29 de octubre 2019
El mundo está presenciando una serie de rebeliones populares con asombro. Francia, Nicaragua, Ecuador, Chile, Hong Kong, Irak, Líbano, Bolivia, Haití han visto protestas multitudinarias con orígenes propios que han suscitado reacciones diversas. La más violenta reacción se dio en Nicaragua y costó la vida de más de 328 personas, pero en los otros países, ante el actuar de la multitud, los Gobiernos han dado traspiés. Piñera sacó tanques a la calle. Evo, igual que Ortega, la llamó “golpe de Estado”
No pretendo en este escrito emitir juicios sobre la desacertada o acertada actuación de los Gobiernos que han sido emplazados por sus gobernados. Mi interés consiste en aventurar algunas hipótesis sobre el fenómeno social que se ha manifestado con enormes marchas o con masas tomándose las calles, las plazas y poniendo en jaque la supuesta tranquilidad o el supuesto “bienestar” o crecimiento de sus sociedades.
No estoy de acuerdo con las aseveraciones simplistas que atribuyen estos hechos a conspiraciones lo mismo norteamericanas que venezolanas o cubanas. Fenómenos masivos en los que confluyen pensamientos y visiones diferentes, acciones que reúnen cientos de personas en demandas ciudadanas, superan en mucho la capacidad conspirativa de esos regímenes.
Encuentro que estos hechos complejos apuntan a un momento muy particular en la historia de este siglo y son consecuencia de una acumulación de factores que no pueden resumirse en explicaciones puramente económicas. Tanto en Nicaragua, como en Chile, dos países en el extremo: uno pobre y el otro económicamente exitoso, las demandas puntuales: reforma del Seguro Social, aumento del precio del metro, bien pronto dejaron de ser la motivación de las grandes movilizaciones de protesta. La fuerza popular al sentir su propio poder expresó sin equívocos, una demanda mucho más profunda: la de un cambio radical.
Leí en estos días una entrevista con Ece Temelkuran, la columnista más seguida de Turquía. Ella dice: “Desde los años setenta, las democracias occidentales se han alejado de una de sus partes esenciales: la justicia social. Por eso, ahora son solo un teatro de la democracia, con los miembros del Parlamento batallando entre sí y ya está. El resultado es que la gente no se siente representada. Así que, al mismo tiempo que buscamos un modelo de representación distinto, el populismo proclama que el sistema está acabado y propone que nos olvidemos de la democracia”
O sea que, mientras por un lado la democracia ha dejado de significar justicia social, los populismos se han erigido como la redención de los oprimidos a los que la democracia les ha “fallado”. Por ende, como plantea en Nicaragua la doctrina orteguista, el populismo propone: olvídense de la democracia y disfruten de los beneficios que les ofrecemos.
Ninguna de esas dos posiciones: democracia sin justicia social, o populismo autoritario sin democracia, aciertan en un elemento clave que, a mi juicio subyace en las grandes protestas masivas: la búsqueda de un modelo distinto de representación.
Dice Temelkuran: “No es solo una crisis de la democracia, del neoliberalismo o del modelo de la revolución industrial. Estas mutaciones están pasando simultáneamente y vamos hacia una falta de entendimiento del propio ser humano sobre sí mismo” Una era de desconcierto, diría yo. Podríamos aventurar que el modelo capitalista, al globalizarse, reveló al ser humano que la saciedad y el consumismo, no conducen ni a la felicidad, ni al fin de la historia. Por otro lado, la antítesis del capitalismo, el modelo socialista, al colapsar en el Este o demostrar que no puede coexistir con el derecho a la libertad, caso de China y Cuba, se despojó de su ropaje idealista y utópico. De manera que vivimos una etapa donde las brújulas con que nos guiábamos ideológicamente han dejado de marcar un Norte propicio. Sabemos lo que está mal, pero aún no logramos formular qué sería lo que estaría bien. Basta leer lo que ponen muchos jóvenes en las redes sociales en Nicaragua cuando hablan de no repetir los errores del pasado, o de una democracia diferente, para percibir el deseo de una propuesta que, sin embargo, no logran describir, ni articular. Es más bien paradójico verlos recurrir al viejo discurso de la lucha de clases. Reniegan del sandinismo de los 80 al mismo tiempo que repiten los mismos argumentos sobre los que se basó la política de los 80: abajo con el capital y cero confianza con los empresarios chupasangre. Si logramos sacarlos de la película, Nicaragua, mágicamente, saldrá adelante.
En Chile también, las demandas van desde cambios en la educación, en la distribución de la riqueza o una nueva Constitución, a la renuncia de Piñera. Una mezcla de ideas que también revelan que hay más críticas que propuestas alternativas. Allá como aquí, esa suerte de vacío filosófico lo intentan llenar los más avezados con radicalismos de izquierda o de derecha. En uno de los mejores artículos que leí sobre el “estallido” chileno, Fernando Mires lamenta el enfoque economicista con que se ha querido explicar lo sucedido: “Para la gran mayoría rige un mandamiento: todo lo que ocurre en la superficie social o política ha de tener necesariamente un origen económico. Es decir, nos encontramos frente a un paradigma. Un paradigma originariamente liberal (la mano invisible que regula el mercado) fue después asumido por los marxistas (el desarrollo de las fuerzas productivas configura una superestructura política) Tan afincado está ese paradigma que no solo macroeconomistas sino gran parte de la clase política no conciben que se pueda pensar de otra manera. No importa que todas las grandes manifestaciones de nuestro tiempo, desde el mayo francés, pasando por los movimientos ecológicos, hasta llegar a las de Chile y Hong Kong, no tengan visibles causas económicas. El paradigma economicista debe ser salvado, aun al precio de negar la realidad. El economicismo ha llegado a ser la dialéctica de los tontos”, afirma.
Aquí mismo estamos divididos no en el objetivo central que es el cambio de gobierno y el fin de la dictadura, sino en concepciones vagas, medio reformistas o puramente economicistas por un lado o por quienes proponen, sin mucha imaginación, una suerte de sandinismo o una izquierda rescatada -no se dice cómo- de sus propias fallas genéticas. Es un problema más serio de lo que parece porque los prejuicios sobre quién propone no dejan ver la validez de lo que se propone, ni encontrar las coincidencias básicas.
Por lo mismo, creo que valdría la pena en nuestro caso particular, reflexionar sin dogmatismos, ni economicismos limitantes, sobre ese modelo de representación que todavía tiene perfiles de tentación más que de realidad. Estar en crisis no es necesariamente negativo. Las crisis son también oportunidades de crecimiento. Podríamos tratar de plantearnos, imaginar y poner sobre el papel, cuál es ese modelo de representación al que aspiramos. Podríamos pensar qué cambios nos llevarían a una sociedad que no solo pudiese satisfacer sus necesidades materiales más urgentes, sino que generara una manera de existir que le diera sentido y propósito y felicidad a nuestras vidas.
Quien quita que podamos formular un punto de apoyo para mover el mundo o aminorar el desconcierto.
Nota; La entrevista con Ece Temulkaran que he citado aquí y que vale mucho la pena leer, la pueden ver en este enlace. El artículo de Fernando Mires, "El Estallido social en Chile", está en este enlace.