29 de junio 2016
Decir que el régimen orteguista es una dictadura no nos ayuda mucho. Ni de tal definición se derivan los objetivos políticos de los trabajadores, sin antes determinar el carácter social de tales objetivos y la disposición de las masas a luchar por ellos. Los objetivos políticos de las masas no son profesorales, o sea, de naturaleza filosófica, sobre el tipo de régimen ideal a construir.
Objetivos tácticos de los trabajadores
Lo esencial, entonces, es el análisis de la situación política. Es decir, se debe determinar el nivel de conciencia y la correlación de fuerzas de las clases fundamentales de la sociedad en el momento actual, y las perspectivas dinámicas de su desarrollo y de sus enfrentamientos, para definir los objetivos tácticos de lucha de los trabajadores.
Obviamente, al encabezar y dirigir conscientemente la lucha contra la opresión orteguista, los trabajadores no se contentarán con delegar el poder en una casta política partidaria, que desde la democracia representativa obedece (a un alto costo por sus servicios) a una clase dominante –no democrática- que ejerce su influencia política por medio de la superioridad cultural, jurídica y, sobre todo, económica, así como por sus vínculos con el capital financiero internacional. El objetivo de los trabajadores no es acabar con una dictadura y basta, sino, acabar con la dictadura orteguista porque constituye un obstáculo para un avance real tanto de sus condiciones de existencia y de trabajo como las de los sectores marginados y empobrecidos del país.
Apatía y reflujo del movimiento de masas
El orteguismo, por su carácter abusivo en su etapa de madurez, ha sido posible ante la apatía de la población, profundamente decepcionada y debilitada orgánicamente por la gravedad de la derrota del proceso revolucionario. Derrota que inicia, no con la pérdida de las elecciones de 1990 (esa es la derrota formal de la burocracia), sino, con la burocratización extrema de los funcionarios sandinistas, que se adueñaron del poder en 1979.
El oportunismo de Ortega (un simple intrigante sin mayores dotes), se nutrió y adquirió carácter político, dictatorial y contrarrevolucionario, durante el ejercicio del poder burocrático en los años ochenta. Las instituciones del Estado sandinista se formaron bajo la consigna infame de “¡dirección nacional, ordene! El poder político, con el cual Ortega y sus partidarios se sentían a sus anchas, presuponía que la burocracia estatal y la partidaria garantizaran la obediencia ciega de la sociedad, la obediencia absoluta a un Führer de pacotilla.
A menos que alguien crea, que luego de la derrota electoral Ortega sufrió una metamorfosis imprevista, como Gregorio Samsa, y que una mañana, tras un sueño intranquilo, echado de espaldas amaneció como un monstruoso dictador reaccionario, digno de un relato kafkiano.
Golpe de Estado revolucionario en 1979
Una revolución, fundamentalmente, abre perspectivas de desarrollo de las fuerzas productivas, o no es revolución social, sino, un golpe de Estado con métodos revolucionarios, por lo cual, se destruye consecuentemente el aparato estatal del régimen derrocado, pero, habrá que observar, entonces, qué tipo de Estado se construye, para determinar qué sector social ejerce entonces el poder; y cómo, ajustado a sus intereses, lo usa en beneficio propio. La piñata aclara, sin sombra de dudas, este último aspecto degenerativo.
Ajustar el Estado a intereses personales es la esencia del orteguismo. Ninguna corriente del sandinismo exigió nunca que se castigara la piñata como política contrarrevolucionaria. Lo que debió ser el primer frente político de diferenciación partidaria con el orteguismo en ascenso. Porque, allí, en la fuerza subterránea de la piñata, estaba la raíz embrionaria del orteguismo actual.
Gobernar desde abajo, con el apoyo estatal desde arriba
Pocas veces en la historia una derrota concluye con la posibilidad de un descomunal saqueo impune de parte de la amplia burocracia en retirada (atraco por un monto cercano a los 900 millones de dólares, que los ciudadanos hemos debido pagar como 50% de la deuda interna, a lo largo de los últimos 21 años).
Esta impunidad demuestra que bajo el abrigo de la democracia no sólo suele haber un carácter igualmente corrupto en las fuerzas incipientes que llegan al poder, sino, que el poder estatal no es una maquinaria inerte que simplemente cambia de operador. En efecto, las instituciones estatales responsables por antonomasia de la represión (el ejército, la policía y, buena parte del poder judicial), permanecieron intactas, como producto del Estado sandinista. De manera, que cuando Ortega anuncia que gobernará desde abajo no es del todo cierto, ya que disponía, de hecho, de gran parte del poder del Estado que desde arriba le garantizaba completa impunidad como instigador de asonadas, con las que debilitaba –a fuerza de chantaje y de pactos- el proceso de consolidación de la democracia formal. Ortega pervertía el orden jurídico con injertos de fuerza bruta (al margen de la voluntad popular).
En esta etapa de ascenso, el proceso orteguista seguía patrones de lucha fascistoides (que un profesor de Ciencias Políticas de la universidad de Girona, por desgracia, con un desconocimiento político abismal, inverosímilmente califica de posiciones marxistas).
La democracia formal se plegó a la violencia callejera de Ortega
En lugar que la democracia formal se plegase, únicamente, al peso del poder económico, como ocurre con naturalidad por doquier, aquí se plegaba, además, al peso de la violencia callejera de Ortega (bajo el apoyo tácito del ejército y de la policía).
La burocracia estatal, la burocracia partidaria, y las bandas paramilitares del lumpemproletariado serán la base social del proyecto orteguista en ascenso. Turbas y pandilleros divinos, les llamará el orteguismo. El resto de la ecuación para la victoria de Ortega lo aportarán el neoliberalismo corrupto de Alemán e, indirectamente, las otras corrientes adversarias dentro del sandinismo (incapaces del más mínimo planteamiento táctico, absorbidas impotentemente por la ideología liberal, con la cual, bajo el asedio fascista, únicamente pretenderán apuntalar jurídicamente la democracia formal).
El hecho que no hubiese ninguna corriente revolucionaria del sandinismo en grado de movilizar a un sector de masas en contra de las asonadas fascistas de Ortega, por un proyecto propio, que defendiera en las calles, frente al neoliberalismo, alguna conquista plebeya de la revolución, demuestra hasta donde el régimen sandinista de los ochenta había sido un proceso de extraordinaria deformación burocrática, desvinculado de las necesidades de las masas.
Bonapartismo orteguista, inestable y débil
Como fuerza contrarrevolucionaria, Ortega comprendió que las masas habían decidido sacarlo del poder por vía electoral, en 1990, dando inicio a un espontáneo y lento proceso, desarticulado e inconsciente, de recuperación de derechos formales. Ahora, al recobrar el poder Ortega, gracias a la desarticulación y a la apatía combativa de las masas, cierra esos espacios electorales de expresión atomizada de la voluntad popular, y le da a su régimen una connotación policíaca bonapartista. Pero, no es un bonapartismo fuerte, impuesto luego de una derrota decisiva del movimiento de masas. De ahí su carácter inestable y débil.
Lo importante es comprender que desde la insurrección final contra Somoza hasta nuestros días el proceso es uno solo, con etapas cualitativas que responden a cambios en la correlación de fuerzas, y a realineamientos de la conciencia de todos los sectores sociales, a medida que las contradicciones se desarrollan. En consecuencia, las luchas decisivas aún están por venir.
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El autor es ingeniero eléctrico