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¿Por qué el golpe de Estado de Maduro nos recuerda al de Pinochet?

Después del 28 de julio, el gobierno civil-militar de Venezuela, fue sustituido por un gobierno militar-policial con muy débiles perfiles políticos

Nicolás Maduro, presidente Venezuela, acompañado de su esposa Cilia Flores, el ministro de Defensa, general Vladimir Padrino López, y el general Domingo Antonio Hernández.

Nicolás Maduro acompañado de su esposa Cilia Flores, el ministro de Defensa, general Vladimir Padrino López, y el general Domingo Antonio Hernández, salen del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), en Caracas, Venezuela. // Foto: EFE | Ronald Peña R.

Fernando Mires

7 de octubre 2024

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Nunca me he citado a mí mismo; no es de buen tono. Pero esta vez creo que lo debo hacer, aunque de mala gana. Se trata de un fragmento de un artículo que escribí una semana antes de las elecciones del 28 de julio en Venezuela. Dice así:

Maduro tiene sin duda cartas bajo la mesa. Una es cometer un grosero desfalco electoral a lo Lukaschenko. Pero Lukaschenko tenía a otro ladrón de elecciones como vecino y podía permitirse el delito que cometió en su país manteniendo su impunidad. Una segunda carta sería para Maduro un golpe militar con el pretexto de asegurar el “orden publico” en caso de que las multitudes de la oposición reclamen en las calles un robo electoral. No está excluida tampoco la posibilidad de que las dos cartas sean una sola. Robo electoral y golpe de Estado a la vez, a fin de impedir el ascenso al poder de la “derecha fascista” (para decirlo con el vocabulario que emplea Maduro)”.

Evidentemente, la última posibilidad citada fue la que se dio. No era una profecía, solo una posibilidad avizorada y compartida a través de mi correspondencia con amigos venezolanos. Ninguno de ellos confiaba en la probidad moral y cívica del Gobierno.

Dos golpes, un origen

Maduro, claro está, tenía la posibilidad de reconocer el resultado, negociar con el ganador y asumir el rol de líder de la oposición al gobierno de González Urrutia, tal como lo hizo Lula en Brasil, o la izquierda chilena después del triunfo de Piñera, o como lo está haciendo en estos momentos en Argentina la izquierda peronista en contra de Milei. Esa posibilidad habría permitido la renovación política del chavismo, todavía entronizado en sectores de la población, y continuar así la tradición electoral asumida por el propio Chávez. Era una posibilidad muy peregrina, claro, pero existía. Sin embargo, la posibilidad más probable, la del mega fraude y el consecuente golpe de Estado, fue la que se dio.


Cuando toda esta pesadilla de terror pase (y todo mal pasa alguna vez) Maduro y su séquito serán recordados como uno de los criminales políticos más perversos habidos en América Latina, junto al violador y fratricida Daniel Ortega, a los sátrapas Trujillo y Somoza, a la dictadura colegiada de Videla, y a ese asesino en serie llamado Augusto Pinochet. Hoy, entre no pocos chavistas, Maduro ya es considerado como el sepulturero de Chávez quien, nos guste o no, fue un líder populista de masas, algo así como un Perón venezolano (sin Evita). En breve: en Venezuela terminó la era del chavismo social y autoritario y comenzó la era del terror dictatorial madurista.

Entre los caminos de Chávez y los de Pinochet, Maduro eligió los de este último. Maduro, después del golpe militar del 28 de julio, ha ganado con creces el título de “el Pinochet venezolano”. El suyo es, por donde se lo mire, un gobierno militar. Dicho objetivamente, el 28 de julio hubo no solo un fraude sino un cambio de gobierno. El gobierno civil-militar fue sustituido -desde el momento en el que el general Padrino López reconoció como legítimo el fraude perpetrado- por un gobierno militar-policial con muy débiles perfiles políticos.

Pocos días después del megafraude, el cruel exoficial Diosdado Cabello asumiría desde el Ministerio del Interior, el comando de los aparatos del terror. Asesinatos, incluyendo a menores de edad; secuestros de opositores, cámaras de tortura, delaciones, decretos ridículos (como el cambio de la fecha de la navidad), exilio forzado de dirigentes políticos, bloqueo a la libertad de información y muchas otras formas de represión conocidas por todo quien haya tenido la mala suerte de vivir los días posteriores a un golpe de Estado, son el pan de cada día en la Venezuela de hoy.

De hecho, ambos golpes, el chileno y el venezolano, tienen un origen común, y este es, una abierta reacción en contra de la realidad electoral de los respectivos países.

Si recordamos el pasado inmediato al golpe de Pinochet del 11 de septiembre de 1973, en las elecciones de marzo del mismo año, la Unidad Popular había obtenido la mayoría no absoluta con un 42% de los votos, impidiendo el objetivo de la derecha extrema que perseguía la meta de dos tercios de la votación para así derribar legalmente a Allende. Pocos votos para gobernar con tranquilidad, pero más que suficientes para iniciar negociaciones políticas con la parte no golpista de la derecha, debe haber pensado Allende. Esas negociaciones, en vísperas del golpe, iban a cristalizar con un plebiscito que el mismo Allende parecía estar dispuesto a aceptar.

En caso de triunfar la Unidad Popular podría al menos haber completado su periodo y, en caso contrario, podría haber negociado un gobierno de salida con la segunda fuerza política, la Democracia Cristiana, y así prepararse para los próximos comicios presidenciales. Una salida, en fin, que habría abierto la posibilidad, si no de un gobierno centrista, por lo menos de un gobierno pactado con la Democracia Cristiana. Pues bien, precisamente avistando una salida democrática que habría dejado a ambos extremos, los de izquierda y de derecha, fuera del juego, Pinochet decidió apresurar el golpe.

Por cierto, todos los golpes de Estado son antielectorales. Pero algunos, como el de Pinochet en Chile y el de Maduro en Venezuela, lo son abierta y directamente. En el primero de los casos el golpe fue dado para evitar las elecciones plebiscitarias, y en el segundo, como resultado de unas elecciones que, objetivamente, fueron un plebiscito en contra de Maduro, uno que el actual dictador venezolano perdió con creces, como lo demuestran las actas electorales, ahora en manos de la OEA y para el conocimiento de quien quiera informarse.

Ambos dictadores, en efecto, al levantarse en contra de la mayoría ciudadana de sus propios países, secuestraron la voluntad del pueblo y obtuvieron, por lo mismo, un origen ilegal e ilegítimo, origen que los llevó a aislarse internacionalmente de la mayoría de los gobiernos de la región y del mundo, incluyendo, en el caso de Pinochet, a gobiernos de derecha y, en el de Maduro, a gobiernos de izquierda. Pero precisamente el hecho de que ambas dictaduras representaban solo a minorías, ha incrementado el grado de represión puesto en marcha en los dos países.

En Chile, el Estado político fue sustituido por el Estado militar. A su vez, Maduro es el representante civil de un Estado militar y militarizado. Su poder está basado, como en el caso de Pinochet, sobre la violencia. Pero, como ha señalado Hannah Arendt, poder y violencia no son lo mismo. Todo lo contrario: allí donde reina la violencia es porque quien la aplica carece de poder. Afinando esa tesis en idioma español, podríamos decir, sin faltar a la idea de Arendt, que existe un poder-violencia (Gewalt) y un poder-político (Macht).

También podemos decirlo, si alguien prefiere, apelando a la terminología de Gramsci: el poder de Pinochet ayer, y de Maduro hoy -siguiendo al filósofo italiano- es ejercido mediante la dominación pero no por medio de la hegemonía. La diferencia es la siguiente: la dominación es impuesta mediante la aplicación de la fuerza bruta. La hegemonía mediante las ideas, las que en el área de la política, deben ser ideas políticas.

Podemos decir también que un fraude como el cometido por Maduro no tenía cómo hacerlo Pinochet, de ahí que el general no esperó resultados electorales para asumir sangrientamente el poder. Maduro, en cambio, recurrió a uno de los fraudes más escandalosos conocidos en la historia mundial. ¿Por qué lo hizo? Quizás por la misma razón por la cual, muchos años después del golpe, en 1988, Pinochet incurriría en el mismo “error electoral”, llamando a un plebiscito que terminó por sacarlo del poder. Recordemos que en la noche del día del plebiscito, Pinochet se pronunció en esa ocasión por un fraude “a lo Maduro” y solo fue detenido por un rapto de decencia moral del general de la aviación Matthei.

Eso no quiere decir que Maduro va a salir del mismo modo. Quiere decir solo que los dictadores, al estar rodeados por sus propias mentiras, terminan, tarde o temprano, perdiendo sus batallas frente a la realidad. Pinochet la perdió al final de su mandato dictatorial. Maduro, antes de comenzarlo. Sin embargo, como si fuera un discípulo de Pinochet, Maduro ha recurrido a similares mentiras que las de su homólogo chileno. Mientras la dictadura de Pinochet argüía que su asalto al poder fue como consecuencia de un llamado “Plan Z” orquestado desde la URSS y Cuba para hacerse de todo el poder, Maduro y los suyos recurren a la mentira de una conspiración fraguada desde los EE. UU. con la “derecha fascista” venezolana. El general Padrino inventó a su vez que en Venezuela había un golpe de Estado en marcha (no dijo con cual ejército). Los dictadores, en fin, nunca se han caracterizado por su originalidad.

Derrota, fraude y golpe

Como he intentado explicar en la autocita que dio inicio a este texto, hubo en Venezuela una relación directa entre derrota, fraude y golpe. La derrota llevó al apresurado y burdo fraude y el fraude llevó al golpe de Estado. Esta es la particularidad histórica de la dictadura de Maduro. Algo que no encontramos en la génesis de la dictadura chilena ni en la de las muchas habidas en América Latina: un fraudegolpe. Un hecho real que hace imposible separar en Venezuela al fraude del golpe y al golpe del fraude. Quien quiera hablar de lo uno, deberá hablar de lo otro. La verdad es la principal oposición a Maduro.

Al terminar este breve texto he de dejar en claro que no he intentado hacer aquí una comparación entre los regímenes de Pinochet y de Maduro; para eso habrá que esperar un tiempo más. Solo me he referido a algunos detalles que llevan al establecimiento de ambas dictaduras y que, para toda persona que haya seguido de cerca a ambos procesos, es difícil obviar. Al fin y al cabo los historiadores existimos para narrar los hechos independientemente de lo que piensen los políticos en sus estrategias.

Puede ser incluso -en la historia nunca se sabe- que alguna vez, como ocurrió en casos parecidos, incluyendo el chileno, será necesario para la oposición venezolana dialogar con miembros de la dictadura. Pero en las negociaciones nunca está de más saber con quiénes se negocia. Y Maduro, como lo fue Pinochet ayer, es un criminal político de hecho y de derecho.

*Este artículo se publicó originalmente en el blog del autor.

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Fernando Mires

Fernando Mires

Historiador y escritor chileno. Profesor emérito de la universidad de Oldenburg, Alemania. Se diplomó como profesor de Historia y tiene estudios de postgrado en Historia Moderna. En 1991 recibió el titulo de Privat Dozent, el más alto grado académico que confieren las universidades alemanas.

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