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¿Por qué la elección estadounidense está tan pareja?

No sería prudente decir que la elección estadounidense está decidida cuando todavía no lo está

La demócrata Hillary Clinton saluda al candidato republicano Donald Trump, en la Universidad Hofsfra de Hempstead, Nueva York. EFE/PETER FOLEY

Elizabeth Drew

28 de septiembre 2016

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Mucha gente en todo el mundo se preguntará por qué Hillary Clinton todavía no puede cantar victoria en la elección presidencial estadounidense, a pesar de que obviamente está mucho mejor preparada y es más apta para el cargo que su oponente, Donald Trump. Muchos estadounidenses están igual de desconcertados.

Es muy probable que las encuestas nacionales de opinión sigan fluctuando hasta el 8 de noviembre, día de la elección. Pero estas últimas semanas, Trump se acercó a Clinton, hasta el punto de amenazar con ponérsele a la par en la votación del colegio electoral, donde el control demócrata de algunos de los estados más poblados (Nueva York y California) da a Clinton una ventaja. ¿Cuál es el motivo?

Para empezar, si bien Trump no sabe casi nada de administración o política pública, logró reunir detrás de él a la mayoría de los republicanos. Un motivo es el viejo odio que estos le tienen a Clinton. Otro es la Suprema Corte, donde hay una vacante a la espera de que el próximo ejecutivo designe reemplazante, y es probable que en los próximos cuatro años se abran más.

Trump también supo aprovechar las ansiedades económicas de muchos estadounidenses, valiéndose de la misma rabia contra los inmigrantes y las élites que hoy se extiende por toda Europa. Pero el apoyo de los varones blancos sin título universitario no le garantiza la victoria. Por eso ha tratado de insinuar, torpemente, que los afroamericanos y los hispanos también le preocupan; no por el recurso de hablarles a esos votantes, sino de describirlos con estereotipos exagerados ante auditorios blancos. Previsiblemente, sus comentarios resultaron insensibles y despectivos para afros e hispanos, y tampoco han logrado convencer a las mujeres blancas (sus verdaderas destinatarias).


Por su parte, Clinton tiene problemas para reconstruir la coalición de mujeres, afroamericanos, hispanos y millennials que dio la victoria al presidente Barack Obama. Muchos jóvenes que apoyaron apasionadamente al contrincante de Clinton en las primarias, el senador Bernie Sanders, desestimaron los pedidos del mismo Sanders de apoyar a Clinton, y dicen que votarán por candidatos de partidos menores, lo que ayudaría a Trump.

Desde las convenciones de los dos partidos nacionales principales celebradas en julio, ambos candidatos han estado en el subibaja. Este mes, justo cuando Trump subía en las encuestas, intentó distanciarse del movimiento racista “birther”, que alega falsamente que el lugar de nacimiento de Obama (primer presidente negro del país) no fue Estados Unidos y que por ende no estaba habilitado para ejercer la presidencia.

Los comentarios de Trump, escuetos y desganados, recordaron a todos que él mismo fue uno de los miembros más vocingleros del movimiento. El intento de distanciamiento le salió todavía peor, porque afirmó falsamente que el rumor que dio lugar al movimiento birther había sido iniciado por Clinton y su equipo de campaña en la elección presidencial de 2008. Como resultado, muchos medios de prensa hablaron por primera vez de “mentiras” en relación con Trump, a quien se le habían perdonado muchas de sus patrañas pasadas.

Los últimos avances de Trump en las encuestas hablan menos de su mejora como candidato que de las debilidades e infortunios de Clinton. Fuera de su base de partidarios más leales, Clinton siempre tuvo problemas para despertar el entusiasmo de los votantes. Muchos la ven como una sabelotodo demasiado formal (la chica brillante que en la escuela rechaza a todos los varones). Y se enfrenta a una buena cuota de sexismo, incluso entre sus partidarios. (Hace poco un exgobernador demócrata dijo que Clinton debería sonreír más. ¿Hubiera dicho lo mismo de un hombre?)

Pero algunos de los problemas de Clinton son creación propia. El desliz de usar un servidor de e‑mail privado para enviar mensajes siendo secretaria de Estado (con riesgo de que se filtraran materiales confidenciales) se convirtió en el karma de su campaña. Ella misma agravó el problema al afirmar falsamente que sus antecesores también lo hacían, y que funcionarios de seguridad del Departamento de Estado lo habían autorizado. Y a diferencia de Trump, la prensa no le tuvo piedad con este asunto.

La saga de los e‑mails vino a sumarse a las viejas dudas de los votantes sobre la honestidad y fiabilidad de Clinton, y la expuso a los ataques de sus adversarios de derecha. El grupo activista ultraconservador Judicial Watch insistió en el asunto y obligó a Clinton a revelar mensajes que no había entregado al Departamento de Estado; el FBI encontró en el servidor de Clinton casi 15 000 de esos e‑mails no entregados, y es posible que antes de la elección aparezcan muchos más, con potencial de perjudicar a Clinton.

Si bien el director del FBI, James Comey, desestimó pedir acciones legales contra la candidata, sus comentarios respecto de que había sido “extremadamente descuidada” no colaboran con la campaña de Clinton. En cualquier caso, la decisión de Comey provocó una andanada de críticas de comentaristas republicanos y conservadores por presunto trato preferencial del gobierno demócrata. Las encuestas mostraron un 56% de opiniones a favor de que se la procesara.

A Clinton le apareció otro problema en agosto, cuando Associated Press informó que en tiempos en que la candidata era secretaria de Estado, numerosos donantes de la Fundación Clinton recibieron trato especial del Departamento de Estado (básicamente, facilidades para reunirse con ella). Pero muchas de esas personas hubieran conseguido una cita en cualquier caso, y no hay pruebas de cambios a las políticas del Departamento de Estado como consecuencia de ello.

Entretanto, el Washington Post comenzó a informar sobre gastos cuestionables (posiblemente ilegales) de la fundación benéfica de Trump; este, que no donaba a su fundación desde 2008, usó los fondos para la compra de artículos personales (entre ellos un retrato suyo de casi dos metros de altura) y el pago de acuerdos legales. Ya antes hubo revelaciones de que la Fundación Trump fue usada para colaborar con las campañas para la elección de fiscales en Florida y Texas (lo que también sería ilegal).

Por último, Clinton tuvo la mala suerte de enfermarse y que alguien con un celular la grabara casi desfalleciente yéndose antes de lo previsto de una ceremonia en Nueva York en conmemoración de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. Esto impulsó más especulaciones de medios de derecha respecto de la salud de Clinton, a lo que Trump añadió la acusación sexista de que su rival carece de “vigor” para ser presidenta.

Los medios que cubren la campaña de Clinton se enfurecieron al enterarse de que esta había ocultado un diagnóstico de neumonía recibido dos días antes. Pero las elecciones presidenciales estadounidenses son maratones brutales, y es comprensible que Clinton no haya querido cancelar actos ya agendados. Una encuesta posterior reveló que la mayoría de la opinión pública está de acuerdo.

Los cuatro días de convalecencia le llegaron a Clinton cuando se preparaba para exponer ante la opinión pública las razones para votarla a ella (en vez de las razones para no votar a Trump). Justo cuando retomaba la campaña, hubo atentados en Nueva York y Nueva Jersey, y otros dos casos de afroamericanos desarmados abatidos por la policía, lo que provocó manifestaciones en Carolina del Norte, un estado decisivo. Los incidentes pronto ocuparon el centro del debate; como siempre, Trump agitó las divisiones raciales y culpó a Obama y Clinton.

En este contexto comienzan los debates entre los candidatos presidenciales, que suelen tener gran influencia (incluso demasiada) en la definición de las elecciones en Estados Unidos. No sería prudente decir que la elección está decidida cuando todavía no lo está.

 

Project Syndicate, 2016.


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Elizabeth Drew

Elizabeth Drew

Elizabeth Drew escribe con regularidad en la New York Review of Books. Su último libro es Washington Journal: Reporting Watergate and Richard Nixon‚Äôs Downfall (El diario de Washington: el informe de Watergate y la caída de Nixon).

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