24 de abril 2020
Vivimos un tiempo que parece sacado de un libro de ciencia ficción. Una pandemia que ha paralizado al planeta y que tiene a buena parte de la humanidad encerrada en nuestras casas; mientras se derrumban las economías de un sistema global insostenible en estas condiciones. Este es el evento más significativo del siglo, del que nadie sabe bien cómo vamos a salir.
Este momento, tan extraño, tan anormal, tan crítico, es el paso transitorio entre el mundo que conocíamos y el nuevo que encontraremos al salir de nuestras casas.
Nadie sabe a ciencia cierta cómo será el nuevo mundo, pero parece claro que depende, en buena medida, de lo que hagamos ahora nosotros, los ciudadanos.
En El Salvador enfrentamos hoy una triple crisis: sanitaria, económica y democrática. La primera causada por un virus; la segunda por las medidas obligadas para combatir al virus; la tercera por un gobierno antidemocrático. Necesitamos resistir, y sobrevivir, a las tres.
La pandemia, a su paso por el mundo, nos ha dado ya suficientes razones para tener miedo. Mucho miedo. El virus se contagia a una velocidad inédita y con una agresividad tal que ha desbordado ya los sistemas de salud de los países más desarrollados y nadie en su sano juicio debería dudar de la calamitosa situación que nos espera en este país, pobre y densamente poblado.
El miedo, como el dolor, son mecanismos de defensa esenciales en el reino animal, pues nos advierten de peligros contra nuestra seguridad. Las cuarentenas no se inventaron con esta epidemia. Desde las primeras señales de civilización, tribus y comunidades han recibido a foráneos solo después de hacerles pasar por rituales para librarlos de enfermedades o “malos espíritus” o los han aislado durante un tiempo antes de permitirles contacto con la comunidad. No hacerlo, en cambio, terminó diezmando poblaciones enteras, como hoy sabemos que sucedió con los pueblos americanos al entrar en contacto con los conquistadores españoles.
Este miedo que hoy recorre el mundo está, pues, justificado por la gravedad de la pandemia y, como todos los miedos, alimentado por el desconocimiento. Se trata de un virus nuevo que apenas entendemos y contra el cual ni siquiera tenemos vacunas. Pero al menos debemos exigir que científicos y políticos nos informen también del verdadero riesgo que corremos. El miedo solo puede ser contrarrestado con información clara, con explicaciones de expertos y con un liderazgo político capaz de unificar a la nación para salir de esta crisis.
Lamentablemente, no tenemos ninguna de esas defensas. Por el contrario, la política del miedo parece parte fundamental de la estrategia gubernamental.
El presidente salvadoreño, Nayib Bukele ha llegado al extremo de decir que estamos a las puertas de la tercera guerra mundial y sigue llamando públicamente traidor a todo aquel que no comparta su opinión, que critique su manejo de la crisis o que simplemente exija más información.
Los mensajes alarmistas que salen de la boca o del Twitter del presidente son inmediatamente reproducidos por sus propagandistas en redes sociales y han tenido éxito: buena parte de la población está en pánico. Este pánico ha pasado de las redes sociales a las juntas de vecinos o comunidades. Y comienza ya a tener repercusiones serias.
Los salvadoreños que se quedaron varados afuera debido al cierre gubernamental de aeropuertos y fronteras, son insultados por aspirar al retorno. Se les acusa de ser portadores del virus, egoístas que no están dispuestos a sacrificarse para salvarnos a los demás.
El primer caso positivo detectado en el país fue un hombre que, según Bukele, ingresó al territorio nacional por un punto ciego. El presidente lo acusó de irresponsable, de habernos puesto a todos en riesgo. Probablemente tenía razón pero el tono inquisitorio fue interpretado como un intento deliberado del enfermo por contagiarnos a todos. En las redes pidieron su linchamiento público, incluso que lo dejaran morir porque eso y más merecía.
No se habrá percatado Bukele de las consecuencias de sus señalamientos: Aquí las víctimas del virus reciben trato de victimarios. Son ellos la amenaza, quienes nos pueden contagiar a todos.
Los centros de contención no son cercos para contener la epidemia sino una especie de castigo para quienes violen la cuarentena. Los que llegan allí merecen la plaga porque algo habrán hecho. Quienes presentan síntomas amenazan nuestra salud y, está implícito, se han contagiado por haber cometido alguna trasgresión.
Varias personas en esos centros de contención han exigido que les hagan la prueba del COVID-19 y que les entreguen por escrito los resultados, porque temen el rechazo de sus vecinos al volver a casa.
En el campo se pierden las cosechas porque los campesinos temen no al virus, sino a la policía. Que los encuentre afuera, en la milpa, y los lleve a un centro de contención, lo que no solo los mantendría encerrados durante un mes sino además donde corren el riesgo de ser contagiados.
En algunas colonias, juntas vecinales exigen la expulsión de familias de personas en cuarentenas y en hospitales, aunque no les hayan hecho pruebas o estas sean negativas.
Hay reportes de llamadas a la policía para denunciar que un vecino está tosiendo y en algún caso incluso salieron a arrojar agua con lejía a los pies de una mujer enferma que era evacuada por las autoridades. Nadie sabía qué tenía la mujer, pero por si acaso.
La última víctima de la furia pública ha sido una enfermera que contrajo el coronavirus atendiendo pacientes en el Hospital Saldaña. En cuanto se supo que era de un caserío en Santo Tomás, las comunidades aledañas bloquearon los accesos y exigen la evacuación de toda la familia y los vecinos de la enfermera. Casi nadie reparó en que la enfermera vive en un caserío muy pobre, con acceso de tierra y sin agua potable. En esas condiciones viven muchas de las enfermeras de las que hoy dependen nuestras vidas. Con todo y ello, a la enfermera enferma y a su familia, en lugar de homenajes, El Salvador les ha impuesto la letra escarlata.
Sabemos ya lo que sucede cuando el miedo es manipulado políticamente o cuando se instala en las sociedades, cuando las comunidades se convierten en simples conjuntos de individuos viendo cada uno por su propia sobrevivencia. Una extrema narrativa darwiniana según la cual solo los más fuertes sobrevivirán. Esa opción, además de inmoral, es inviable.
En El Salvador, hoy mismo, hay una enorme cantidad de población con hambre. No es difícil saberlo: Tres de cada cuatro salvadoreños viven en la informalidad. Esto significa, en la gran mayoría de los casos, que si no salen a trabajar no comen. No tienen ninguna red de soporte ni seguridad social. Esa gente está hoy aguantando como puede.
Piense no solo en vendedores de la calle. Piense en jardineros, en lavacarros, en magos, en pupuseras, en mecánicos, en tramitadores, en pintores, en albañiles, en carpinteros, en electricistas, en ostreros y fontaneros. Piense en músicos, en zapateros, en prostitutas, en recicladores, en sonidistas, en floristas, en chatarreros, en maestros de guitarra y de piano, en guías de turismo, en payasos, en instructores de matemáticas, de surf, inglés o natación; en costureras, en pequeños criadores de pollos, en empleadas domésticas, en productores de lácteos, en actrices, en artesanos y un larguísimo etcétera en el que caben miles y miles de campesinos.
A pesar de los desórdenes causados por la negligencia gubernamental para distribuir $300 dólares a familias afectadas (el gobierno ha calculado en millón y medio los hogares que sin esa ayuda no pueden subsistir), ese dinero ha logrado paliar el hambre de medio millón de familias estos días. Falta un millón de familias por recibirlo.
Es decir, el gobierno de un país pobre ha destinado $450 millones para calmar el hambre de su población más vulnerable. Era una medida necesaria, obligada. De eso no hay duda. Pero es una solución para un mes.
¿Qué va a pasar el próximo mes, cuando tres de cada cuatro hogares salvadoreños se queden sin dinero, sin comida y sin ingresos? No lo sabemos. Posiblemente alcance para otra pequeña ayuda económica, como la entrega de canastas básicas para los afectados. En mayo. ¿Y junio? Nada. Es imposible que el estado sostenga económicamente a la mayoría de la población. Y si algo sabemos de esta pandemia es que no desaparecerá en junio. Ni en julio. Ni en agosto.
A ello se sumará pronto el quiebre de pequeños y medianos negocios, incapaces de resistir tanto tiempo sin producir ingresos. El 90 por ciento de los agremiados de ANEP, por ejemplo, son empresas pequeñas y medianas que no resisten mucho tiempo cerradas. Con su quiebra se perderán cientos de miles de plazas laborales formales. Más gente sin ingresos encerrada en sus casas. Menos aporte al seguro social. Más hambre. El miedo, en estas condiciones, nos terminará hundiendo a todos.
Lo que se impone es justamente lo contrario: la solidaridad y la generosidad. Solidaridad con el enfermo, solidaridad con el anciano, solidaridad con el pobre. De nada sirve que quienes tenemos el privilegio de quedarnos en casa nos atrincheremos para no dejar entrar a nadie, mientras afuera nuestros vecinos gritan que tienen hambre. Nada, lo sabemos bien los salvadoreños, causa tanta desesperación como el hambre. Por encima del miedo. Y hoy la gente con hambre es mucha.
Un estado es, al menos en su definición más elemental, una comunidad organizada con fronteras delimitadas y autogobierno. Eso somos, una comunidad. Y eso nos obliga a velar por el bien común; es decir, el de todos. Esa es nuestra obligación cívica. Y ese es nuestro futuro. Nuestro futuro común.
El escritor argelino Albert Camus, autor de La Peste, un libro muy leído hoy en todo el mundo, escribió que los héroes son personas ordinarias que hacen cosas extraordinarias por decencia. Hoy, que se impone la resistencia a nuestra triple crisis (sanitaria, económica, democrática), necesitamos un país de héroes. Que actúen por decencia.
La única manera de salvarnos es juntos. Esto no es un asunto de políticos. Es un asunto de todos y solo entre todos podremos salir adelante. Protejamos a los débiles a nuestro lado o nos debilitaremos todos. Compartamos hoy lo que podamos. Si no lo hacemos, mañana los hambrientos lo arrebatarán de los que aún tienen algo. Hagamos uso del principio humanista: pongámonos en los zapatos del otro, escuchémoslo, respetémoslo. Cuidémoslo. Reconozcamos no solo su existencia, sino también su sufrimiento.
La alternativa a la decencia, a la solidaridad, a la comunidad, es una pesadilla de desesperación, de saqueos, de autoritarismo, de represión y violencia. De anomia. Esa alternativa, esa sí, debería darnos miedo. Mucho miedo.
Pero hay ejemplos de heroísmo en esta crisis que alimentan el optimismo: enfermeras y doctores dedicadas a los pacientes; universitarios construyendo ventiladores; empresarios importando y donando equipos médicos; organizaciones no gubernamentales y alcaldías distribuyendo alimentos. Hay mucha más gente ayudando de la que vemos; la mayoría lo hace en silencio. Pero lo hace. En ellos descansa hoy nuestra única oportunidad de salir de esta crisis en buena forma. Juntos. Echándonos la mano. Que el pánico sucumba ante el humanismo. El cuidado mutuo. La solidaridad. La decencia.
Este artículo se publicó originalmente en El Faro.