13 de febrero 2021
El juicio del ex presidente Donald Trump en el Senado de Estados Unidos ha comenzado, pero ya se ha generado muchísima confusión en torno a cuestiones fundamentales. Los abogados de Trump sostienen que el Senado no está autorizado para llevar a cabo un juicio. La Constitución dice que “El presidente… será destituido de su cargo si es acusado en juicio político o condenado por traición, soborno u otros crímenes o delitos graves”. Trump, según sus abogados, no puede ser destituido de un cargo que ya no ocupa.
Pero la Constitución también establece que “la condena en casos de juicio político no se extenderá más allá de la destitución del cargo y la inhabilitación para obtener y desempeñar cualquier cargo de honor, de confianza o con retribución en Estados Unidos”. Los gestores del juicio político de la Cámara (que actúan como fiscales en el juicio del Senado) observan que la inhabilitación sólo se puede aplicar a un ex funcionario público.
La razón es que la destitución es automática luego de una condena por parte del Senado, mientras que la inhabilitación exigiría una nueva votación sobre el destino del ahora ex funcionario. Una persona que es sometida a un juicio político y destituida ya no ejerce un cargo y, sin embargo, el Senado estaría facultado para votar para que se la inhabilite.
Como la Cámara votó para someter a Trump a un juicio político mientras era presidente, no puede haber ninguna duda creíble sobre la legitimidad de un juicio del Senado. Imaginemos una ley que dice que un oficial de policía que, según quedó comprobado, abusó de su autoridad puede ser despedido y se puede prohibir su reincorporación. Sería extraño que el oficial pudiera evadir la sanción de inhabilitación si simplemente renunciara –dejando así de ser oficial de policía- después de que se iniciaran los procedimientos de terminación, pero antes de que se completaran. La única diferencia con Trump es que su mandato expiró.
Esto en lo que concierne a lo que dice la Constitución. Como casi siempre sucede, los debates de la época fundacional y la práctica histórica ofrecen poca guía adicional. Si bien la genuflexión ante el texto fundador hoy en día es de rigor, la verdadera interrogante es si un juicio del Senado que derive en la inhabilitación de un ex presidente que había sido sometido a un juicio político por la Cámara mientras todavía estaba en funciones sería perjudicial para el sistema constitucional de Estados Unidos.
Cuesta ver de qué manera podría perjudicarlo. Si la persona sometida a juicio es un presidente o expresidente, la condena exige la presencia de dos tercios de los senadores (después de que una mayoría en la Cámara apruebe los artículos del juicio político). Ese umbral es tan alto que sólo se lo alcanzaría en un caso de mala conducta presidencial flagrante.
¿“Incitación a la insurrección” es lo suficientemente flagrante? Desafortunadamente, en las condiciones políticas actuales, probablemente no. La mejor manera de entender un juicio político es como una sanción política que se impondrá sólo cuando existe suficiente respaldo político para destituir a un presidente o, como en este caso, inhabilitar a un ex presidente para ejercer un cargo público en el futuro. Y, a pesar del ataque del 6 de enero al Capitolio de Estados Unidos, los norteamericanos siguen divididos respecto de Trump.
Los senadores republicanos deben sopesar el riesgo de perder votos ante contendientes en las primarias partidarias si votan a favor de condenar a Trump frente al riesgo de perder el respaldo de los moderados en la elección general si votan para absolverlo. Como la mayoría de los estados conservadores enviarán republicanos al Senado, la mayoría de los senadores republicanos serán más cautelosos sobre los retos de las primarias y votarán en contra de la condena.
En realidad, esos senadores preferirían directamente no votar –y no verse perjudicados en la elección general-, razón por la cual todos los republicanos excepto seis prefirieron votar que el Senado carece de jurisdicción para juzgar a Trump. Pero los demócratas pueden haberles hecho un favor al extralimitarse en otro sentido: alegando en el único artículo de juicio político que Trump incitó a una insurrección.
Tanto en lenguaje ordinario como en términos legales, una insurrección es un levantamiento contra el Gobierno. Los gestores de la Cámara sostienen que Trump incitó a una multitud a derrocar al Gobierno. En un sentido técnico, podríamos calificar a la acción de la multitud como una insurrección, aunque en ese momento Trump era el jefe del Gobierno que él mismo supuestamente intentaba derrocar.
Al menos algunos miembros de la horda querían matar, secuestrar o intimidar a miembros del Congreso y (de alguna manera) impedir que el Congreso certificara la elección. El argumento es que Trump no sólo suscitó la marcha de la multitud hacia el Capitolio, sino que también previó ese resultado y deliberadamente lo generó. Luego, una vez que comenzó la violencia, hizo demasiado poco para frenarla.
Tal vez. Pero una mejor lectura de los acontecimientos es que Trump estaba siendo Trump. Según los parámetros de los presidentes norteamericanos anteriores y prácticamente de todos los políticos norteamericanos, Trump fue extraordinariamente imprudente al insistir durante dos meses en que la elección fue robada y al utilizar luego lenguaje incendiario frente a la multitud que se había reunido para protestar por los resultados electorales.
Pero no le pidió directamente a la multitud que ejerciera actos de violencia, y no hay ninguna prueba de que previó que lo harían. Trump, al igual que todos los demás, debe de haber supuesto que la policía mantendría a la multitud bajo control, y no habría imaginado que invadirían el Capitolio (algo que no ha sucedido desde la guerra de 1812, cuando las tropas británicas ocuparon Washington).
Es más, si Trump hubiera sido un ciudadano particular, su discurso ante la multitud habría estado protegido por la Primera Enmienda. Aún si hubiera convocado a una revolución, no habría hecho nada ilegal, siempre y cuando no mandara a una multitud a generar una violencia “inminente”.
Los abogados de Trump sostienen que la Primera Enmienda también protege al presidente en su capacidad oficial. Pero nadie alguna vez consideró la posibilidad de que un presidente incitara a los ciudadanos norteamericanos a atacar al Congreso. Un presidente con inmensa influencia y alcance plantea un peligro mucho mayor para el orden público si dice mentiras y fomenta el odio que un agitador ordinario que se para en un tocón y predica la revolución.
Pero el argumento de que Trump incitó a una insurrección es exagerado y los senadores republicanos que intentan justificar su absolución dirán que, más allá de lo que hizo, no fue una insurrección. La verdadera razón para inhabilitar a Trump es que es una amenaza para las instituciones norteamericanas cuyas excentricidades imprudentes y sedientas de poder estuvieron a punto de minar una elección y sembrarán daños en los próximos años. Esto se debería decir claramente. Entonces es responsabilidad de los gestores de la Cámara persuadir a los republicanos del Senado –y, más importante, a los ciudadanos que pueden votar por ellos- de que a este hombre no se le debería permitir postularse para un cargo otra vez.
*Artículo publicado originalmente en Project Syndicate.