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Premio Reina Sofía

A las mujeres escritoras, les aconsejo que se liberen del sentido de culpa por no ser amas de casa perfectas y sigan su vocación

Ilustración: PxMolinA | CONFIDENCIAL.

Claribel Alegría

15 de noviembre 2017

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Salamantinos que celebran este año, y yo también, el 800 aniversario de la fundación de su maravillosa Universidad

Señores

y Señoras:

Es para mí un honor y una alegría enorme haber obtenido el prestigioso premio Reina Sofía.

Reina Sofía

Ilustración: PxMolinA | CONFIDENCIAL.


Eran las cinco de la mañana. Dormía yo profundamente cuando mi enfermera, Elsy Duarte, me despertó con un “Felicidades”.

Desperté aturdida y le dije que ya mi cumpleaños había pasado hacía cinco días.

“!No –dijo ella-, no es su cumpleaños, es que le han concedido el Premio Reina Sofía!”

Me costó entender y recordé a mi marido, a mi Bud, muerto ya hace más de 20 años, que cuando se concedió por primera vez el premio, me dijo: “un premio así quisiera para ti”.

Yo me reí y él continuó: “lo malo es que cuando te lo den yo ya no voy a estar aquí y no podremos compartirlo.”

Este premio, fuera de su prestigio, es muy importante para mí y se lo quiero dedicar, además de a su majestad la Reina Sofía, a mi mentor, nuestro gran Juan Ramón Jiménez, a su amada esposa, Zenobia Camprubí, y a Rainer María Rilke, que a través de uno de sus libros, “Cartas a un joven poeta, me señaló mi vocación.

Nací y crecí en una sociedad agresivamente machista. En mi generación, en Centro América, una muchacha de clase acomodada tenía la opción de casarse y ser ama de llaves de su marido, o quedarse casta y virgen amasando rosquillas para sus sobrinos. La mujer campesina o proletaria nunca tuvo otra opción que la de convertirse en esclava de su marido y sus hijos.

En toda América Latina, hasta hace pocos años, eran contadas las mujeres que sobresalían. Nombres como el de Alfonsina Storni, Delmira Agustini, Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourú, Claudia Lars, para no hablar de la más grande de todas, Sor Juana Inés de la Cruz, que hace más de trescientos años dijo: “Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón”, eran pronunciados con una especie de asombro y de pavor.

La mayoría de las muchachas de mi generación, cuyas familias tenían posibilidades económicas, ni siquiera terminaron secundaria. Se podían contar con los dedos de una mano las que obtenían título universitario.

Sospecho que Sor Juana, en su época, optó por hacerse monja para tener la oportunidad de recibir una educación, que de lo contrario le habría sido vedada.

Yo quería estudiar medicina, pero mi padre, médico de la vieja estirpe, me miró horrorizado y me dijo que de ninguna manera, que los estudiantes de medicina hacían bromas groseras con deshechos anatómicos y que no estaba dispuesto a exponer a eso a su preciosa niña.

Tuve que pasar tres años aprendiendo a tejer, cocinar platos exquisitos y tocar “Para Elisa” en el piano, antes de rebelarme y amenazar con hacerme monja o casarme con el primero que pidiera mi mano y divorciarme en seguida . Ese fue el golpe maestro. Una mujer divorciada era un horror en ese tiempo. Inmediatamente me mandaron a Los Estados Unidos a estudiar .

Para ese entonces yo ya escribía, pero me lo tenía muy bien guardado. Si mi secreto hubiese trascendido, mis amigas me habrían mirado como a un bicho raro y mis amigos se habrían sentido atemorizados ante una literata pedante, o me habrían tomado por una libertina.

Ahora hay un gran número de muchachas universitarias que estudian literatura y están enteradas de lo que pasa en el mundo.

En mi caso particular, poco tiempo después de llegar a los Estados Unidos, tuve la buena fortuna de conocer a Juan Ramón Jiménez, que fue mi mentor, un mentor muy duro por cierto, durante tres años.

Mi poesía era lírica. Jamás se me ocurrió en ese entonces escribir poemas que reflejaran la miseria de mis pueblos. Pensaba que los dictadores centroamericanos eran tan inevitables, tan irremediables como los terremotos y las tormentas que sacuden mi región.

Después fui cambiando, escribí poemas en que se reflejaba el sufrimiento, las injusticias, las barbaries. Más que poemas políticos, yo los llamo poemas de amor.

En mis últimos libros, hablo mucho de mitología. Me identifico con Penélope, Artemisa, La Malinche, hasta con Medea me identifico.

Son los mitos griegos los que más han influido en mí.

Sé que usted, su majestad, sabe mucho de mitología y eso me hace sentirla más cercana.

Desde París, y luego desde Mallorca, mi marido y yo seguíamos con avidez los acontecimientos en Centroamérica. ¿Qué hacía yo en Europa mientras mis pueblos silenciosamente sufrían la implacable represión de la dinastía somocista en Nicaragua y de los rotantes coroneles-presidentes en El Salvador?

En septiembre de 1979, dos meses después de haber triunfado la Revolución Sandinista, viajamos a Nicaragua por seis meses para documentarnos acerca de la épica de Sandino y de sus sucesores del FSLN, y escribir un libro que luego se publicó en México bajo el título: “Nicaragua, la Revolución Sandinista”.

Preocupaciones sociales y políticas tienen cierta tendencia a deslizarse en mi poesía, simplemente porque la situación política en Centroamérica es una de mis mayores obsesiones y siempre he escrito bajo la espuela de la obsesión. Sin embargo, mi mayor obsesión es tratar con todas mis fuerzas de que mi próximo poema sea menos imperfecto que el anterior.

El machismo en Centroamérica, lentamente y de mala gana, ha tenido que admitir a la mujer en las oficinas de trabajo y en los medios de comunicación. En Nicaragua, por ejemplo, después del triunfo de la Revolución, empezaron las mujeres a ocupar cargos importantes en el gobierno y en otras esferas. Hasta una mujer presidenta hemos tenido.

Las mujeres escritoras del Primer Mundo rompieron moldes en la década de los veinte, pero no fue sino hasta en los cuarentas y cincuentas que las filas de las mujeres escritoras del Tercer Mundo empezaron a crecer ostensiblemente.

Luego vino el movimiento de liberación femenina en los 70 y las mujeres agresivamente, empezaron a exigir iguales derechos en el campo editorial y a probar que debían ser escuchadas. Esto invita a una pregunta que ha perseguido a las mujeres escritoras por varias generaciones: ¿hay una literatura masculina y una literatura femenina? Si es así, ¿cuál es la diferencia?

Pienso que hay dos tipos de literatura: la buena y la mala. Y que el sexo del autor no tiene nada que ver con la calidad de su obra. Como bien decía Sor Juana, “la inteligencia no tiene sexo.”

Es verdad que con frecuencia hay temas preferidos por los hombres y otros por las mujeres. Sospecho que hay muy pocas novelas escritas por mujeres, que traten, por ejemplo, de un camionero que viaje de costa a costa. Tampoco hay muchos hombres que en sus novelas traten de los diferentes estados del embarazo.

Pienso, como Virginia Wolf, que el lenguaje literario debe ser andrógino. No hay escritura masculina ni femenina. Hay buena y mala escritura. Tampoco pienso que haya temas triviales. Cualquier tema, por trivial que parezca, si es tratado por un buen escritor, se convierte en un obra de arte. Es el cómo más que el qué, lo que importa en literatura.

En 1928 invitaron a Virginia Wolf a dar dos conferencias acerca de “Las mujeres y la novela”, para audiencias compuestas mayoritariamente por mujeres jóvenes. Ella respondió con el texto, “Una habitación propia”, que después fue publicado en forma de libro. El libro es brillante, agudo, un ensayo de 157 páginas en el cual ella se pregunta por qué, antes de 1920 era virtualmente imposible para las mujeres llegar a ser escritoras competentes. Al final nos dice escuetamente que una mujer –y aquí cito verbatim- “tiene que tener 500 libras esterlinas al año y una habitación con un pestillo en la puerta para poder escribir novelas o poemas”.

Si esto parece arbitrario, puede ser, ya que Virginia Wolf tenía una tía en Bombay que se cayó de un caballo, murió a consecuencia de ello y le dejó a su sobrina quinientas libras al año para el resto de su vida. En cuanto a una habitación propia, sé exactamente lo que quería decir Hasta que cumplí 55 años, nunca tuve semejante lujo: una habitación, donde pudiera encerrarme, cambiar velocidades, alcanzar un alterado estado de conciencia, recorrer la habitación de punta a punta, recitar mis poemas en voz alta y saber que nadie me iba a interrumpir.

Como sobreviviente que soy de más de medio siglo de estar batallando en el campo de la literatura, muchos narradores y poetas (hombres y mujeres jóvenes), me han pedido que les de algún consejo. Lo primero que les digo es que estoy de acuerdo con Virginia Wolf acerca de tener una entrada aunque sea modesta y una habitación propia donde se puedan defender de los intrusos.

Luego, especialmente en el caso de los poetas, les doy un consejo que me dio a mí Juan Ramón Jiménez.

“Cuando estés trabajando en un poema”, me decía, “después de terminarlo y poner la pluma sobre la mesa, abre un libro de uno de tus poetas favoritos y lee un poema que particularmente te haya impresionado. Eso te dará humildad y ambición y es posible que la musa te ilumine.”

A propósito de pluma, en mi caso, encuentro imposible componer un poema en la computadora. Narraciones, artículos, perfecto. Poesía, jamás. Necesito mi bolígrafo y páginas sin rayas con tres agujeros al margen para meterlas dentro de tapas verdes. Una idiosincrasia, lo sé, pero las idiosincrasias son terriblemente importantes en una empresa tan frágil como es la de escribir poesía.

Y hablando de papel sin rayas y de encuadernaciones, debo confesarles que desde que publiqué mi segundo librito de poemas, tengo un semillero que mi marido me regaló, es decir, mi cuaderno donde anoto ideas, sueños, pensamientos, retazos de lecturas que me han impresionado, y por supuesto, los primeros borradores de mis poemas.

Algunas de mis anotaciones dormitan allí a veces meses o años, hasta que un día releyéndolas algo hace clic y me encuentro escribiendo otro poema.

En cuanto a las mujeres escritoras, les aconsejo que se liberen del sentido de culpa por no ser amas de casa perfectas y observen lo que dijo Joseph Campbell: “Follow your bliss”, es decir, sigue tu vocación.

Para terminar, quisiera leerles dos fragmentos de un largo poema, el último que he publicado. Se llama “Amor sin fin” y expresa lo que siento por las palabras, que no nos sueltan nunca.

…..Mi aventura terrestre

es intangible

quisiera olvidarme

de que existo

de que apenas soy

un instrumento

de madera tosca

y voz opaca.

A veces

me conforta la tristeza

me confortan los ecos

de voces que van en estampida

y no escuché

jamás.

Se rompió el universo

en mil pedazos

este umbral un pedazo

un fantasma

con árboles,

dentro de mí su música

quisiera que mis labios

pronunciaran palabras

palabras inconexas

solitarias

y mágicas

palabras como hojas

para sombrear el hechizo

de estas ramas

que turban.

¿Serán amores muertos?

Me marea el silencio

cierro los ojos

sueño

otro sueño

en mi sueño

otra realidad

desconocida.

Volcanes de palabras

algunos lanzan fuego

otros lava

llegan hasta mis pies

las piedras ígneas

me arrodillo ante ellas

como ante un altar

son quizá los vestigios

de un mundo oscurecido

desamparadas criaturas

que hacen brotar

mis lágrimas

olvidadas palabras

que en este instante bebo.

Su ígnea belleza

me acongoja

palabras de otras lenguas

que no entiendo

las arrullo

las gusto

palabras que inventé

o que inventaron otros.

Bebamos tú y yo

por las palabras

por las palabras voladoras

que a ti también te alcanzan

por los árboles negros

que afilan

mi congoja.

Bebamos por el canto

que se convierte en llama

bebamos por la llama

y el incendio..

Gracias.


Discurso pronunciado por la poeta Claribel Alegría tras recibir el XXVI Premio de Poesía Iberoamericana Reina Sofía.


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