20 de noviembre 2019
Los acontecimientos en Bolivia siguen fluyendo de manera excepcional luego de la destitución del presidente Evo Morales. Puede haber o no elecciones libres y justas dentro de los próximos 90 días. Morales, que ha recibido asilo político en México, puede volver a presentarse como candidato o buscar un retorno al poder por otros medios. La izquierda latinoamericana puede recuperarse de la caída de un ícono, o seguir perdiendo terreno. Las políticas de Morales, buenas y malas, serán derogadas por una oscilación hacia la derecha en Bolivia, no diferente de la reacción violenta reciente contra las autoridades en otras partes de América Latina, o lo sobrevivirán.
Como sea, se pueden trazar tres conclusiones preliminares. La primera tiene que ver con las implicancias regionales de la caída de Morales, más allá de los detalles de su consumación. Después de la llamada ola rosa de América Latina –aproximadamente de 2000 a 2015-, muchos de los líderes emblemáticos de la izquierda fueron sacados del poder mediante el voto, o recurrieron a diversas estratagemas autoritarias para seguir ejerciendo el control. Una vez que terminó el boom de las materias primas, y cuando estallaron escándalos de corrupción en varios países, muchos líderes o partidos de izquierda fueron expulsados sin demasiada ceremonia.
Esto ocurrió en Brasil, por supuesto, así como en Argentina, El Salvador y Chile. En Venezuela, Nicaragua y la propia Bolivia, la izquierda se aferró al poder a través de procedimientos cada vez más represivos y antidemocráticos. Con excepción de México, donde Andrés Manuel López Obrador ganó la elección presidencial en 2018, la izquierda ha venido retrocediendo en toda la región.
La derrota del presidente Mauricio Macri el mes pasado a manos del candidato peronista Alberto Fernández en Argentina hizo renacer la esperanza de los partidarios de la izquierda en toda la región. De la misma manera, las manifestaciones masivas, aunque muchas veces violentas, en Chile desde octubre, frecuentemente vistas como protestas anti-neoliberales y como un clamor por un “camino diferente”, dieron motivos a los izquierdistas para creer que el péndulo había vuelto a oscilar en su dirección.
En este contexto, la caída política de Morales claramente cuenta como una derrota. Había durado más tiempo que cualquiera de los otros líderes izquierdistas de la región. Sus raíces indígenas en uno de los países más pobres de la región, junto con su antiimperialismo y ostentación carismáticos –o grandilocuentes-, lo convirtieron en una estrella de rock en gran parte del mundo. El hecho de que la economía creciera de manera impresionante, y de que sus oponentes muchas veces fueran racistas, también ayudó. Eso ahora terminó, a pesar de sus mejores esfuerzos, ayudado por sus anfitriones mexicanos y sus aliados cubanos y venezolanos, por mantener su presencia en redes sociales en Bolivia y la prensa internacional.
Morales y sus seguidores han intentado retratar su caída del poder como un clásico golpe de estado militar, análogo con los que derrocaron al presidente guatemalteco Juan Jacobo Árbenz en 1954 o a Salvador Allende en Chile en 1973. En cada caso, el ejército interviene, con respaldo o consentimiento norteamericano, captura el palacio presidencial y a la mayoría de los colaboradores del presidente, cierra el parlamento, reprime a los activistas o líderes de izquierda y sigue en el poder por los próximos años. Tras haber sido derrocado, el presidente electo democráticamente que quería seguir gobernando con un mandato democrático o se suicida o se marcha al exilio.
Nada de esto es lo que sucedió en Bolivia en octubre y noviembre. Morales violó la constitución presentándose para un cuarto mandato. Las dos Misiones de Observación Electoral de la Organización de Estados Americanos a las que él mismo había invitado, y cuyos términos él mismo había aceptado, luego se negaron a certificar el resultado. El ejército boliviano no arrestó a nadie.
Es verdad, Morales renunció cuando el ejército se lo pidió, y después de que había cedido a las demandas de los manifestantes de una nueva votación. Pero se siguieron las cláusulas constitucionales existentes. La Corte Constitucional, que le permitió a Morales presentarse a las elecciones, consideró que la sucesión presidencial era legal; se habían prometido elecciones inmediatas, y el ejército no ha tomado el poder. De hecho, el alto comando bajo las órdenes de Morales, que le “sugirió” renunciar, ha sido reemplazado.
El interrogante más amplio y más abstracto es el siguiente: si los mecanismos electorales ya no bastan para reemplazar a un presidente que pretende quedarse en el poder, ¿cuándo un intento por removerlo a través de otros medios se vuelve legítimo? ¿Un golpe para derrocar al presidente venezolano, Nicolás Maduro, al presidente nicaragüense, Daniel Ortega, o a Raúl Castro en Cuba sería aceptable? ¿Y qué pasa con dictadores como Augusto Pinochet de Chile y Jorge Videla de Argentina en los años 1970 y 1980? ¿Por qué es aceptable cuando millones de personas en las calles exigen la renuncia de sus líderes, pero no cuando el ejército se une a ellos verbalmente, y sin uso de la fuerza?
Cuando los dictadores asumen el poder a través de medios electorales, y luego se aferran al poder a través de otros métodos, desoyendo las demandas de su partida por parte de estudiantes, sindicatos, mujeres y pueblos indígenas –como en Ecuador, hace apenas semanas-, las cuestiones ya no son tan evidentes como parecían hace décadas. La caída de Morales fue generada por una combinación compleja de factores, de los cuales sólo uno fue el pedido del ejército de que diera un paso al costado. Transformarlo en un Allende de nuestros días que sobrevivió porque huyó puede ser buena propaganda para la izquierda radical en México, Nueva York y Bolivia, pero no se corresponde con las realidades en el terreno.
Esto nos conduce a la tercera conclusión. Si el nuevo gobierno boliviano adhiere al cronograma previsto por la constitución y programa elecciones en el lapso de 90 días, esto pondrá fin a la discusión sobre golpes y no golpes. Si el partido de Morales, el Movimiento al Socialismo, proclama a otro candidato que no sea Morales, le asignará una plena legitimidad al proceso. Casi con certeza no se le permitirá a Morales volver a candidatearse, por haber intentado robar la votación previa y en vista de la prohibición existente de presentarse para un cuarto mandato.
Si gana la oposición de centro-derecha, sin duda intentará derogar muchas de las políticas y decisiones de Morales. Vale la pena observar, de todos modos, que Carlos Mesa, que habría peleado la segunda vuelta contra Morales si este último no se hubiera proclamado ganador en la primera ronda, no es un partidario de la extrema derecha. En verdad, fue el representante de Morales en La Haya en el juicio de Bolivia contra Chile ante la Corte Internacional de Justicia. Pero para eso están las elecciones y la rotación en el poder: para cambiar el curso cuando el electorado así lo decide.
Morales seguirá intentando utilizar su asilo mexicano y la simpatía oficial por su causa para regresar al poder. Y hasta puede que lo logre. Pero eso no resolvería el dilema subyacente del país. Durante 200 años de independencia, los bolivianos, al igual que muchos otros en América Latina, no han podido transferir el poder de manera pacífica y democrática por un período sostenido. Los mandatos para gobernar fueron interrumpidos por golpes, revoluciones, insurrecciones o accidentes –o los líderes se mantuvieron en el poder indefinidamente-. Hacer que Morales se aleje de la escena para bien, a la vez que transfiere el poder de manera pacífica y democrática de un presidente a otro en el futuro previsible, sería un enorme logro.
Jorge G. Castañeda, ex ministro de Relaciones Exteriores de México, es profesor de Política y Estudios Latinoamericanos y del Caribe en la Universidad de Nueva York.