16 de junio 2019
Con el poeta salvadoreño Roque Dalton sucede algo inusual. La levadura del tiempo lo hace crecer y crecer. Conforme pasan los años y las décadas, su figura se ha vuelto casi mítica y legendaria, una suerte de Antoine St Exupery tropical y centroamericano. No para de crecer. Por alguna extraña razón su poesía hoy día se lee mejor, con otros ojos, justo lo contrario que sucede a la mayoría de escritores y poetas de cualquier lugar del mundo, que no logran sobrevivir literariamente más de una generación cronológica, quizá apenas un par de décadas.
Cuarenta años han transcurrido ya de su asesinato a manos de sus propios correligionarios del ERP, Ejército Revolucionario del Pueblo (el nuevo presidente Bukele acaba de destituir por tuit a Jorge Meléndez, uno de los culpables de su asesinato) y sus poemas y su figura se han vuelto casi un “trade-mark” en El Salvador, ese país tan pequeño pero tan entrañable. Cuando uno camina por las barriadas de San Salvador, o en las afueras, en San Miguel o Sonsonate, fragmentos de sus poemas se ven en grafittis de las calles, en los muros de las autopistas, en las construcciones derruidas —como si fueran canciones populares— y la gente tiene sus libros en la repisa de al lado de la cocina, incluso en las casas bien de Escalón y los residenciales afluentes.
Hoy lo lee todo el mundo, no únicamente los obreros, y los que fueron votantes del FMLN, sino también las clases medias, y hasta los hijos de las famosas 14 familias (un número que, como se sabe, es poco más que una leyenda urbana, pues eso cambió mucho en las últimas décadas con la transformación de la clase empresarial). Se ha vuelto un poeta nacional, una suerte de signo y de insignia a la vez. Muy distinto a El Salvador de fines de los sesenta e inicios de los setenta, época en que era prácticamente proscrito por los regímenes militares, un poeta de la clandestinidad. De niño yo estudié en El Salvador, en el colegio de los Hermanos Maristas, y recuerdo que su nombre no aparecía en ningún lado, oculto por el sistema educativo. Todo eso ha cambiado.
Con el tiempo se han sabido muchas cosas. Que el Unicornio Azul de Silvio Rodríguez era, en realidad, el propio Dalton, y que ambos se habían conocido a fines de la década del 60. Que el propio Julio Cortázar, quien conoció a Dalton en París, dijo de él que era uno los más grandes descubrimientos de esos años en la poesía latinoamericana. Que su sentido del humor—sarcástico, eléctrico, irónico, siempre burlándose de sí mismo y del entorno, sabedor de que la gente realmente inteligente no se toma demasiado en serio a sí mismo, y que ése es el sano principio del distanciamiento— fue reconocido y celebrado por gente como Claribel Alegría, Eduardo Galeano o el propio Graham Greene.
Es bueno para las sociedades que los escritores se vuelvan héroes nacionales, pues sus narrativas ayudan a unir a las gentes por encima de las clases sociales y económicas, por encima de los conflictos armados y las cruentas guerras que alguna vez los desolaron (El Salvador fue escenario de la más grande matanza del siglo XX de un gobierno de América Latina contra su propia gente, la Masacre de El Mozote, el 11 de diciembre de 1981). De alguna forma, Roque Dalton se ha convertido en una suerte de punto de conexión entre El Salvador que fue y el que vendrá. El St. Exupery o el Vallejo en el que todos los franceses o los peruanos hoy se reconocen.
Quizá los dos poemas de amor más hermosos —escritos a un pueblo o una patria— en la América Latina del último medio siglo son “Alta Traición”, ese extraordinario poema de José Emilio Pacheco, que tánta gente se sabe de memoria en México, sobre todo los muchachos jóvenes. El otro es “Poema de Amor”, ese poema desgarrador que se convirtió en las últimas décadas como el segundo himno nacional para los salvadoreños, los del exilio pero también los de adentro. Crudo, doloroso, pero transido de un profundo amor para su patria.
Poema de Amor
Los que ampliaron el Canal de Panamá
(y fueron clasificados como “silver roll” y no como “golden roll”),
los que repararon la flota del Pacífico en las bases de California,
los que se pudrieron en las cárceles de Guatemala, México, Honduras, Nicaragua por ladrones, por contrabandistas, por estafadores, por hambrientos
los siempre sospechosos de todo ( “me permito remitirle al interfecto por esquinero sospechoso y con el agravante de ser salvadoreño”),
las que llenaron los bares y los burdeles de todos los puertos y las capitales de la zona (“La gruta azul”, “El Calzoncito”, “Happyland”),
los sembradores de maíz en plena selva extranjera,
los reyes de la página roja,
los que nunca sabe nadie de dónde son,
los mejores artesanos del mundo,
los que fueron cosidos a balazos al cruzar la frontera,
los que murieron de paludismo de las picadas del escorpión o la barba amarilla en el infierno de las bananeras,
los que lloraran borrachos por el himno nacional bajo el ciclón del Pacífico o la nieve del norte,
los arrimados, los mendigos, los marihuaneros,
los guanacos hijos de la gran puta,
los que apenitas pudieron regresar,
los que tuvieron un poco más de suerte,
los eternos indocumentados,
los hacelotodo, los vendelotodo, los comelotodo,
los primeros en sacar el cuchillo,
los tristes más tristes del mundo,
mis compatriotas,
mis hermanos.