17 de marzo 2021
Al igual que durante el verano de 2014, y a principios de 2019, a Estados Unidos y a su presidente en turno les ha estallado una “crisis migratoria” en la frontera sur. Utilizo las comillas porque el término es adecuado únicamente porque los medios y los adversarios de Biden han decidido que de eso se trata: los primeros porque llaman más la atención la palabra “crisis” que cualquier otra, los republicanos y Trump porque les permite pegarle a su verdugo donde más creen que le puede doler.
La problemática encierra tres vertientes. La primera, la más dolorosa, es la de los menores no acompañados: los niños centroamericanos. Cada día llegan más a Estados Unidos, en parte porque más salen del Triángulo del Norte por la pandemia y los ciclones, en parte por las modificaciones a la ley migratoria mexicana en noviembre pasado, en parte porque los polleros aprovechan el cambio de Administración en Washington, y en parte porque, en efecto, Biden quiere cambiar las odiosas políticas de Trump. Es una tragedia, pero es una tragedia de pequeña escala. Ayer, el número de menores acompañados bajo la custodia de las autoridades norteamericanas superó los 4000: más que antes, pero casi nada para un país de 330 millones de habitantes. Se trata ante todo de centroamericanos.
La segunda vertiente son los solicitantes de asilo, en familias con niños y jóvenes, o adultos individuales. La mayoría son también centroamericanos, aunque hay venezolanos, cubanos, africanos, y algunos mexicanos. El dilema radica en la oprobiosa política de López Obrador de aceptar la imposición de Trump de que esperen su audiencia en México, en condiciones abominables. Inicialmente eran unos 70 000; nadie sabe hoy cuántos permanecen en la frontera mexicana, pero deben ser entre 25 000 —los inscritos con las autoridades estadounidenses— y los 70 000 que hubo al principio.
Muchos de ellos verán rechazada su solicitud, a menos de que Biden empiece a aplicar normas diferentes —como el Protocolo de Cartagena— que incluyan la violencia interna, intrafamiliar y contra grupos definidos con criterios más amplios. En ese caso, habría un aumento considerable de refugiados admitidos a Estados Unidos, pero que difícilmente superarían el medio millón: digamos el doble de los que ahora gozan del estatus de protección provisional (TPS). De nuevo, nada de otro mundo para un país de 330 millones de habitantes.
La tercera vertiente, la más importante y voluminosa, abarca el creciente número de mexicanos que están volviendo a irse a Estados Unidos. De noviembre del año pasado a febrero de este año, fueron detenidas 351 000 personas por las autoridades fronterizas norteamericanas. De ese total, 201 000, el 59 %, eran mexicanos, la mayor parte varones individuales. La proporción bajó un poco en febrero, pero solo porque aumentó el número de centroamericanos; el de mexicanos sigue creciendo. Es perfectamente comprensible y lógico que esta cifra se haya incrementado.
La pandemia, la caída de 8.5 % de la economía mexicana, la pérdida de millones de empleos y la esperanza de que habrá una postura distinta incluyendo algún tipo de amnistía, seguramente contribuyeron a que una mayor cifra de mexicanos haya decidido partir hacia el norte. Nada de qué sorprenderse. Si llegara a haber una recuperación como la que promete el Gobierno, tal vez este flujo disminuirá en la segunda mitad del año, pero es altamente probable que, de aquí al verano, antes de los calores infernales de la frontera, se siga elevando.
Biden enfrenta estos tres dilemas simultáneamente. El más vistoso es el de los niños; el más complicado jurídicamente es el de los solicitantes de asilo; y el verdaderamente difícil es el de los mexicanos. El Gobierno de México le puede ayudar al nuevo presidente norteamericano, sin duda, con apoyos en la frontera norte, pero sobre todo en la frontera sur: haciendo con decencia, respeto y vocación humanitaria lo que Peña Nieto en 2014 y López Obrador en 2019 y 2020 hicieron con innumerables violaciones a los derechos humanos y una mínima decencia.
En el tema de los niños, López Obrador puede ayudar a Biden en mantenerlos en albergues sanos, decentes, humanitarios, generosos, mientras Estados Unidos los recibe. Ese sí es un acto humanitario, a diferencia de las idioteces que dijo el Gobierno en turno en mayo de 2019 a propósito de la política de Trump. En lo tocante a los asilados podría ayudar también a apoyar a la embajada y los consulados de Estados Unidos en México para que guatemaltecos, salvadoreños, y hondureños soliciten asilo en esas oficinas consulares para no tener que hacerlo en la frontera ni tampoco en sus países. Pero obviamente el problema principal tiene que ver con el tema de los mexicanos.
Legalmente, México tiene cómo impedir la salida de nacionales de nuestro país, por sitios designados para ello y con las personas en cuestión estando en posesión de toda la documentación necesaria, como reza la Ley General de Población, incluyendo obviamente un pasaporte y una visa para entrar a Estados Unidos. Ningún Gobierno de la República, ni siquiera durante la Segunda Guerra Mundial, se ha atrevido a controlar el flujo de mexicanos que salen de nuestro país hacia Estados Unidos. En sí mismo es algo que podría o no hacerse, dependiendo de cuál fuera la respuesta y la compensación política por parte de Estados Unidos. Obviamente lo que el Gobierno actual quiere es que Washington le envíe una gran cantidad de vacunas AstraZeneca o Pfizer, a cambio de ayudarle con el tema migratorio. Si se tratara solo de los centroamericanos, probablemente valdría la pena, aunque mucho dependería de cuántas vacunas y cuándo se entregarían, es un intercambio un poco cínico, un poco oportunista, pero finalmente comprensible.
Pero algo mucho más significativo sería que el Gobierno de México convenciera al de Biden que sí puede ayudarle incluso con controlar la salida de mexicanos, aplicando la Ley General de Población, a cambio de un aumento muy trascendente de por lo menos el 100 % de las visas H2a y H2b que se otorgan a los mexicanos. Este es el espíritu de la propuesta de López Obrador de volver al acuerdo Bracero de los años 40-60 con Estados Unidos. No lo entiende bien él, pero no importa. En el fondo, si en lugar de los 247 000 mexicanos que recibieron una visa H2a o H2b el año pasado, fueran este año más de 500 000, una muy buena parte del problema de la migración indocumentada se resolvería, para bien de Estados Unidos y sobre todo para bien de México. Ese es el trueque, el cambalache, el acuerdo, el intercambio, que debe haber entre México y Estados Unidos. Sería una gran cosa.
*Artículo publicado originalmente en Nexos.