26 de noviembre 2023
Estoy entre los muchos venezolanos que ha seguido, con pesar y alarma, los informes de las sucesivas entregas de la Encuesta de Condiciones de Vida -ENCOVI-, que viene realizándose desde el 2014, con extraordinaria disciplina, año tras año, salvo el bienio 2020-2021 -el período de la pandemia- en el que se hizo un estudio que abarcó esos dos años.
Quien haga la revisión en seguidilla de lo que señalan esos informes, no tardará en concluir: constituyen un fundamentado relato del empobrecimiento venezolano durante la última década. Ese empobrecimiento se refiere a las cuestiones más urticantes en la realidad diaria de cualquier familia: la alimentación y la salud, la educación y el trabajo, los servicios públicos básicos como la disponibilidad de electricidad y agua potable. Esa sustantiva masa de datos son la expresión inequívoca de una sociedad donde la expansión del hambre, la desnutrición, la enfermedad y el deterioro de la calidad de vida es simplemente abrumadora.
La debacle generalizada que expresan esos estudios -y otros sobre otras cuestiones como, por ejemplo, la producción y la economía, la seguridad personal, el acceso a internet-, son el motor del fenómeno migratorio venezolano, su envergadura y urgencia. La frase, “en poco más de una década, más de siete millones de venezolanos han huido de su país”, resume el más terrible de los escándalos sociales: gente que huye de la desesperanza. Son millones de venezolanos que han cruzado las fronteras porque se niegan a vivir en un lugar -su propio país-, en el que han sido destruidos todos los engranajes para alcanzar una vida mejor. Se huye de esa combinación letal que es pobreza y desesperanza.
Este proceso -este programa nacional de empobrecimiento de la sociedad venezolana- ha sido ejecutado mientras, de forma simultánea, el régimen en el poder destruía el fundamento del Estado de Derecho -la separación y autonomía de los poderes-, y se hacía con el control absoluto de la estructura legislativa, del poder judicial, de los organismos que existen para velar por el interés ciudadano. No hay un resquicio en la totalidad de la arquitectura estatal que no esté bajo el férreo control del régimen. Ni siquiera la institucionalidad electoral. No hay poderes en Venezuela, sino un poder único y despiadado que se articula y planta frente a cada ciudadano como un enemigo temible: unilateral, omnipotente, desproporcionado, corrupto hasta la náusea, violento, que actúa con la voracidad, la altanería y el desdén del que se sabe impune. Estructuralmente impune.
Y se sabe impune -ninguna afectación, ninguna amenaza, ningún castigo para quien desconozca las leyes y los límites de la convivencia-, además, porque ha diseñado, creado y consolidado una estructura de represión, que pasa por la ocupación policial, militar y paramilitar del territorio, que espía, vigila, extorsiona, acosa, violenta y reprime a los ciudadanos. Los aterroriza. Cuando lo considera necesario a sus fines, los secuestra, los tortura, los asesina. Sin consecuencias. Sin castigo. Al contrario, los sujetos clave reciben premios, condecoraciones, ascensos, cargos, aplausos, bonos y prebendas. La lógica es esta: mientras más feroz, mayores son los honores que les conceden. El régimen premia a sus bestias.
Este es el marco en el que corresponde responder a la pregunta de si ese poder, dueño y señor del Estado venezolano, que opera con el objetivo de someter a cada persona, a cada organización, a cada empresa, que ha destruido el Estado de Derecho, puede encabezar una iniciativa, una acción organizada y duradera, un proyecto nacional que tenga como objetivo, reducir y lograr una disminución de la pobreza. ¿Puede? ¿Quiere? ¿Le interesa?
No puede, porque no quiere. No quiere porque no le interesa. No está en sus fines. Hay que entenderlo: su fin esencial no es producir ningún bienestar a la población. No quiere asistir a nadie, no quiere remediar los padecimientos, no se moviliza para liberar a las familias de sus problemas, para proveerles de una vida mejor. No. En absoluto.
Sus intereses son otros: silenciar a esa población que apenas sobrevive; impedir que protesten; evitar, al costo que sea, que intenten ejercer sus derechos. La pesadilla del poder consiste justo en la posibilidad de que un día, millones de personas salgan a la calle a decir ya basta. Su trabajo consiste justamente en desactivar esa posibilidad. En destruir las semillas de las posibles reacciones a la pobreza.
Más todavía: en el recalcitrante cinismo del régimen, en el paulatino recrudecimiento de sus perversas prácticas, la pobreza de la sociedad es, a la vez, un riesgo pero también un aliado. Porque la pobreza desinforma, cansa, obliga a concentrarse en la sobrevivencia, desmoviliza, promueve las conductas egoístas, erosiona y rompe los lazos del tejido social, aleja a las personas del ejercicio de la ciudadanía. Lo han dicho distintos voceros del régimen a lo largo de los años: el empobrecimiento es inevitable, sacrificio necesario, conveniencia del chavismo-madurismo. Interrogado por la pobreza el régimen hace dos operaciones: la niega. No habla de ella, como si no existiera. Y, lo segundo, piensa en Cuba: el empobrecimiento sistémico de la sociedad le ha permitido mantenerse en el poder por más de seis décadas.
El que por momentos el régimen adopte medidas que sugieren interés en abrir algunos espacios para el funcionamiento de ciertas actividades económicas (la petrolera, pero rodeada, acechada de limitaciones), no debe confundirnos: no quieren reactivar la economía del país, ni mucho menos responder a los profundos y extendidos dramas de la pobreza venezolana. Lo que quieren es hacer algunos negocios, resolver problemas de caja. La próxima vez que el régimen obtenga algún ingreso adicional, no lo invertirá en atender alguno de los déficit de las comunidades sino en armas y equipos para reprimir. Invertirá en propaganda, en las redes clientelares, en vehículos y megáfonos. Es decir, en nuevos tornillos que consoliden su poder.
Mientras tanto, la pobreza se mantendrá invicta en Venezuela. En crecimiento. Y esa tendencia no se romperá hasta el momento en que ocurra un cambio de régimen que, ahora mismo, los venezolanos, dentro y fuera del país, reclaman de forma unánime.