cómo se iba llenando la plazoleta de la iglesia católica con hombres, mujeres, niñas, niños, jóvenes, ancianos. El centro de todas las miradas era un “altar” sin imágenes y cundido de veraneras, heliotropos, limones dulces, plátanos, ayotes, pijibayes y malangas que habían traído de las comunidades. Nada había de otros lugares, nada de plástico. Los organizadores me dijeron que ése fue el acuerdo: querían agradecerle así a la Tierra sus riquezas. Para agradecerle a la Vida llegaron decenas de grupos que bajaron de todos los rincones de la montaña para bailar y, al ritmo de rancheras, cantar su compromiso para defender los ríos, las quebradas, las montañas y los animales con los que conviven y a los que tanto aman.
“Se puede vivir sin oro, pero no se puede vivir sin agua. ¡No a la minería!”, “Queremos heredar un mundo habitable y no un planeta contaminado”, “¡No queremos minería!”, “¡Viva la vida! ¡Viva Rancho Grande!” Así, entre gritos y aplausos rematados con el inconfundible grito campesino ¡Ajuua! celebraron su triunfo sobre ese monstruo que durante diez años pretendió instalarse en sus tierras.
Han sido diez años de lucha, de organización, de perseverancia, de coherencia, de astucia, de paciencia. Diez años en que, en un ecumenismo que no vemos en otras partes, la iglesia católica y las iglesias evangélicas jugaron importantes papeles con las palabras, los mensajes y las acciones de delegados, diáconos, pastores, hasta el obispo. Aquí la religión no fue “opio” adormecedor, fue una energía movilizadora que se tradujo en varias marchas en las que participaron miles de personas que presionaron y presionaron y presionaron hasta que esa presión obligó a cancelar la nefasta concesión minera.
Ante el altar vi ese día una vitalidad rebosante en la diversidad de rostros y pensamientos: creyentes y no creyentes, pastores y sacerdotes, feministas y ambientalistas... El movimiento Guardianes de Yaoska logró la convergencia de grupos antagónicos con resultados impensables, como el de gentes de iglesia, rosario en mano, marchando junto a feministas que llevaban como como lema “No somos territorio de conquista”. Ni ellas lo son ni Rancho Grande lo es.
Sin asistir a diplomados de organización social, ni a talleres de incidencia política, ni a cursos sobre nuevos liderazgos, sin conocer la teoría de los movimientos sociales, fue este pueblo campesino organizado como Guardianes de Yaoska el que articuló y mantuvo durante años una lucha que ha provocado la admiración de expertos de diferentes latitudes. Referentes de ética, de valor y de persistencia, estos campesinos y estas campesinas nos han enseñado principios claros e incluyentes: la participación de todas las personas, la no partidización del movimiento, el uso de métodos pacíficos en una continua lucha cívica. Y nos ha demostrado que eso funcionó: ganaron, obligaron a rectificar a la minera y a un gobierno que ha vendido nuestro país al extractivismo.
Hoy, cuando tantas cosas son confusas y a veces parece que no hay salida, este pueblo campesino nos ha enseñado tolerancia y convivencia, cristianismo y solidaridad de verdad. Nada más llegar el día 3 a Rancho Grande me contaron que el domingo anterior a la celebración, las iglesias evangélicas tuvieron un culto de agradecimiento por el triunfo sobre la B2Gold que fue organizado y apoyado por los católicos. Y al día siguiente, en la misa católica oficiada por el párroco Pablo Espinoza los evangélicos apoyaron toda la logística de la ceremonia.
Fue también una inyección de esperanza ver llegar a Rancho Grande desde La Fonseca a celebrar la alegría y el triunfo del pueblo campesino a esa gran mujer bajita y quemada por el sol, de hablar suave pero estremecedor, Francisca Ramírez, a Doña Chica, Presidenta del Consejo en Defensa de la Tierra, el Lago y la Soberanía.
La homilía que escuché ese día en la misa llevaba palabras valientes, claras y con destinatarios bien concretos: “Queremos una policía y un ejército que nos acompañe y que no nos reprima. Queremos políticos que nos representen, no queremos políticos corruptos...”, dijo el padre Espinoza entre ovaciones. “En estas elecciones no hay por quién votar”, dijo también y también hubo ovaciones.
Los campesinos advirtieron a quien los quiera escuchar que seguirán organizados, atentos a los movimientos y acciones de los poderosos que siguen teniéndolos en la mira. Declararon con firmeza que saben que no pueden dormirse en sus laureles, porque nunca duermen los guardianes de la vida.
Aunque yo no soy religioso, este pueblo campesino, en el que creo, me ha enseñado que la religión bien entendida alimenta el compromiso social. Me enseñaron eso que dijeron los obispos en su último mensaje: han sido protagonistas y no espectadores. De los ranchograndeños he recibido clases de ética política y, sin ningún coaching, me han motivado a seguir, a nunca tirar la toalla. Ellos y ellas, sin leer a Freire, me dieron una clase de pedagogía de la esperanza. Gracias, pues. ¡Y viva Rancho Grande, ajuua!!