6 de mayo 2021
La presidencia de Donald Trump estuvo marcada por los “hechos alternativos” de la Casa Blanca acerca del tamaño de la multitud que asistió a la inauguración de su mandato en el Capitolio estadounidense y la violencia de sus partidarios garabateando “Muerte a los medios” en las mismas puertas de ese edificio. Si bien Trump ha desaparecido de escena (por ahora), los medios de comunicación profesionales siguen en riesgo, y no solo en los Estados Unidos. El grupo de observación Reporteros sin Fronteras (RSF) considera que el estado de la libertad de prensa es “bueno” en apenas 12 países, la menor cantidad jamás alcanzada en ese índice.
La amenaza más evidente a la libertad de prensa en el mundo son los regímenes autoritarios, algunos de los cuales han redoblado las restricciones a los medios para evitar que den a conocer información sobre las falencias de las autoridades políticas durante la pandemia. En Hungría, que pasó al lugar 92 en la clasificación de RSF sobre libertad de prensa desde el lugar 89 el año pasado, el gobierno ha amenazado a los medios con medidas judiciales por “bloquear” sus esfuerzos en la lucha contra el COVID. Las enfermeras y los médicos tienen prohibido hablar con periodistas independientes.
Los regímenes autoritarios también están recurriendo a técnicas menos evidentes para limitar el pluralismo de los medios de comunicación. Por ejemplo, privan de publicidad estatal (que ha solido aumentar durante la pandemia) a aquellos que les son críticos. O crean las condiciones para que los empresarios afines los adquieran, como ha ocurrido en Turquía, donde los oligarcas de la construcción beneficiados con el reciente auge inmobiliario están pagando sus deudas políticas con el Presidente Recep Tayyip Erdogan tomando el control de periódicos independientes.
Si bien los factores que originaron los regímenes húngaro y turco pueden ser muy distintos entre sí, los patrones resultantes suelen parecerse mucho, ya que esos gobiernos aprenden de los demás. Y ese hecho pone en cuestión una ilusión característica de los liberales sobre el mundo post-Guerra Fría: no el que la Historia finalizara en 1989, sino el que solo las democracias son capaces de aprender.
Las democracias cometen errores todo el tiempo, pero su singular virtud, según la narrativa liberal estándar, es que solo ellas pueden corregirse y aprender de sus errores. En contraste, los regímenes autoritarios supuestamente no pueden hacerlo y acabarán por estancarse o colapsar como la Unión Soviética. Si bien estos regímenes no son invencibles, sería ingenuo pensar que su caída es inevitable porque se privan a sí mismos de información y del aprendizaje. De hecho, están constantemente desarrollando nuevas políticas, como leyes aparentemente neutrales que en realidad les sirven para reprimir a la sociedad civil.
En los países donde todavía no llegan al poder los populistas de derechas, estos se han vuelto hábiles en desarrollar contrapúblicos en línea, en que sus participantes acusan a los periodistas de estar sesgados y los presionan para demostrar su profesionalidad prestando la máxima atención a los temas preferidos por la derecha y, con menos obviedad, a practicar un estricto reporteo de “ambos lados” para todos los temas. El imperativo de demostrar objetividad mediante la cobertura de todas las perspectivas políticamente relevantes tiene resultados razonablemente buenos en las democracias que funcionan bien. Pero cuando los partidos se vuelven contra los principios democráticos, ese tipo de periodismo se convierte en un facilitador de sus actividades.
Estados Unidos es el ejemplo más claro. A menudo se presenta la “polarización” como un fenómeno simétrico. A uno no le tienen que gustar las ideas políticas del Senador estadounidense Bernie Sanders o la Representante Alexandria Ocasio-Cortez, pero difícilmente son figuras que desean socavar la democracia. Los republicanos que se niegan a reconocer los resultados de las elecciones presidenciales de 2020 y aplican medidas para suprimir el voto sí lo hacen; puede parecer neutro igualar ambos bandos, a menudo haciendo referencia a la teoría de la herradura de que les extrêmes se touchent. Pero, como ha señalado el crítico de los medios Jay Rosen, presentar una realidad política asimétrica como una simetría es, de hecho, una distorsión.
Puede que los periodistas ya no sean lo que el periodista británico W.T. Stead llamó en el siglo diecinueve “los reyes sin corona de una democracia educada”. Pero están aprendiendo a trazar un límite entre un desacuerdo normal con las políticas y las amenazas a las libertades básicas de las que depende su propio trabajo (incluso si ese límite pueda ser discutible).
A su vez, el público está aprendiendo que evaluar a los medios es un reto complejo: un periódico o canal puede ser imparcial, pero no independiente; un dueño puede cambiar cosas a su antojo. A la inversa, puede estar bien el que un periódico practique lo que Timothy Garton Ash ha llamado una “parcialidad transparente”, es decir, interpretar las noticias desde una perspectiva socialista, por ejemplo, era perfectamente aceptable para publicaciones de partidos de tendencia socialdemócrata, siempre y cuando el público tuviera claridad sobre qué estaba leyendo y por qué.
Precisamente esta transparencia es lo que falta en las plataformas mediáticas de hoy: todos, desde los usuarios comunes a investigadores altamente competentes, están a oscuras sobre cómo los algoritmos creados y patentados por esas compañías clasifican a la gente en grupos y priorizan mensajes particulares. Esto no debería llevarnos a condenar las nuevas formas de autoexpresión como las redes sociales. En vez de eso, debemos están conscientes de cómo los regímenes y partidos autoritarios las usan para simular apoyo y reprimir el disenso.
Algunas plataformas se basan en un modelo de negocios que se podría describir como “capitalismo de la incitación”: se mantiene enganchados a los usuarios con contenidos cada vez más extremos. El odio paga, ya que el “enganche” se puede monitorear y la atención se puede vender a los publicistas. El odio también forma públicos desde los cuales, como el teórico social francés Gabriel Tarde observó a comienzos del siglo veinte, pueden surgir muchedumbres radicalizadas.
Ese tipo de turbas violentas a menudo atacan a periodistas. Una razón por la que democracias como Alemania han descendido en la clasificación de RSF no es que el gobierno esté reprimiendo a los medios, sino el hecho de que los profesionales que informan sobre las manifestaciones contra el enfoque adoptado por la Canciller Angela Merkel contra el COVID-19 han sufrido ataques cada vez más violentos de los manifestantes. Por supuesto, Facebook, Twitter y otras plataformas de redes sociales no tienen la responsabilidad exclusiva por estas reacciones violentas, pero regularlas de manera más estricta parece ser hoy esencial para la protección de la libertad de prensa.
*Artículo publicado originalmente en Project Syndicate.