5 de octubre 2021
Nos emocionó mucho recibir la correspondencia de Josep Vilar notificándonos la decisión de Casa América Catalunya de concedernos este premio, que lleva el nombre de quien fuera director de esta casa, Antoni Traveria, empeñado como estuvo durante tantos años a que se convirtiera en un espacio de diálogo y convivencia entre Cataluña y América Latina. Y hago énfasis en estas palabras, diálogo y convivencia, indispensables para el libre intercambio de las ideas y para la paz.
La distinción que hoy recibimos nos honra y nos obliga, por supuesto, y nos inspira también a contribuir a ese diálogo, hoy continuado por el equipo que lidera Marta Nin i Camps.
Reciban a nombre de todos quienes hacemos El Faro nuestro agradecimiento por este premio a la Libertad de Expresión, que nos llega también en un momento en el que la región que habitamos, Centroamérica, vive un retroceso en materia de libertades políticas y civiles inédito desde el inicio de nuestras vidas en democracia, hace apenas tres décadas.
Dos de los anteriores ganadores de este premio, Gioconda Belli y Carlos Fernando Chamorro, han tenido que exiliarse para mantener su voz libre e independiente, ante la represión del régimen de Daniel Ortega en Nicaragua.
Apenas hace dos semanas, recibimos la noticia de la orden de captura contra el escritor nicaragüense Sergio Ramírez, también amigo de esta casa, acusado de terribles delitos como la traición a la patria o incitación al terrorismo, palabras gravísimas, pervertidas para justificar el castigo a un escritor por un crimen distinto: el de negarse a callar ante la censura y el ejercicio dictatorial del poder de una pareja presidencial. El delito de negarse a suprimir su libertad de palabra, de ideas, de expresión. Él también ha debido abandonar su patria.
Con ellos son cientos de miles los nicaragüenses exiliados en los últimos tres años, y cientos de prisioneros políticos que hoy sufren torturas en las mismas cárceles en las que el dictador Anastasio Somoza torturaba a los sandinistas. Algunos son escritores. Otros son periodistas, ensayistas, estudiantes, campesinos, empresarios, obreros, excompañeros de armas de Ortega en los años de las utopías revolucionarias, entre ellos Dora María Téllez, la comandante sandinista de la toma al Palacio de Justicia inmortalizada en la crónica de García Márquez, hoy presa y torturada en una celda de aislamiento.
Todo lo que se oponga al único verbo autorizado en Nicaragua, el de Daniel Ortega y Rosario Murillo, es hoy objeto de persecución oficial. Todo lo que se oponga al ejercicio del poder unívoco de ese ratón que parieron las montañas de aquella revolución de poetas, la revolución de las palabras hoy censuradas. La última novela de Sergio Ramírez ha sido proscrita, en el culmen de esa broma macabra de la historia en que se convirtió Nicaragua.
Ya en 1984, cuando las izquierdas del mundo celebraban aún a la revolución sandinista y proclamaban que si Nicaragua venció El Salvador vencerá, un poeta clarividente como Octavio Paz lanzó una advertencia que no encontró buenos oídos ni siquiera entre sus pares, y que hoy es tan vigente como entonces. El poeta mexicano ya decía que la palabra no puede florecer en el monólogo que imponen los gobiernos autoritarios; y por tanto tampoco la democracia y sin democracia tampoco la paz.
La palabra, en sociedades libres, debe ser compartida, correspondida, cuestionada, circulada libremente. Convivir con otras palabras en la plaza pública. Comunica y hace también comunión. De la conversación y el debate argumentado surge el conocimiento.
El monólogo, en cambio, es compañero de la represión y la censura. En América Latina, los monólogos se impusieron por igual en las dictaduras militares que en las revolucionarias del Siglo XX. Ay de aquel que cuestione al poder, que no puede ser otra cosa que enemigo del pueblo.
Hoy, después de apenas tres décadas de democracia en la cintura de América, vuelven a imponerse los monólogos. Pero ya no son ideológicos sino de concentración de poder para el ejercicio sin obstáculos de la corrupción y el crimen organizado. Ya no hay siquiera proyectos políticos ni utopías. Lo que sí encontramos es la utilización del aparato de Estado para perseguir a quienes se aferran a la libertad de pensamiento, a la libertad de expresión, a la libertad de prensa. La palabra crítica. La asfixia del debate público desde el poder está presente, en distintos grados pero cada vez más fuerte, en los cuatro países del norte de Centroamérica: Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua.
En mi país, El Salvador, un nuevo presidente ha desmantelado toda la institucionalidad democrática a una velocidad pasmosa. Acuerpado por una robusta popularidad, irrumpió con soldados en el Congreso Nacional, amenazando con disolverlo si no le aprobaban un millonario préstamo para comprar equipos de seguridad y espionaje, cuando no llevaba siquiera un año en la presidencia. Su popularidad no mermó ni entonces ni en los siguientes meses, cuando comenzaron a estallar escándalos de corrupción en las compras de emergencia por la pandemia. Y hago énfasis en su aceptación popular, porque esto debería bastar para cuestionar qué valor damos a la democracia los ciudadanos de sociedades pobres, desiguales, violentas e injustas como las centroamericanas. Pero ya volveré a esto.
Bukele arreció sus ataques contra la prensa independiente, con particular intensidad contra El Faro.
Sus agentes de inteligencia y de seguridad nos han interceptado llamadas, nos han dado seguimientos, nos han amenazado, nos han enviado drones a nuestras ventanas, han irrumpido en viviendas de periodistas para extraer computadoras y aplaudido públicamente a los agentes policiales que, con cada vez mayor frecuencia, agreden físicamente a periodistas durante coberturas. Medios controlados por el Gobierno inventaron casos de abuso sexual y encubrimiento contra El Faro, que el mismo presidente se encargó de diseminar y que se mantienen abiertos a pesar de que no hay siquiera víctima. Hay cuatro auditorías de Hacienda en curso contra nosotros. Abiertas desde hace año y medio. Bukele nos ha acusado en televisión nacional de lavar dinero y de mentir.
Durante la pandemia, impuso una de las cuarentenas más estrictas del continente, encerrando en centros de contención a todo aquel que la violara. Desmontó todo el sistema de acceso a la información y violó órdenes judiciales sin enfrentar consecuencia alguna. Después de eso ganó mayoría en las elecciones legislativas y ordenó la destitución de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia. Nombró inconstitucionalmente a sus sustitutos que, una vez en sus cargos, emitieron su primera resolución, aprobando la reelección presidencial a pesar de que nuestra Constitución explícitamente la prohíbe.
Bukele, pues, se ha hecho con el control de los tres poderes del Estado, del Ejército, de la Policía, de la Fiscalía y del circuito de jueces. Ahora concentra toda la fuerza del aparato del Estado contra las organizaciones que aún le resisten: tanques de pensamiento, sociedad civil, sindicatos, defensores de derechos humanos, la academia y el periodismo que no ha podido corromper.
Este año su Gobierno expulsó a uno de nuestros editores y negó el permiso de trabajo a otro. Sus diputados han desatado una campaña de deslegitimación contra nosotros, orquestada desde Casa Presidencial, mientras avanzan la aprobación de leyes a la medida del Gobierno, que incluyen la prohibición de investigar compras de emergencia y, en el colmo del absurdo jurídico, aprobar el carácter retroactivo de esta ley de impunidad. Su más reciente aporte a la descomposición ha sido la aprobación de reformas a la carrera judicial que automáticamente mandan al retiro a una tercera parte de los jueces del país, por ser mayores de 60 años. Sus sustitutos están siendo ahora mismo nombrados por la Corte Suprema que Bukele se tomó por la fuerza.
Hoy mismo, el presidente y su grupo en el poder controlan a la Fiscalía que investiga y acusa; a la Policía que ejerce las detenciones; a los jueces que determinan la responsabilidad del acusado y a los magistrados de la Corte Suprema que admiten o no las apelaciones y recursos de amparo. En esta situación, no solo ya no existe la independencia judicial en El Salvador, sino que ya no tenemos garantías constitucionales. Sin contrapesos ni resistencias institucionales, asistimos al fin de nuestra joven democracia y quedamos todos sujetos a las decisiones arbitrarias de quienes gobiernan, que buscan el aplauso concertado de las masas y el silencio de sus críticos, por los medios que sean necesarios.
Pero si algo puede concluirse de los 23 años que tiene ya El Faro, es que no somos partidarios del silencio y que la palabra es nuestra herramienta, nuestra misión y nuestro destino. Seguimos y seguiremos caminando para contarnos y contar los rincones oscuros de nuestra región que son muchos. Seguiremos investigando los abusos de poder y la corrupción, seguiremos hablando. No hay mejor antídoto contra el silencio. Hoy, cuando la libertad de expresión y la libertad de prensa están bajo amenaza en El Salvador y buena parte de América Central, la palabra es también resistencia.
Los periodistas nos sabemos, en buena medida, privilegiados, porque nuestra palabra tiene, por la naturaleza misma de nuestro oficio, una gran visibilidad. Otros no corren tanta suerte. Han comenzado ya las detenciones arbitrarias y con ellas, también, el exilio silencioso de miles de salvadoreños amenazados o acosados por no estar de acuerdo con Bukele. Un exilio silencioso.
El presidente ha comandado el linchamiento público de sus críticos y la utilización del aparato de Estado para silenciarnos. Lo hace también con los periodistas que nos resistimos a transcribir la versión oficial. Nos ha declarado enemigos del pueblo, defensores de corruptos y voceros de la oposición. Nos ha acusado de ser la oposición.
No es extraño que algunos políticos desconozcan o se sientan amenazados por la naturaleza nuestro oficio: el periodismo debe situarse siempre frente al poder, no junto a él, y exigirle rendición de cuentas, auscultarlo, desenmascararlo. Esa es una parte fundamental de lo que hacemos y como mejor contribuimos a nuestras comunidades. Esto es lo que más ha molestado a los gobiernos anteriores y también al grupo que hoy gobierna El Salvador. Pero este tiene todo el Estado a su disposición para convertir la molestia en agresión.
A los periodistas nos toca romper ese silencio que se pretende imponer desde el poder. Nos toca informar con rigurosidad, esa es nuestra manera de presentar una narrativa de lo que sucede en El Salvador distinta a la propaganda.
Pero imagino que se estarán planteando algunas de las preguntas que constantemente recibimos:
¿Cómo explicar que un Gobierno de este talante, autoritario y corrupto, tenga tanta aceptación popular? Y si cuenta con el apoyo de la mayoría de la población, ¿por qué le llamamos antidemocrático? ¿No es acaso la democracia el Gobierno de las mayorías?
Creo que ameritan ser discutidas con mayor amplitud. Pero amagaré respuestas breves: Es una paradoja que los populistas autoritarios contemporáneos, en Brasil o en El Salvador o en Filipinas, llegan al poder por la vía electoral para desmantelar ese mismo sistema que permitió su ascenso. Pero esto no es democracia. La democracia no es el acto de votar sino un sistema institucionalizado de pesos y contrapesos que limitan el poder delegado por los ciudadanos. Ese sistema debe garantizar, en primer lugar, el Estado de derecho y la paz social. Esto significa que, en una democracia funcional, las mayorías eligen al administrador y a sus autoridades, pero las minorías cuentan con la protección del Estado y mantienen sus garantías y libertades. Significa independencia de poderes y ejercicio de todas las libertades y los derechos fundamentales.
Esto es lo que está bajo ataque hoy en América Central y en otras partes del mundo. Pero en nada explica por qué Bukele, a pesar de sus arbitrariedades y de la corrupción de su gobierno, conserva aún los mayores índices de aprobación de América Latina.
Podemos aquí elucubrar muchas respuestas parciales pero todas, a mi parecer, llevan a la misma cuestión: la democracia no es más que una palabra vacía para quienes viven en situaciones límite, agobiados por la pobreza y la falta de seguridad. Para quienes viven, por ejemplo, en comunidades controladas por pandillas o grupos de crimen organizado, a las que no llega el Estado, la democracia no tiene ningún valor si no es capaz de resolver sus necesidades vitales. No es justo ni aceptable exigir a quienes tienen la vida ocupada en sobrevivir que ejerzan una posición crítica frente al poder. Y este es un problema mayúsculo, porque sin una ciudadanía crítica la democracia no funciona. Es necesario primero, pues, resolver las necesidades urgentes, pulsantes, de la mayoría de los salvadoreños que viven hoy en condiciones indignas. Tanto Arena como el FMLN les prometieron gobernar para ellos y solucionar sus problemas; no lo hicieron ni uno ni el otro pero en cambio demostraron una gran habilidad para la corrupción.
La mayoría de la población salvadoreña se siente engañada y traicionada por los políticos y ha dado muestras claras de su disposición a dejarse gobernar por quien les promete castigar a esos traidores y gobernar con mano firme. De todos modos, no tienen nada que perder y necesitan aferrarse a alguna esperanza. Esa esperanza, para ellos, se llama hoy Nayib Bukele. Su propaganda ha bastado para evitar que le pase factura su ejercicio del poder. No solo se ha rodeado de algunos de los personajes más oscuros de ambos partidos sino que su gobierno ha superado ya con creces los escándalos de corrupción de los anteriores. Para evitar la decepción ha construido la más efectiva maquinaria de propaganda del continente y ha cerrado todos los accesos a información pública, incluyendo aquella relacionada con compras del Estado.
Asistimos pues al inicio de una etapa autoritaria que amaga con convertirse en dictadura, con el aplauso y el consentimiento de muchos ciudadanos. Estos son los momentos para reafirmar nuestras convicciones y compromiso de evitar que se imponga el monólogo de poder. De mantener los espacios abiertos al diálogo, al intercambio de ideas, de defender la libertad de expresión.
Le he pedido a Marta que me permitiese recibir este premio a nombre no solo de El Faro, sino de todos los periodistas centroamericanos que hoy se encuentran bajo acoso y ataque por reivindicar la esencia de este oficio que es informar. Por preservar su dignidad cuando es más fácil, seguro y cómodo corromperse. Por intentar satisfacer el derecho de los ciudadanos a estar informados. Por mantener su rigurosidad a pesar del alto precio que hoy eso implica. Este premio es para todos ellos. En su nombre y a manera de homenaje, lo recibo esta noche. Que se sepan acompañados.
*Discurso aceptación del Premio Antoni Traveria en Casa América Catalunya.