23 de agosto 2022
Opinar en estos días se hace difícil. ¿Cuánto vale opinar frente a este régimen y la cada vez más surrealista situación a la que siguen llevando a Nicaragua? Dice Montaigne que la crueldad de los gobernantes no es otra cosa que la expresión de su miedo a perder el poder. Ortega y Murillo deben saber que, de no haber sido por su falta de escrúpulos en disparar contra una población que no los creyó capaces de hacerlo, habrían debido renunciar al poder. Todo el país se alzó y se los pidió. Debieron irse, pero su decisión de quedarse a cualquier precio, cada día los enfrenta con su propia miseria: cada día los lleva a violentar las escasas libertades que perduraban: la libertad de un obispo, por ejemplo, para llamarles la atención desde un púlpito, la libertad de otros sacerdotes que habrán pensado que no se atreverían a ir contra la Iglesia en un país que sus gobernantes proclaman cristiano. La voz meliflua de la siempre fiel esposa, la única voz que hablando de amor y en nombre de un marido, cada vez más disperso e incongruente, se encarga de inventar la realidad, no cesa de escuchar la íntima verdad de su derrota. Marido y mujer abrazan su victoria pírrica, desoyendo la evidencia del vacío por el que han lanzado al país. Nicaragua es ahora un país donde nada existe que ellos no controlen a través de las armas y el miedo. Ellos se curan en salud de su propio miedo agrediendo todo lo que antes sostenía su poder. Porque, ¿qué poder les queda ahora sino el poder para prohibir, cancelar, encarcelar? ¿Quién los quiere que no les deba algo: su empleo, su riqueza, sus vacías charreteras de general? ¿Quién queda que piense como antes que la Policía era respetable? ¿Qué les queda sino un país condenado a ser eternamente pobre, desprovisto de oportunidades, un país donde emigrar es el mejor futuro concebible, donde su terquedad de no reconocer errores y mostrar algún nivel de madurez o compasión los ha colocado a la par de los tiranos más deleznables del mundo?
El papa, que parece querer seguir creyendo que son capaces de razonar, les pide un diálogo, pero lo cierto es que no puede haber diálogo en un país donde se han silenciado las voces de quienes podrían proponer algo diferente. Ortega y Murillo tendrían primero que enfrentar su propio miedo a la libertad, para concedérsela a otros. Tendrían que mirar de frente los errores del camino que han emprendido, despojarse de la soberbia que les hace culpar a otros por el rumbo que ellos mismos se buscaron. Tendrían que liberar a los presos, permitir elecciones libres adelantadas, someterse a la voluntad popular. El diálogo tendría que ser con el futuro, no con el pasado; tendría que ser con la humildad no con la soberbia.